La policia en acecho: el círculo empieza a cerrarse
Elena había pasado un fin de semana angustioso mientras yo andaba filmando en Concepción y Valparaíso sin hacer contacto con ella. Su deber era denunciar mi desaparición, pero se dio más tiempo del previsto sabiendo que yo era un improvisador impenitente. Esperó toda la noche del sábado. El domingo, viendo que no llegaba, se puso en contacto, sin ningún resultado, con quienes pudieran tener alguna pista. Se había fijado como plazo último hasta las doce del día del lunes para dar la voz de alarma, cuando me vio entrar en el hotel con cara de mal dormir y sin afeitar. Había cumplido muchas misiones muy importantes y arriesgadas, y me juré que nunca había sufrido tanto con un falso esposo indomable como había sufrido conmigo. Pero esa vez tenía un motivo adicional y justo. Al cabo de diligencias incontables, de encuentros fallidos y de una planificación milimétrica, tenía concertada para las once de la mañana de ese mismo día la entrevista con los dirigentes del Frente Patriótico Manuel Rodríguez.Era, sin duda, la más difícil y peligrosa de cuantas habíamos previsto, y la más importante. El Frente Patriótico Manuel Rodríguez está integrado casi en su totalidad por miembros de una generación que apenas salía de la escuela primaria cuando Pinochet asaltó el poder. Se ha declarado partidario de la unidad de todos los sectores de oposición para el derrocamiento de la dictadura y el regreso a una democracia que le permita al pueblo chileno decidir con una autonomía integral su propio destino. El nombre le viene de un personaje alegórico de la independencia chilena de 1810, quien parecía tener poderes sobrenaturales para burlar todos los controles, tanto internos como externos, y mantuvo la comunicación constante entre el ejercicio libertador, que operaba en Mendoza, del lado argentino, y las fuerzas clandestinas que resistían en el interior de Chile, después de que los patriotas fueron derrotados y el poder reconquistado por los realistas. Muchos elementos de las condiciones de entonces tienen semejanzas más que notables con la situación actual de Chile.
Entrevistar a los dirigentes del Frente Patriótico es un privilegio con el que sueña cualquier buen periodista. Yo no podía ser una excepción. Alcancé a Regar en el último instante, después de situar a los miembros del equipo en los distintos lugares acordados. Llegué solo a un paradero de buses de la calle Providencia con la clave de identificación: El Mercurio de ese día y un ejemplar de la revista ¿Qué pasa? No tenía nada más que hacer hasta que alguien se me acercara a preguntarme: "¿Va usted para la playa?". Yo debía contestar: "No. Voy al zoológico". La clave me parecía absurda porque a nadie se le ocurriría ir a la playa en otoño, pero los dos oficiales de enlace del Frente Patriótico me dijeron más tarde, con toda la razón, que justo por ser absurda no había ninguna posibilidad de que alguien la usara por error o por casualidad. A los 10 minutos, cuando ya sentía que mi presencia era demasiado notoria en un lugar tan concurrido, vi acercarse a un muchacho de estatura mediana, muy delgado, que cojeaba de la pierna izquierda y llevaba una boina que me hubiera bastado para identificarlo como un conspirador. Se dirigió a mí sin ningún disimulo, y yo le salí al paso antes de que me diera el santo y seña.
-¿No podías disfrazarte de otra cosa? -le dije riendo- Porque así como estás hasta yo te reconocí.
Más que sorprendido, él me mirá muy triste.
-¿Seme nota mucho?
-A la legua -le dije.
Era un muchacho con sentido del humor, sin ningunas ínfulas de conspirador, y esto alivió la tensión desde el primer contacto. Tan pronto como se me acercó, una camioneta de caúga con el letrero de una panadería se estacionó enfrente de mí, y yo subí en el asiento junto del conductor. Entonces dimos vanas vueltas por el centro de la ciudad y fuimos recogiendo en distintos puntos a los miembros del equipo italiano. Más tarde nos dejaron a todos en cinco lugares distintos, volvieron a desplazarnos porseparado en otros automóviles, y al final volvieron a reunirnos en otra camioneta, donde ya estaban las cámaras, las luces y el equipo de sonido. Yo no tenía la impresión de estar viviendo una aventura seria y grave de la vida real, sino jugando a una película de espías. El enlace de la boina y la cara de conspirador había desaparecido en alguna de las tantas vueltas, y nunca más lo vi. En su lugar apareció un conductor de talante bromista, pero de un rigor inquebrantable. Yo me senté a su lado, y el resto del equipo, detrás, en el compartimento de carga.
