Sevilla y el regionalismo andaluz
El drama de una unión inviable
Sevilla, durante el primer tercio del siglo, acogió una síntesis de las vivencias de todo el país; un episodio, pues, singular dentro de la historia de España, tipificado por su gran intensidad y por sus frenéticas ansias. En efecto, a finales del XIX -con 148.3 15 almas en 1900, una tasa de analfabetismo del 49,86% ese año y un escandaloso índice de mortalidad del 48,78 por mil para 1897-, la capital andaluza constituía un cuerpo paralizado en el tiempo merced al peso de un orden estructural incapaz de vencer su inercia. Sin embargo, entre 1900 y 1936, rota la quietud, pasa a manifestarse eje de gravitación de revulsivas fuerzas (dominadas ya por el afán racionalizador y hasta revolucionario, ya por el utopismo idealista), pacíficas y violentas, aunadas o antagónicas, con el objetivo común de una regeneración definitiva; una Sevilla que, insatisfecha de continuo consigo misma, discurre desde el sin pulso a la imagen excepcional de la Exposición Iberoamericana de 1929 y a la trágica quiebra de 1936; una Sevilla, en suma, expresión del fracaso en la búsqueda de garantías perdurables cara a la autoconcesión de anhelos, al destierro de su condición de núcleo marginado en lo económico y al desarrollo de su personalidad como centro regional, y todo con la conciencia de gozar de brillantes y sólidas posibilidades y de un bagaje cultural de siglos.De acuerdo con esta perspectiva y conforme a moldes cronológicos quizá convencionales, cuatro etapas sobresaldrían en semejante devenir. Una, hasta 1914: momento de introspección y de iniciativas regeneracionistas; con los resortes políticos bajo el dictado personal de Pedro Rodríguez de la Borbolla (liberal), Eduardo Ibarra (conservador) y José Montes Sierra (republicano); con el telón alzado sobre el proyecto de Exposición Hispano-Americana y los clamores patrióticos en antesala de los primeros brotes de un regionalismo cultural y estético; y con la incipiente polarización social en torno a las agrupaciones patronales (Unión Comercial y Unión Gremial) y a unas asociaciones obreras impactadas por la periódica escasez a más de por la gravedad de su miseria y atentas a la asunción de un creciente espíritu de clase. Otra, segunda, de 1914 a 1923: década de impulsos enfrentados, de auge desplazado por la crisis económica; de desajuste político tras la desaparición de los prohombres citados y del ascenso de la Liga Católica, los republicanos (Diego Martínez Barrio) y los socialistas; de aguda agitación social, con un enconado activismo en las células sindicales (73 atentados para 1918-192.3 y 123 huelgas sólo de 1918 a 1920), vinculadas a la poderosa CNT y a la UGT; y de la extraversión de un regionalismo político (Blas Infante) no ajeno a la reacción mimética respecto del caso catalán y que, mientras proclama su. opción regeneradora e introduce su voz en un invertebrado Parlamento, busca la admisión dentro de las 'Tuerzas vivas".
La tercera, de 192.3 a 1930: los años de la dictadura, de prosperidad al aire de los felices veinte, suspendido el juego político y conjurada la erupción sindicalista; la solución a los problemas de base no se acomete, pero Sevilla -con 228.729 almas para 1930-, tutelada por el Estado de modo especial, acelera su modernización y ve a su industria en un aumento relativo del 86,96% con referencia a 1898, a la par que el paro obrero casi desaparece; y con José Cruz Conde, Pedro Caravaca y Manuel Giménez Fernández, entre otros, así como con una Unión Patriótica nunca afianzada, alcanza el apogeo de su prestigio con la Exposición Iberoamericana. La cuarta, y última, de 1931 a 1936: el ensayo republicano, con un vertiginoso desplazamiento local hacia consecuencias imprevisibles; las fricciones políticas y el extremismo sindical provocan un clima de crispación que, ensamblado a los efectos de la crisis española y de la depresión internacional, paraliza la inversión, acentúa el paro obrero, desencadena una cruenta confrontación sociopolítica de incontables huelgas y un pistolerismo nunca erradicado, y eleva a la ciudad a la categoría de problema nacional, marco de la sublevación de Sanjurjo (1932); ocupados unos en la consolidación de la República o en la salvaguardia de principios calificados inalterables, otros en el triunfo de postulados revolucionarios, y todos en la defensa de sus particulares criterios, el cuerpo social sevillano es testigo de cómo apenas nada positivo cristaliza; y en paralelo, erosionada por la irreconciabilidad y sensible al desgaste republicano en los intentos de superación de los desequilibrios estructurales de fondo, observa el fracaso de las ofertas del regionalismo autonomista (1931-1933), asume los mensajes de las más dispares demagogias y propagandas políticas, se sumerge en la tempestad de lo irracional y cierra ese cielo con el éxito del pronunciamiento militar de julio.
