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Crónica de la melancolía de los indígenas

El brasileño Sebastiao Salgado expone en Huelva su visión de América

Dos indios de tierra fría -poncho oscuro, sombrero de ala corta, pelado horizonte de los Andes por encima de los 3.000 metros- señalan con el brazo hacia una realidad que no se ve en la foto. En la mirada se les nota sin embargo cierto respeto. Y se comprende cuando Sebástiao Salgado, el fotógrafo, explica que están señalando el rastro que dejó por entre las montañas la serpiente, la que trazó en su huida el cauce del río Culebra antes de perforar la tierra con la cabeza y crear el volcán del Chimborazo. Sí, el mismo en cuyas faldas meditó Simón Bolívar sobre el destino de América. La imagen, Ecuador 1982, pertenece una colección de nombre exacto, Otras Américas, que se exhibe en Huelva, desde el día 12, en el Mes de la Foto Iberoamericana.

Es una colección extraordinariamente homogénea por varias razones: porque estas imágenes huelen y saben, y porque no hay ni una sola sobre la que pueda tentar la sospecha de que no es América, Latinoamérica, la América indígena, melancólica, mestiza. Es homogénea, también, porque pertenece a ese desierto en el que los adjetivos de admiración dejan de ser calificativos para convertirse en descripciones objetivas y, por último, es homogénea porque no se parece a nada, pero resucita en el paseante emociones que creía eran de una vida anterior.Huelen. En Brasil 1980, por ejemplo, mientras una luz inclinada que entra por la puerta traza firmes fronteras en un bar-universo como son los de allí, lo que parecería la tarde se convierte en mañana muy temprano a causa de cuatro tazas boca abajo sobre una mesa. Y sobre todo a causa del olor del café presente en todo el cuadro. Porque hay un cuadro ahí, equilibrado con una espontaneidad que sólo consigue el fotógrafo que espera.

El frío de las montañas

Hay dos o tres olores que se imponen, de la misma forma que lo hacen ciertos perfumes en las fiestas. Y, sobre los tres olores, se impone el de la laña húmeda. Es el olor ácido del poncho mojado por la llovizna del páramo en octubre, que se suele confundir con esa bruma en la que se envuelven las iglesias de sólo una campana.Es la ruana oscura -siempre marrón color de hábito, siempre blanca o gris- del cura confesando, los mineros marchando en camión al tajo, sobre un fondo de cementerio, o la india recortada contra una puerta que no da a ninguna parte, la puerta del cielo la llama Salgado.

Es la ruana de la india boliviana del bombín, muy oscura y recortada contra unas vías de tren sin tren, unas montañas arrasadas por el frío, la lengua de un lago de plata, unas nubes de Viernes Santo. Sería una foto digna de Turner, del Van Gogh pintor de pájaros negros, del Münch del grito de no ser por ese indiecito que mira a su madre y sonríe; esa sonrisa vale un viaje hasta Bolivia a conocerle.

Cómo serán de ciertas, estas visiones, que serían en una inútil discusión la demostración empírica de que el cuentista Juan Rulfo fue un notario, que su delirio en Pedro Páramo sólo fue un reportaje bueno sobre un territorio en el que los vivos se confunden con los muertos y al revés. Para los escépticos bastará la imagen México 1980: indios de blanco, que llevan a hombros largos tablones como féretros, caminan tranquilos hacia algún sitio, tercos, en el mismo borde de una montaña construida sobre nubes.

Hay una foto del banquete de una boda en la que posan 33 comensales, incluidos varios niños, los novios y un bebé, y sólo una mujer sonríe, es la mulata simpática que se pone frente al señor que debe de ser el padrino pues es, con el novio, el único que lleva traje y el pelo nevado de confeti. La novia es la portada del catálogo, una novia en blanco y los muchos matices de gris que esculpen su rostro con trazos que parecen de piedra o madera. No lo es, pues no hay escultura que mire así, no hay escultura que acepte su destino, a los 28 años que tenía la novia aunque parecía de 45, con tamaña serenidad y además manteniéndose tan viva.

Cuando el comisario de la exposición, Luis Revenga, expuso ante el guardia civil de la aduana del aeropuerto de Barajas las grandes fotos de la colección de Sebastiáo Salgado le advirtió: "Son el trabajo de toda una vida". El guardia privilegiado miró las fotos una a una, al comienzo comentó "son indígenas" y luego quedó mudo; es comprensible. Al final cerró los cartapacios, hizo con la mano un gesto de bienvenida y le dijo a Revenga, quizá creyendo que era obra suya: "Le felicito".

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