-Los voy a llevar de paseo -nos dijo-, para que sientan el olorcito del mar chileno.
Puso la radio a todo volumen y empezó a dar vueltas por la ciudad, hasta que ya no supe dónde estábamos. Sin embargo, a él no le bastó con eso, sino que nos ordenó cerrar los ojos con un modismo chileno que yo había olvidado: "Bueno, chiquillos; ahora van a hacer tutito". En vista de que no hacíamos caso, insistió de un modo más directo:
-Apúrenle, pues, no más cierren los ojitos y no los abran hasta que yo les diga, porque si no, hasta ahí va a llegar el cuento.
Nos contó que tenían para esas operaciones un modelo especial de anteojos ciegos, que desde fuera se veían como lentes de sol, pero que no se podía ver a través de ellos. Sólo que esa vez los había olvidado. Los italianos que iban detrás no entendían su jerga chilena, y tuve que traducirles.
-Duérmanse -les dije.
Entonces parecieron entender menos.
-¿Dormir?
-Como lo oyen -les dije-; acuéstense, cierren los ojos y no los abran hasta que yo les avise.
Se acostaron apelotonados en el suelo de la camioneta, y yo seguí tratando de identificar la barriada que empezábamos a atravesar. Pero el conductor me notificó sin más vueltas:
. -Con usted también va la cosa, compañero, así que hágase tutito no más.
Entonces apoyé la nuca en el espaldar del asiento, cerré los ojos y me dejé llevar por la corriente de los boleros que fluían sin cesar de la radio. Boleros de siempre: Raúl Chu, Moreno, Lucho Gatica, Hugo Romani, Leo Marini. El tiempo pasaba, las generaciones se sucedían, pero el bolero permanecía invencible en el corazón de los chilenos, más que en ningún otro país. La camioneta se detenía cada cierto tiempo, se oían murmullos incomprensibles, y luego la voz del conductor: "Chao, nos vemos". Pienso que hablaba con otros militantes apostados en sitios cruciales, que le daban informes sobre el recorrido. Yo hice alguna vez un intento de abrir los ojos, pensando que no me veía, y entonces descubrí que él había movido el espejo retrovisor de tal modo que podía conducir o hablar con sus contactos sin quitarnos la vista de encima.
-¡Cuidadito! -nos dijo- Al primero que abra los ojos nos volvemos para la casa y se acabó el paseo.
Yo volví a cerrarlos, y empecé a cantar con la radio: Que te quiero, sabrás que te quiero. Los italianos acostados en el compartimento de carga me hicieron coro. El conductor se entusiasmó.
-Eso, chiquillos, canten no más, que lo hacen muy bien -dijo-. Van en manos seguras.
Antes del exilio había algunos lugares de Santiago que identificaba con los ojos cerrados: el matadero por el olor de la sangre vieja, la comuna de San Miguel por los olores a aceites de motor y materiales de ferrocarril. En México, donde viví muchos años, sabría que estoy cerca de la salida de Cuernavaca por el olor inconfundible de la fábrica de papel, o en el sector de Azcapotzalco por los humos de la refinería. Aquel mediodía en Santiago noencontré ningún olor conocido, a pesar de que los buscaba por pura curiosidad inientras cantábamos. Al cabo de 10 boleros, la camioneta se detuvo.
-No abran los ojitos -se apresuró a decirnos el conductor-. Vamos a bajar muy formales, cogidos de las manos unos con otros para que no se vayan a romper el cufito.
Así lo hicimos, y empezamos a subir y bajar por un sendero de tierra suelta, quizás escarpado y sin sol. Al final nos sumergimos en una oscuridad menos fría y olorosa a pescado fresco, y por un momento pensé que habíamos bajado a Valparaíso, en la orilla del mar. Pero no habíamos tenido tiempo. Cuando el conductor nos ordenó que abriéramos los ojos nos encontramos los cinco en una habitación estrecha, con muros limpios y muebles baratos, pero muy bien mantenidos. Frente a mí estaba un hombre joven, bien vestido, con unos bigotes postizos pegados de cualquier manera. Solté la risa.
-Arréglate mejor -le dije-, que esos bigotes no te los cree nadie.
