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Azaña hoy

Si se examina la trayectoria personal y el pensamiento de Manuel Azaña, cabe definirlo como un intelectual que sacrificó su vocación de tal porque entendió que su país le necesitaba. Desde su actitud de estudioso del pensamiento. filosófico, sociológico y político europeo, muy especialmente de la realidad francesa y sus realizaciones, Azaña comprendió que la vida española carecía de una orientación colectiva y se preguntó qué habría que hacer para que funcionara el mecanismo político construido para servirla. A tal objeto, fundó un partido, minoritario sin duda, pero que incubó el seguramente mejor proyecto político de entonces para desencadenar la reforma que las estructuras españolas necesitaban de cara a modernizar el país y apuntalar sus instituciones y ponerlo, en fin, a la altura que su pasado merecía y al nivel alcanzado por los demás países del área cultural al que el nuestro pertenece.Un país, a la postre, es la suma de todos los individuos que integran la sociedad que habita su territorio. Esa, suma de individuos constituye un pueblo, si como tal es liderado por unos gobernantes que sepan lo que le conviene y quiere y aciertan a proporcionárselo. Si no, será un grupo de gentes más o menos pasivas o lo que se quiera, pero no pueblo. Y "¿cómo habrá Gobiemo del pueblo por el pueblo si no hay pueblo?", se preguntó Azaña. Había, pues, que comenzar por crear un pueblo, un auténtico pueblo, conocedor de sus valores y lanzarlo esperanzadoramente: hacia un futuro que había que hacerle ver con claridad. Convertir las gentes desesperanzadas en un auténtico pueblo, consciente de sus posibilidades y aspiraciones, es lo que Azaña fundamentalmente se propuso. En definitiva: crear y potenciar un ideal nacional.

De alguna manera, en esto consiste, podríamos decir, la herencia de Manuel Azaña y la vigencia de su pensamiento, que sigue teniendo hoy capacidad de fermento, de levadura, de motor para dinamizar una sociedad que comienza a aletargarse y a perder la fe en las expectativas que le hizo concebir el advenimiento de la democracia.

Uno de los mayores méritos que yo le veo a Azaña es el de haberse construido en buena medida, y haberlo intentado en su integridad, una plataforma de lanzamiento asentada sobre los fundamentos de lo que era España en realidad, no en lo que había hecho de ella una historia plena de estériles contiendas, sobre la que no solamente no había sido posible levantar ese ideal de que hablábamos, sino que había empobrecido el país, tanto económica como culturalmente, hasta, los extremos esperpénticos en que lo retrató la generación del 98. El ruedo ibérico, en verdad, no era una plaza monumental, era un coso del pueblo, hecho a base de carromatos, trozos de madera, podrida y de hojalata, donde quien más quien menos se jugaba el pellejo y corría el riesgo de consumir su vida, no ya sin realizarse, sino sin ver siquiera un horizonte de realización para sus hijos.

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Azaña conocía bien esta realidad y la denunciaba con fuerza: "Cuando paso por algunas provincias de nuestro país, bellas esde la creación, miserables hoy, donde la pobreza española se ha comido hasta la corteza de los árboles y ya no queda nada por destruir, muchas veces me digo que nuestro país, por esa muestra, parece una tierra magnífica echada a perder por sus moradores. Pues bien: ese mismo estrago de la tierra española lo observamos todos en el espíritu español, más diricil de restaurar que el estrago físico, y tanto como hablamos y hablan otros del abandono de las riquezas españolas, que se pierden sin explotación, lo que yo más temo, lo que más me preocupa, a donde van a parar todos mis pensamientos, es a la pérdida de las fuerzas naturales del espíritu español, que no ha encontrado, hasta hoy, una mano amorosa que se ponga en cóncavo debajo del manadero y lo sostenga y lo acerque a los labios para que nuestro país pueda beber lo que tanta falta le hace". Palabras que siguen teniendo una cierta vigencia. Azaña escribía "pérdida de", pero no "falta de". España no había carecido siempre de dinamismo; simplemente lo había perdido. Pero todo lo perdido es recuperable. Pues bien, es lo que se preguntó Manuel Azaña y muchos volvemos a preguntarnos hoy ante el palpable desencanto y pasividad que se percibe.

