Un cazador que escribe
Miguel se alarmó el día que plantaron en Valladolid el primer seniáforo. "Esto va a ser pronto Manhattan", debió pensar con su modo de ver las cosas. Pasado el. primer susto, lió un cigarrillo de caldo, que era su forma de resignarse, se caló la boina y cruzó el. Campo Grande, su Campo Grande, donde un guardia urbano le: pegó una noche de Navidad en la, que circulaba en bicicleta. Miguel. volvía de su periódico, de dibujar unas caricaturas con el seudónimo de Max (M por Miguel, A por Ángeles, su mujer, y X por la incógnita del futuro). O puede que hubiera escrito una crónica futbolística, una crítica de cine con los mejores; elogios para una película neorrealista italiana o una nota literaria. Miguel era un hombre universal, catedrático en la Escuela de Comercio por la mañana, periodista por la tarde, novelista por la noche. Todo eso sin salir de Valladolid, su Manhattan Transfer, una ciudad a la medida de Delibes, donde las vidas se ven redondas.Algunos domingos íbamos al fútbol, a ver jugar al Valladolid. Miguel escribía crónicas de los partidos para El Mundo Deportivo, de Barcelona. Unas crónicas jugosas en las que aplicaba su libro iniciático, el Mercantil, de Garrigues, al 4-2-4. Miguel, tan lejos siempre de la jerga al uso destrozaba los tópicos futbolísticos.
Una tarde de fútbol y frío la policía del estadio Zorrilla golpeó con sus porras a un espectador que se había lanzado al campo para cantarle unas lindezas al árbitro. El hincha del Real Valladolid fue sacado a la banda en estado de semiinconsciencia. Sangraba. Miguel gritó unas cuantas palabras y luego dijo: "Esto no puede quedar así". Por la mañana le acompañaba a la comisaría para presentar la denuncia. No olvidaré nunca -eran, creo, finales de los cincuenta- la cara de incredulídad de aquel comisario jefe, enftentado, quizá por primera vez, a la indignación moral de un ciudadano.
Miguel era nuestro Mahatma vallisoletano. Un alma grande que perseguía a las perdices, "un primitivo, rusoniano", como le dijoa César Alonso de los Ríos, que amaba a los pájaros y los fines de semana, abierta la veda, los mataba.
Boina, botas, picadura, una escopeta sin nombre, una cazadora gastada y mucho sentido común. Se rió cuando le eligieron el más elegante de Europa junto con Malraux. Se asustó cuando plantaron el primer semáforo. Risas y sustos, la caza, que siempre cura males menores. A los 10 años, en el colegio de La Salle, el profesor de Psicología supo tomarle el pulso: "Tiene la mirada lánguida y un poco tristona, y es Miguel, sin embargo, el más alegre y juguetón del grupo". Miguel, triste y jovial.
Cuando buscábamos en mano a la perdiz roja Miguel cantaba "la otra tarde bailando estaba con Lola" mientras subía la trocha. Había que sorprender al bando a la somada. "Yo soy un cazador que escribe, no un escritor que caza", o también: "Se escribe como se es". Miguel ha aplicado siempre la sencillez del castellano viejo, la naturalidad, la autodefensa del humor, la sobriedad, el cuidado de un Balzac para. la observación, a su vida privada y pública. Pero odia los ascensores, no soporta el avión. Diagnóstico: claustrofobia. Busca los grandes espacios, y si no fuera por Castilla, la Castilla "dermoesquelética" de Unamuno, este hombre sensible, reservado y apartadizo hubiera sido feliz en el Far West.
Cuando murió Ángeles se rompió su equilibrio. "De un salto pase de la juventud a la vejez, del afán creador al más puro escepticismo". El hombre que ha conocido la guerra civil a los 17 años a bordo del crucero Canarias, que ha pasado por apreturas económicas, que ha viviseccionado a la burguesía castellana, se vino abajo de pronto sin aparente remedio. Sus amigos creímos que se nos iba, consumido de pena. Vive atormentado, se le apaga la voz, la pasión de vivir, de indagar y descubrir, de escuchar cómo hablan sus paisanos de Castilla. Ya no es ese Miguel sentencioso y lleno de curiosidad por todo. Ha desaparecido esa sonrisa que puntúa su vida, esa visión, a ratos mordaz, del universo pequeño y grande. Hasta que con el paso de algunos años descubre de nuevo en la novela -"un hombre, un paisaje, una pasión"- su cura psicoanalítica.
Miguel es como un árbol, crece donde le plantan. En 1962 estaba bajo ese árbol cuando un personaje del régimen le flamó por teléfono para afearle (sería destituido por ello) la línea aperturista del periódico que tan dignamente dirigía. "Me estás jodiendo el experimento", dijo el personaje desde Madrid. Se refería a la ley Fraga de Prensa. Ni iroma, ni guasa, ni chocarrería, ni zumba castellana. Por una vez Miguel se puso trascendente y respondió: "¿Que os estoy jodiendo el experimento? ¿Desde cuándo la libertad es un experimento?".
Babelia
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