También él soltó una carcajada y se los quitó.
-Es que estaba muy apurado -dijo.
El hielo se rompió por completo, y todos pasamos bromeando a la otra habitación, donde yacía en aparente sopor un hombre muy joven con la cabeza vendada. Sólo entonces comprendimos que estábamos en un hospital clandestino, muy bien equipado, y que el herido era Fernando Larenas Seguel, el hombre más buscado de Chile.
Tenía 21 años y era un militante activo del Frente Patriótico Manuel Rodríguez. Dos semanas antes regresaba para su casa de Santiago a la una de la madrugada, solo y desarmado, manejando su coche, cuando fue rodeado por cuatro hombres de civil con fusiles de guerra. Sin ordenarle nada, sin hacerle ninguna pregunta, uno de ellos disparó a través del cristal, y el proyectil le atravesó el antebrazo izquierdo y lo hirió en el cráneo. Cuarenta y ocho horas después cuatro oficiales del Frente Manuel Rodríguez lo rescataban a tiros de la Clínica de Nuestra Señora de las Nieves, donde estaba en estado de coma bajo vigilancia policial, y lo llevaron a uno de los cuatro hospitales clandestinos del movimiento. El día de la entrevista estaba ya en vías de recuperación y tuvo suficiente dominio para contestar nuestras preguntas.
Pocos días después de este encuentro fuimos recibidos por la dirección suprema del Frente Patriótico, con las mismas precauciones casi cinematográficas, pero con una diferencia significativa: en vez de un hospital clandestino nos encontramos en una casa de clase media, alegre y cálida con una abrumadora colección de discos de los grandes maestros y una excelente biblioteca literaria con libros ya leídos, lo cual no es muy frecuente en muchas buenas bibliotecas. La idea original era filmarlos encapuchados, pero al final decidimos protegerlos con recursos técnicos de iluminación y encuadre. El resultado -como se ve en la película- es más convincente y humano, y desde luego mucho menos truculento que las entrevistas tradicionales a dirigentes clandestinos.
Terminados los diversos encuentros con personalidades públicas y secretas, Elena y yo decidimos de común acuerdo que ella regresara a sus actividades; normales en Europa, donde vivía desde hacía algún tiempo. Su trabajo político es demasiado importante para someterla a más riesgos de los indispensables, y la experiencia adquirida hasta entonces me permitía terminar sin su ayuda los tramos finales de la película, que suponía menos peligrosos. No volví a encontrarla hasta hoy, pero cuando la vi alejarse hacia la estación del tren subterráneo, de nuevo con su falda escocesa y sus mocasines de escolar, comprendí que iba a echarla de menos, más de lo que me imaginaba, después de tantas horas de amores fingidos 37 sobresaltos comunes.
En previsión de que los equipos extranjeros tuvieran que salir de Chile por fuerza mayor, o les prohibieran trabajar, un sector de la resistencia interna me ayudó a formar un equipo de cineastas jóvenes extraídos de sus filas. Fue un acierto. Este equipo hizo un trabajo tan rápido y con tan buenos resultados como el de los otros, mejorado, además, por el entusiasmo de saber lo que hacían, pues su organización política nos dio seguridades de que no sólo eran de absoluta confianza, sino que estaban bien entrenados para el riesgo. Al final, cuando ya los extranjeros no eran suficientes, y este equipo se ocupó de crear otros, y éstos a otros, hasta el punto de que en la última semana llegamos a tener seis equipos chilenos trabajando al mismo tiempo en distritos lugares. A mí me sirvieron además, para medir mejor el grado de determinación y la eficacia de la generación nueva que está empeñada, sin prisa y sin ruido, en liberar a Chile del desastre militar. A pesar de la edad temprana, todos tienen más que una visión del futuro. Tienen ya un pasado de hazañas ocultas y victorias ocultas que llevan guardado en el corazón con una ¡gran modestia.
El circulo empieza a cerrarse
Por los días, en que entrevistamos a la dirección del Frente Patriótico llegó a Santiago el equipo francés, después de cubrir con resultados excelentes el programa previsto. Era indispensable, pues el norte es una zona histórica en la formación de los partidos políticos de Chile. Allí se aprecia mejor la continuidad ideológica y política, desde Luis Emilio Recabarren creador del primer partido obrero en el amanecer del siglo, hasta Salvador Allende. En esa zona está una de las minas de cobre más ricas del mundo, que fue industrializada por los ingleses en el siglo pasado, al mismo tiempo que la revolución industrial, y esto dio origen a nuestra clase obrera. De allí parte, además, el movimiento social chileno, sin duda el más importante de América Latina. Cuando Allende subió al poder, su. medida más importante, y la más peligrosa, fue la nacionalización del cobre. Una de las primeras de Pinochet fue su restitución a los dueños tradicionales.
