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Átomos

Manuel Vicent

Sentado en una terraza del Mediterráneo, frente a una ensalada de lechuga y tomate, leo en el periódico que la ponzoña nuclear de Chernobil acaba de llegar a Valencia, aunque ahora mismo una brisa delicadamente áspera va dejando un aroma de resina y la luz del mediodía tiene aquí una pureza casi cerebral. No obstante, gracias a los rusos, en este momento feliz me ve o en la obligación de blasfemar, si bien a mi alrededor suenan los pájaros alabando a Dios. Por lo visto, los rusos construyen las centrales atómicas con martillo y serrucho. Cerca de Kiev se les ha roto una de esas ollas, de modo que aquellos camaradas han contribuido amablemente a que este mundo se convierta en una pocilga radiactiva, donde el aire puro es ya un recuerdo de la infancia. Yo no pido gran cosa. Sólo deseo tomarme esta inocente ensalada en paz, ver cómo resbala un hilo de aceite lleno de sol en el corazón de la lechuga, extasiarme en un sillón blanco de mimbre contemplando las palmeras que cabecean contra la raya azul de la mar, seguir por el interior de la claridad cegadora el vuelo de los dorados abejones, oler la hierba mojada después de una lluvia de primavera, sentir una buena tela de lino sobre la piel, llenarme los ojos de árboles hasta, que la mirada se me ponga verde de ver agua clara, realizar una comunión con los animales y amar sin peligro ni culpa. Hacer todo eso sin que te acribillen con unos átomos por la espalda. Siendo esto tan barato, no me: explico por qué resulta tan difícil.Estoy en la orilla del Mediterráneo y tengo en la vertical del cráneo una luz láctea que: se derrama sobre la ensalada. El instante parece perfecto. Los frutos están rodeados de un humo dormido. La tierra exhala un vapor vegetal, pero yo sé que esta dicha estática tiene un veneno inoculado. La radiactividad es un acto de fe, y aún más si viene de Rusia. Cae suavemente en el plato. Se extiende sobre la lechuga y de ahí pasa al alma. Impregna los sentidos. Así, poco a poco, invade el cuerpo, se apodera del aire hasta que uno ve todo el mundo, incluyéndose a sí mismo, como una manzana podrida. El pecado ha sido sustituido por esta putrefacción atómica.

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Sobre la firma

Manuel Vicent
Escritor y periodista. Ganador, entre otros, de los premios de novela Alfaguara y Nadal. Como periodista empezó en el diario 'Madrid' y las revistas 'Hermano Lobo' y 'Triunfo'. Se incorporó a EL PAÍS como cronista parlamentario. Desde entonces ha publicado artículos, crónicas de viajes, reportajes y daguerrotipos de diferentes personalidades.

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