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Tribuna:LA HERENCIA DEL AUTOR ARGENTINO
Tribuna
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Borges, cinematógrafo

Vicente Molina Foix

Hace ya muchos años que Borges no iba al cine. "Ahora sólo perduran las formas amarillas / y sólo puedo ver para ver pesadillas", decía en un poema de La rosa profunda, libro aparecido en 1975, en la época en que la ceguera es ya casi total y un tema recurrente de su obra. Pudo ser 1974 el año de la última cinta de Borges, entrevista o soñada, pues de entonces data Los otros, la película francesa con argumento y guión suyo y de Bioy Casares que realizó el argentino Hugo Santiago. De esta película y de la anterior y excelente del mismo equipo, Invasión -a mi juicio la mejor presencia borgiana en el cine-, habló Borges en un coloquio público de la Universidad Internacional Menéndez Pelayo en el verano santanderino, de 1983.Preguntado en el palacio de la Magdalena por un admirador embobado sobre su contribución al extraordinario libro cinematográfico de Invasión, Borges contestó, á la manière de Borges: "Yo sólo aporté dos muertes a ese filme". Pese al característico understatement que el argentino amigo de las formas sajonas cultivó toda su vida es difícil imaginar viendo Invasión -con sus conspiradores simétricos, su ciudad deslizante pero reconocible y sus fulgores de epopeya secreta- obra más borgiana; como fieles a su mundo y a su galería de aventureros desdichados son también los dos guiones no realizados, Los orilleros y El paraíso de los creyentes, escritos una vez más en colaboración con Bioy Casares y publicados por vez primera en 1955.

Aunque ya no fuese al cine y sólo retuviera de sus fervores fílmicos de juventud un borroso recuerdo de prestigio y la silueta de alguna star ("La memoria, esa forma del olvido / que retiene el formato, no el sentido,/ que los meros títulos refleja", escribirá el poeta en una muy cinematográfica evocación de la memoria del ciego), Borges nunca alejó de él las sombras de la pantalla. Y el cine, sobre todo ese cine moderno de ruptura que el escritor en permanente busca del orden desdeñaba, jamás se olvidó de Borges. Está presente en la actualísima ¡Jo, qué noche!, de Scorsese. Hace pocas semanas lo veíamos en televisión invocado dudosamente por los autores ole Performance, y, como señala Edgardo Cozarinsky en su excelente libro Borges y el cine, una larga teoría de autores europeos, desde Rivette a Bertolucci, pasando por Godard, Straub o Carmelo Bene, le han tenido como presencia obsesiva en sus película sin adaptarle estrictamente.

Relecturas y originales;

Como suele pasar con los narradorres de argumentos potentes pero muy precisa determinación verbal, las relecturas borgianas en el cine no han sido afortunadas. Adapta dos relatos célebres suyos como Emma Zunz o El hombre de la es quina rosada por directores solventes del cine argentino como Torre Nilsson y, René Mugica, o extrapolado más tarde y libremente su Tema del traidor y del héroe por Bertolucci en La estrategia de la araña, no es posible decir que es tas películas recojan la intensidad alucinatoria y el estado, de gracia heroico de los originales. Mucho más satisfactorias son las obras escritas directamente para el cine por Borges y Bioy Casares.

Lo que sí quedará como una hazaña borgiana es su etapa de crítico cinematográfico en la revista Sur, entre 1931 y 1944. Como comentarista, Borges vio muy temprano que el cine, "con su directa presentación de destinos y su no menos directa de voluntades", podía contribuir al alivio de la moderna desorientación social. Y aún en 1967, en su época de nula frecuentación de los cinematógrafos, decía en una entrevista de The Paris Review: "En este siglo la tradición épica ha sido salvada para el mundo por ningún otro sitio más que Hollywood".

El westem emocionaba mucho a Borges, que acusaba a los literatos de "haber descuidado sus deberes épicos", sólo en el siglo XX desempeñados por las cintas del Oeste. Pero, por encima de su apego a los géneros de caballistas y gánsteres, Borges vio en el cine un gesto primordialmente americano. Así, tras hablar de los errores de la cinematografía alemana y soviética, añadía en su primer trabajo de crítica: "De los franceses no hablo; su mero y pleno afán hasta ahora es el de no parecer norteamericanos, riesgo que les prometo que no corren".

Sus directores favoritos eran los clásicos, y dentro de ellos, Lubitsch, y Sternberg. Pero, fiel a sí mismo, dejó de hablar bien del segundo cuando Sternberg, en la cima de su carrera, se entregó a los delirios barrocos más geniales en torno a Marlene. Cuando, en 1934, el vienés realizó en Hollywood Capricho imperial, Borges llega a calificarle de "devoto de la musa inexorable del bric-á-brac". El conceptista, el recto calvinista, buscaba en el cine la pureza de sus convenciones más elementales, en las que no cabían los alardes del cartón piedra ni el arabesco.

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