El informe de trabajo del director del equipo francés, Jean-Claude, fue muy detallado y amplio. Tenía que imaginármelo en pantalla para no estropear la unidad de la película, pues no podría ver las pruebas hasta que volviera a Madrid con todo terminado, y entonces sería demasiado tarde para cualquier ajuste. En parte por razones de seguridad, pero más que nada por el placer de estar en Chile, no nos reunimos en un lugar fijo, sino que recorrimos la ciudad en otra de las mañanas de ese otoño crucial. Caminamos por el centro, subimos a los autobuses menos usuales, tomamos café en los sitios más visibles, comimos mariscos con cerveza, y ya entrada la noche nos encontramos tan lejos del hotel que nos metimos en el tren subterráneo.
Yo no lo conocía, pues había sido inaugurado por la Junta Militar, aunque la construcción la inició el Gobierno de Frei y la continuó el de Allende. Me sorprendió su fimpieza y su eficacia, y la naturalidad con que mis compatriotas se habían acostumbrado a viajar por debajo de la tierra. Era un mundo que hasta entonces no había descubierto, porque carecíamos de un argumento convincente para solicitar el permiso de filmación. El hecho de que hubiera sido construido por los franceses nos dio la idea de que el equipo de Jean-Claude pudiera filmarlo. Estábamos hablando de esto cuando llegarnos a la estación Pedro Valdivia, y en la escalera de salida tuve la impresión inequívoca de que alguien nos estaba mirando. Así era: un policía de civil nos observaba con tanta atención que su mirada y la mía se encontraron a mitad de camino.
Para entonces ya era capaz de reconocer a un policía de civil entre la muchedumbre. Aunque ellos mismos se creen vestidos de paisano, tienen un aspecto inconfundible, con un chaquetón azul oscuro de tres cuartos, pasado de moda, y el pelo cortado casi a ras como los reclutas. Sin embargo, lo primero que los delata es su manera de mirar, pues los chilenos no miran a nadie en la calle sino que caminan o viajan en los autobuses con la vista fija. De modo que cuando vi al hombre corpulento que seguía mirándome aun después de que se supo descubierto, lo identifiqué al instante como un policía de civil. Tenía las manos en los bolsillos de la gruesa chaqueta de paño, el cigarrillo en los labios y el ojo izquierdo medio cerrado por la molestia del humo, en una imitación lastimosa de los detectives de las películas. No sé por que me parecio que era el Guatón Romo, un sicario de la dictadura que se había hecho pasar por un izquierdista ardoroso y denunció a numerosos activistas clandestinos que luego fueron sacrificados.
Reconozco que mi error grave fue mirarlo, pero había sido inevitable, porque no fue un acto voluntario, sino un impulso inconsciente. Luego, por la misma fuerza instintiva, miré primero a mi izquierda, y enseguida a mi derecha, y vi a otros dos. "Háblame de cualquier cosa" le dije a Jean-Claude en voz muy baja. "Háblame, pero no gesticules, no mires, no hagas nada". Él comprendió, y seguimos caminando con la naturalidad de los inocentes, hasta que salimos a la superficie. Era ya de noche, pero el aire se había hecho tibio y más claro que los días anteriores, y había mucha gente que regresaba a casa por la Mameda. Entonces me aparté de Jean Claude.
-Desaparécete -le dije- Yo te ubico después.
Él corrió hacia la derecha y yo me perdí en la muchedumbre en sentido contrario. Tomé un taxi que pasó frente,a mí en ese momento como mandado por mi madre, y entonces alcancé a ver a los tres hombres sorprendidos que acabaron de salir de la estación subterránea y no sabían a quién seguir, si a Jean-Claude o a mí, y se los tragó la muchedumbre. Cuatro cuadras más adelante descendí, tormé otro taxi en el sentido opuesto, 31 luego otro y otro, hasta que me pareció imposible que me estuvieran siguiendo. Lo único que no eintendí, ni he podido entender todavía, es por qué habían de seguirnos. Descendí frente al primer cine que vi y me metí sin mirar siquiera el programa, convencido, como siempre, por pura deformación profesional, de que no hay ambiente más seguro y más propicio para pensar.
