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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Después del bombardeo

EL BOMBARDEO de objetivos militares -pero en zonas pobladas y causando decenas de muertos- llevado a cabo por la aviación norteamericana merece, como ya hizo patente ayer EL PAÍS en sus ediciones de Barcelona y Madrid, la más firme y severa de las condenas. Escribiendo una página negra en la trayectoria política de EE UU, el presidente Reagan ha manifestado el desprecio a unos principios e ideales que han dado prestigio a su país en los momentos brillantes de su historia.El ataque de la aviación norteamericana ha sido cometido en una zona particularmente conflictiva y delicada, y cabe prever complicaciones graves. Los proyectiles lanzados ayer sobre la isla-italiana de Lampedusa subrayan hasta qué punto el coronel Gaddafi, después de sus amenazas verbales, está dispuesto a cometer actos agresivos que, paradójicamente, sólo pueden servir para debilitar o anular la oposición que los países europeos han ofrecido a la acción estadounidense. Estamos ante un deterioro serio de la situación internacional, que puede trascender al Mediterráneo occidental para extenderse a otras áreas. Para nada se trata de fomentar el alarmismo innecesario, sino de reflexionar sobre los motivos objetivos de alarma que existen.

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Al insistir sobre el "éxito" de su operación militar, quizá la Casa Blanca quiere disimular el hecho de que el bombardeo del puesto de mando de Gaddafi no ha afectado -según todos; los indicios- personalmente a éste, aunque sí a una de sus hijas. Pero no es el aspecto militar el único que interesa en este caso. El bombardeo de ayer pone de relieve un proceso preocupante en la política exterior de EE UU: una inclinación creciente a basarla en métodos de fuerza. Es un dar la espalda a las Naciones Unidas, encargadas desde 1945 de resolver los conflictos, y cuya Carta establece, con precisión, los casos en que puede estar justificado el recurso a la fuerza; se prescinde asimismo del Tribunal de La Haya en las diferencias jurídicas. Washington parece querer comportarse como el nuevo gendarme del Mediterráneo. Es Washington quien unilateralmente decide que el Gobierno libio es el responsable de todos los actos terroristas; es Washington quien determina si las pruebas contra ese Gobierno son válidas o no; y es Washington quien emplea sus fuerzas armadas en zonas muy lejanas de su territorio para castigar o ejercer represalias contra ese Gobierno calificado de "culpable".

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No estamos exonerando a Gaddafi de esa culpabilidad, ni exculpándole del aventurerismo suicida de su política. Pero el método ensayado por Reagan rompe con una lógica política enraizada en Europa y descarta las normas de las relaciones internacionales en las últimas cuatro décadas. Si ese método se generaliza, y el caso de Nicaragua está muy presente en la mente de todos, los peligros de guerra aumentarán. Pero hay además serios motivos para preocuparse: la acción en Libia responde a un aumento del militarismo en la política exterior norteamericana, debido al peso creciente en el equipo de Reagan de personalidades ligadas al Pentágono, mientras se menosprecia el papel de personas con experiencia y capacidad de pensamiento en el terreno propiamente político o diplomático.

