El triunfo de las máscaras de Verdi
ENVIADO ESPECIALEl Festival de Verona tiene en programa cuatro óperas: Baile de máscaras, Andrea Chenier, La Fanciulla del West y la eterna Aida, con un elenco de cantantes que en gran parte ha sido seleccionado por un español, el manager Carlos Caballé, hermano de Montserrat y una figura que ha movido muchos hilos aquí en las últimas dos temporadas. El Baile de máscaras, de Verdi, es, según la crítica local, lo mejor de lo presentado en esta edición, que se viene celebrando desde el 4 de julio y que termina el 31 de agosto.
Éste es una de las pocas muestras musicales del mundo que cierran con superávit. Tras un déficit de años y una vez eliminadas las cargas financieras, el festival no necesita prácticamente de subvenciones, salvo que el tiempo le juegue una mala pasada y hayan de cancelarse funciones antes de iniciarse y, por tanto, devolver la recaudación al defraudado público. Porque, ya se sabe, una vez hayan sonado cuatro acordes no hay derecho a devolución, y esto es, naturalmente, lo que la organización prefiere e intenta. Sin embargo, no siempre es posible, y de momento ya han debido suspenderse dos representaciones antes de su comienzo. Este es el riesgo y el encanto de Verona.
El Baile de máscaras, de Verdi, ha supuesto para la crítica local lo mejor de lo presentado, y realmente se trata de una magnífica producción. Quizá la escenograria de los dos primeros actos pueda desorientar al espectador por su aparente pobreza, muy especialmente el segundo de ellos, mas al llegar al cuadro final uno se da cuenta que existe una finalidad: se trata de deslumbrar a todo el auditorio con el colorido del baile final.
La penumbra de los cuadros anteriores cede paso a una explosión de luz, color y movimiento de figuración que entusiasma al público asistente. La escenograria de la interior producción de 1972 reunía un mayor equilibrio y belleza global, pero no podría competir con la magnífica sala del palacio donde ha de encontrar su trágico final el conde. Aun así, es todavía perfeccionable, y ese alumbramiento total de la escena hacia las últimas frases de la agonía de Ricardo hubiera quedado más coherente coincidiendo con aquellas palabras "muerte, infamia sobre el traidor" del coro.
Muy discutible resulta, en cambio, la solución dada a la escena de la adivinanza, donde simplemente unas telas tapaban los elementos del cuadro previo y en el que la vestimenta de la vidente se correspondía con la de una Turandot que con la de una bruja que vive en una mísera barraca. Todo sea por potenciar el espectáculo de masas.
Curiosamente, es un alemán quien en Verona dirige la ópera de Verdi, Gustav Kuhn, el mismo que concertase La walkiria en Madrid. Lo realiza germanizando en parte la partitura y altemando buenos momentos con otros lamentables. Entre estos últimos hay que destacar la excesiva rapidez de los tempos diseñada para el dúo de amor entre Ricardo y Amelia, en donde al tenor le era imposible terminar sus frases, y entre las primeras, el acertado planteamiento del baile final, muy contrastado en los pianos solistas, corales y orquestales, así como la perfecta coordinación de todos ellos.
Modelos de traición
La obra de Verdi, la única de las cuatro entre las vísperas sicilianas y Aida que compuso satisfacción desde el inicio, presenta ocasiones magníficas para los solistas. Es una de esas obras en las que los números atractivos se suceden sin interrupción. La música, plena de melodía, es fácil y cautiva al primer instante.El argumento, casi un estudio sobre los distintos modelos de traición y fidelidad, no puede perder nunca vigencia. Por todo ello no es de extrañar que esta ópera haya sido vehículo de lucimiento para grandes voces: la de soprano spinta, contralto, soprano de coloratura, barítono y, muy especialmente, tenor.
Gigli Bergonzi o D'Stéfano marcaron hitos en la interpretación del conde Ricardo. Luis Lima, aun con toda su buena voluntad y sus no desdeñables cualidades, no puede dar todavía la justa medida al personaje. Posee el timbre y el volumen, pero faltan la clase, musicalidad, resistencia y matización. Pasajes como su segunda aria fueron solventados con más tesón que arte, ya que la fatiga se hacía evidente. Es un papel que, carente de las dificultades de notas extremas, requiere, en cambio, un coherente planteamiento interpretativo de principio a fin y un auténtico cantante. Hoy, sólo Domingo, Carreras o Pavarotti pueden con él.
El barítono Silvano Carroli ha realizado una carrera caracterizada por sus continuas irregularidades, y en Verona luce una de sus rachas más pobres. Al margen de su afección de flemas en la garganta durante toda su intervención, brilló por su ausencia la adaptación al personaje de Renato y la noble línea de canto que solicita. Tosquedad sería el calificativo más adecuado a su versión.
Alida Ferrarini resolvió magníficamente a Óscar, quizá un poco ahogada en las agilidades, pero brillante en el "saper vorreste", y la contralto Gail Silvore mostró una voz impresionante en sus graves y volumen, pero desigual en cada registro y sin el suficiente dominio técnico.
La gran triunfadora de la noche y del festival fue María Schiara, una soprano lírica con graves de spinta, que se hallaría en la cima de la popularidad de no ser por su escasa ambición.
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