Realmente, ésta es la amplia plataforma sobre la que se alza el juicio acerca de las peculiares connotaciones de Sevilla en la singladura de aquellos años. Susceptible de debate, desde luego, con todo brinda hoy la solidez suficiente como para conceptuarlo de razonado. Y aquí, al hilo de esta disquisición, cabría preguntarse cómo situó Blas Infante su figura y su obra dentro de tan abigarrado contexto.
Conexión con Sevilla
Partiendo de que la conexión de Infante con Sevilla se produce en 1910, la respuesta recibe su primer contenido en las realidades de una etapa (hasta 1914) de "anonimato", aunque trascendente. En ella, sin traspasar los umbrales de la popularidad y adscrito al 3,7% de la población pequeño-burguesa en el ejercicio de profesiones liberales, se consolidaría la formación de su escala de valores: combinación de georgismo fisiócrata y un regionalismo de heterogéneas raíces significado desde la reducida órbita del Ateneo y a través de Bética y La Exposición, con matices costianos, proudhianos, arabizantes y republicano-federales de estimación autonómico-municipalista, fermentando todo en un propósito de regeneración multidimensional a difundir sin reservas. Precisamente, la salida del anonimato con El Ideal Andaluz (1915), la divulgación de sus enunciados mediante conferencias y periódicos (Andalucía, El Regionalista, Guadalquivir, etcétera), la fundación del Centro Andaluz (1916), su participación en la Asamblea de las Provincias Andaluzas de Ronda (1918), y su presencia en la candidatura Democracia Andaluza (1919) cubrirían una segunda etapa de su quehacer hasta 1923. Ahora su persona suscita la atención de la "opinión pública". De un lado, se la cuestiona; de otro, siempre minoritario y nutrido por gentes de muy diversa filiación política, se la considera. Son los años de euforia y desencanto, en una Sevilla que, en su variedad de intereses sociales y pese a reconocer las cualidades de Infante, se reitera casi en bloque impermeable ante el regionalismo de éste como vía de solución para sus problemas. No sorprende, pues, que en las elecciones a presidente del Centro Andaluz para 1922 votaran sólo nueve socios, y que la sede de la entidad (calle de O'Donnell, 7) permaneciese abierta en plena dictadura, al parecer hasta 1926.
Tras un lustro de ostracismo voluntario, reaparecería al aire de las expectativas republicanas en una tercera y última etapa, a concluir en 1936. Son los instantes de la confusa candidatura republicano revolucionaria con Ramón Franco y de la creación de la Junta Liberalista (1931); de los semanarios Pueblo Andaluz (193 1) y Andalucía Libre (1932), así como de La verdad sobre el complá de Tablada y el Estado libre de Andalucía (1931); del intento de captación de la CNT a su causa (1932); del diseño primario de un estatuto de autonomía andaluza y de su presencia en la frustrante Asamblea Regional de Córdoba (1933); de su incorporación al grupo de Izquierda Radical Socialista liderado por Eduardo Ortega y Gasset "para disipar acusaciones de separatismo" (193 3); y de la fugaz Federación de Municipios Autónomos (1934). El balance: el indisimulado desengaño y las alusiones a la necesidad de una III República. Sin embargo, Infante transmite el pálpito de recobradas energías en el capítulo final de su vida (las jornadas proautonómicas de julio de 1936), como independiente aventado por las inestables fuerzas en equilibrio bajo el Frente Popular y en mo-mentos en que todos -derechas e izquierdas- se proclaman autonomistas con más o menos sinceridad.
Un 'desclasado'
Visto el tema desde tales ángulos, resulta consecuente que a Blas Infante se le haya definido, con acierto, como un "descasado" (Tierno Galván). En una Sevilla en cuyo tejido social nunca floreció el regionalismo político, alojada en un localismo extremo por los grupos -Monárquicos o republicanos fieles a la disciplina de partido, mentalizados en lo indiscutible del esquema centralista y marco de vanguardia en la disputa entre la intransigencia tradicionalista, el reformismo moderado y la revolución de corte marxista o anarquista, su empresa -atípica, cargada de "idealismo mesiánicó", acusada de prosaica y, de cualquier modo, de dificil comprensión- partió a priori hacia el vacío y la incógnita. Se explica así que calificara a Sevilla de "hostil". Su personalidad, con el crédito de la labor profesional de notario y de la entusiasta y pública fe en sus originales coordenadas de pensamiento, recibió, no obstante, el respeto casi unánime.
Bias Infante, sin establecer un pronóstico certero de la reacción de la sociedad hispalense, y sin intuir auténticamente sus posibilidades (no como hombre, sino como promotor teórico y práctico de una "revolución regionalista" desde Andalucía), y Sevilla, capital con sus horizontes quebrados en la crisis de España, vendrían a ser, de 1910 a 1936, los protagonistas de excepción en el apasionado drama de una unión inviable.
Babelia
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