"¿Le gusta mi poto, caballero?"
Era un programa combinado de película y espectáculo vivo. No había acabado de sentarme cuando terminó la proyección, encendieron las luces a medias y el maestro de ceremonias inició un larga perorata para vender su espectáculo. Yo estaba todavía tan impresionado que seguí mirando hacia la puerta para ver si me seguían. Los vecinos empezaron a mirar también, con esa curiosidad irreprimible que es casi una ley de la conducta humana, como ocurre en la calle cuando uno mira al cielo, y la muchedumbre termina por detenerse y mirar. También tratando de ver lo que uno ve. Pero allí había sin duda una razónadiocional. Todo en aquel lugar era equívoco. La decoración, las luces, la combinación de cine y strip tease y, sobre todo los espectadores, todos hombres, y con un aspecto de fugitivos de quién sabe dónde. Todos, y yo más que todos, parecían escondidos. Para cualquier policíacon razón o sin ella, aquello hubiera sido una asamblea de sospechosos.
La impresión de espectáculo prohibido estaba muy bien dada por los empresarios, y en especial por el maestro de ceremonias, que anunciaba a las coristas en el escenario con descripciones que más bien parecían de platos suculentos en un menú. Ellas iban apareciendo a su conjuro, más en pelota que como habían venido al mundo, pues se maquillaban el cuerpo para inventarse gracias que no tenían. Después del desfile inicial quedó sola en el escenario una morena de redondeces astronómicas, que se contoneaba y movía los labios para fingir que era ella quien cantaba la canción de un disco de Rocío Jurado a todo volumen. Había pasado bastante tiempo para que me arriesgara a salir cuando ella descendió del escenario arrastrando un micrófono de serpiente y empezó a hacer preguntas de una gracia procaz. Yo estaba esperando una buena ocasión para salir cuando me sentí deslumbrado por el reflector, y oí enseguida la voz arrabalera de la falsa Rocío:
-A ver, usted, caballero, el de la calvita tan elegante.
No era yo, desde luego, sino el otro, pero era yo, por desgracia, quien tenía que responder por él. La corista se me acercó arrastrando el cable del micrófono, y habló tan cerca de mí que percibí las cebollas de su aliento.
-¿'Cómo le parecen mis caderas?
-Muy bien -dije en el micrófono; qué quiere que le diga.
Luego se volvió de espaldas y movió las nalgas casi contra mi cara.
-Y mi poto, caballero, ¿cómo le parece?
-Estupendo -dije- Imagínese.
Después de cada respuesta mía se escuchaba una grabación de carcajadas multitudinarias en los altavoces, igual que en las comedias pueriles de la televisión norteanlericana. El truco era indispensable, porque nadie se reía en la sala, sino que a todos se les notaban las ansias de hacerse invisibles. La corista se me acercó más, y seguía moviéndose muy cerca de mi cara para que viera el lunar verdadero que tenía en una nalga, negro y peludo como una araña.
-¿Le gusta mi lunar, caballero?
Después de cada respuesta me acercaba el micrófono a la boca para aumentar el volumen de mi respuesta.
-Claro -dije-, toda usted es muy bonita.
-¿Y qué haría usted conmigo, caballero, si yo le propusiera pasar una noche en la cama? Ande, cuéntemelo todo.
-Mire, no sé qué decirle -dije yo-. La amaría mucho.
Aquel suplicio no terminaba nunca. Además, en mi ofuscación había olvidado hablar como uruguayo, y quise corregir el error a última hora. Entonces me preguntó de dónde era, tratando de imitar mi acento indefinido, y cuando se lo dije, exclamó:
-Los uruguayos son muy buenos en la cama. ¿Usted no?
A mí no me quedó otro camino que hacerme el pesado.
. -Por favor -le dije-, no me pregunte más.
Entonces se dio cuenta de que no había nada que hacer conmigo, y buscó otro interlocutor. Tan pronto como pareció que mi salida no sería demasiado ostensible, abandoné el lugar a toda prisa y me dirigí caminando al hotel, con la inquietud creciente de que nada de lo ocurrido aquella tarde había sido casual.
Mañana, capítulo octavo: Atención: hay un general dispuesto a contarlo todo.
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