He hablado del acierto de Azaña; de su visión de futuro, podría decir también. Aun conocedor de la triste realidad que le rodeaba, él no quiso hacer un arreglo, sino, como el auténtico estadista que era, formular un proyecto político digno de España, que es lo que hace falta también hoy día. Se podría argüir que la España de entonces no es la de ahora. Ciertamente. Aquella España caminaba con un siglo de retraso con respecto a Europa y la de hoy, mal que bien, comienza a alinearse con los países industrializados. Pero, precisamente por eso, la tarea actual es más difícil. Porque entonces se trataba de una realidad claramente visible. Saltaban a la vista las goteras y los desconchados, mientras hoy nos encontramos frente a un espejismo que parece hacer inútil hablar de reforma de las estructuras y de modernización de la sociedad. Sin embargo, ¿es de verdad oro todo lo que reluce? ¿Es que la falta de goteras y desconchados no es producto de un parcheo poco consistente y no producto de la construcción de un edificio verdaderamente nuevo y sólido?

Partiendo de la realidad que le rodeaba, hacer demagogia hubiese sido lo fácil. Pero Azaña apostó por lo difícil: por una España, como suele decirse tantas veces y cumplirse tan pocas, en que los ricos fuesen menos ricos y los pobres menos pobres, y en la que la cultura fuese pan para todos los espíritus. Evidentemente, en un proyecto así, no se trata de apostar por la burguesía dándole la espalda a los trabajadores y, mucho menos, a los desheredados. Se trata de que el desheredado no exista, ni tampoco el proletario en el sentido de clase marginada y sojuzgada por una minoría que tiene todo en sus manos, poder y recursos que

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emplea y reparte a su antojo. En consecuencia, de que la sociedad se iguale hacia un status digno, en el que no haya ni opresores ni oprimidos, sino en el que cada cual cumpla su papel según su preparación y capacidades, como producto, por supuesto, de una igualdad de oportunidades, de manera que las capacidades auténticas sean aprovechadas y nadie se instale en ningún estamento, podríamos decir, "por herencia". Sencillamente que todos puedan disfrutar de la misma calidad de vida, como reclaman las conquistas llevadas a cabo por la civilización de nuestra área geográfica, política y cultural.

Además de una auténtica vigencia de las libertades y no su simple reconocimiento formal se requiere la conquista de un bienestar social en el sentido en que nuestro momento histórico lo puede exigir, desde una perspectiva de solidaridad. A tres lustros escasos del final del milenio, no debería poderse hablar de justicia social en el sentido en que se hacía a principios de siglo. Pero la situación de determinadas personas (pienso concretamente en los parados) puede estar resultando tan infrahumana como haya sido cualquier otra en el peor momento de la historia. Ni el mejor y más duradero seguro de desempleo (y no es el caso) puede obviar el aniquilante trauma psicológico de las personas (especialmente los jóvenes) que no se pueden realizar en su papel de ser útiles, en el lugar que les corresponda, a su sociedad en general, a su familia y a sí mismos en particular.

Ejes fundamentales del credo político de Manuel Azaña eran, entre otros, los siguientes:

- La salvaguardia de la República pasaba por la primacía del poder civil y la auténtica soberanía popular plasmada en el ejercicio diario de los derechos y libertades ciudadanos.

- La República perecería si no promulgaba leyes que sancionaran los cambios de la sociedad contemporánea.

Son los mismos axiomas que, mutatis mutandis, especialmente poniendo Monarquía constitucional de corte moderno donde dice República, inspiraron la acción política de la transición y de los primeros Gobiernos de la democracia. De alguna manera, hoy se percibe que se han dado pasos atrás. Nadie que mire la historia reciente con objetividad podrá negar que los primeros años de la democracia fueron los de mayor vigencia de las libertades, los de una política más progresista, los de mayores niveles de diálogo político y social, los de una sociedad más dinámica, abierta e ilusionada. El dinamismo que esa política generó todavía sigue vigente, en ciertos aspectos sólo latente, pero recuperable. Por eso yo no creo que haya lugar al desencanto, a pesar de todos los pesares. Porque lo que importa, por encima de todo, es la democracia, que es la que, como diría Manuel Azaña, ha dignificado al pueblo español. Frente a esto, no es que no importen, pero importan menos, porque pueden corregirse con el voto, los errores técnicos y las incapacidades de la Administración. Todas las situaciones son superables, ya que, merced a la democracia, hemos conseguido la posibilidad de ser dueños de nuestro destino. Esperemos que, sobre esta base, ya irreversiblemente conquistada, todo lo demás nos venga por añadidura. No regalado, ciertamente, sino mediante el esfuerzo solidario, la ilusión, la esperanza y la participación ciudadana para vertebrar la sociedad y construir un mapa político en que nadie pueda sentir la tentación del dominio absoluto y de la arrogancia.

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