El argumento de que se ha bombardeo Libia para poner fin al terrorismo carece de toda lógica. Hace un mes, EE UU realizó actos de guerra en la misma región alegando la defensa de la libertad de navegación: el efecto ha sido, y era inevitable, el recrudecimiento del terrorismo. Al margen de las escandalosas provocaciones de Gaddafi y del apoyo material que ha dado a actos y organizaciones terroristas, salta a la vista que los bombardeos no pueden poner fin al problema. Más bien lo contrario: refuerzan, entre amplias masas del mundo árabe, las actitudes de fanatismo, muchas veces religioso, en las que se alimentan precisamente los grupos terroristas; dan a éstos nuevos motivos para cometer actos criminales a la desesperada. EE UU ha otorgado a Gaddafi, ante esas masas, un protagonismo mayor del que el iluminado coronel hubiese podido soñar. Sorprende por eso el primitivismo del pensamiento político que inspira la actitud de Washington. Por lo demás, no es Libia el principal Estado impulsor del terrorismo de raíz islámica: Irán, Siria -que es un fuerte aliado de la URSS- y Líbano podrían haber encabezado una lista de ese género. Y, si se quiere extender el análisis hacia la OLP, no podría hacerse sin condenar también los actos de terrorismo de Estado a los que Israel nos tiene acostumbra dos con sus represalias contra los campos palestinos (en las que parece haberse inspirado la última aventura de Reagan). Nos encontraremos así ante la dificil tarea de definir la divisoria entre el terrorismo y la guerra. Reagan ha dado, empero, un salto cualitativo y peligroso en ese terreno: un salto que beneficia a la ideología y a la actitud de los terroristas, que encandila el fanatismo y que merece una repulsa moral. El bombardeo de Trípoli se produjo a las pocas horas de una reunión extraordinaria de los ministros de Asuntos Exteriores de la CEE; por primera vez, éstos lograron reunirse en un plazo corto y en un tema de suma gravedad, que afectaba a sus relaciones con EE UU. El Gobierno español contribuyó, con el italiano, a esa convocatoria acelerada. El tema era la anunciada operación militar norteamericana. Los ministros adoptaron una serie de medidas que, en su aplicación, pueden reforzar la eficacia de la lucha contra el terrorismo. Denunciaron el papel que en ese orden desempeña Libia, pero se negaron a apoyar una acción militar e hicieron un llamamiento a la moderación. Estados Unidos ha actuado con desprecio hacia sus aliados europeos, muy pocos de los cuales han apoyado la acción después de cometida, y aun entre ésos, sólo el Reino Unido sin reservas. El corolario es saber cuál va a ser el futuro de la confianza entre los aliados. ¿Cómo fueron las consultas e informaciones entre ellos previas al ataque? ¿Qué es lo que se transmitió de esas consultas a las respectivas opiniones públicas? En todo caso, los Gobiernos europeos han sido colocados en una posición desairada por Washington, y algunos de ellos, colocados innecesariamente ante el punto de mira de las armas libias. La presencia de la escuadra norteamericana en el Mediterráneo y la existencia de las bases de EE UU en diversos países de nuestro continente tienen su justificación histórica y política en la defensa de la seguridad de Europa. Si EE UU utiliza esa presencia militar para afirmar su propia hegemonía, desoyendo incluso las opiniones de los Gobiernos europeos y creando situaciones peligrosas para la seguridad de esos países aliados, es evidente que algo no marcha. La necesidad de que Europa tenga una autonomía para opinar y para actuar crece considerablemente.

La URS S ha observado una actitud moderada en esta cuestión. Su advertencia de que las esperanzas sobre las conversaciones de Ginebra se ven en peligro, no puede considerarse todavía el equivalente a una ruptura con Washington. La estrategia de Gorbachov, centrada en la reforma interior, le empuja a evitar toda agudización de las tensiones con EE UU. Pero es dificil suponer que Moscú acepte renunciar, por pequeños pasos, a su situación de gran potencia a escala mundial. La actual evolución oscurece las perspectivas abiertas en la cumbre de Ginebra; la línea de Gorbachov puede encontrarse con grandes dificultades, y no puede descartarse el retorno, de una u otra forma, de una línea dura.

Por último, en la actitud del Gobierno español existen aún puntos oscuros que deben ser aclarados. En concreto, no se entiende por qué la visita del general Walters a Madrid ha permanecido secreta, mientras en Londres, París, Bonn y Roma fue anunciada y pública. ¿Qué hay detrás de esa diferencia? Solamente una explicación clara podrá deshacer la sensación de que España ha pedido, o aceptado, un trato distinto. Ignoramos las razones para que esto haya sido así.

En definitiva, son todavía muchas las interrogantes abiertas tras el ataque del martes. No sabemos cuál será la reacción próxima de Gaddafi, el grado de unidad que el mundo árabe pueda obtener en torno a él, las consecuencias para la política de los países productores de petróleo y la evolución en las relaciones entre las naciones aliadas europeas y un socio tan arrogante como el del otro lado del océano. Algo es seguro: desde el martes ha aumentado la inseguridad en el Mediterráneo y con ello la frustración de Europa. Esperemos que los representantes de la CE, que se reúnen mañana, jueves, en París, sean capaces de encontrar respuestas válidas a la constante amenaza terrorista del integrismo islámico en la zona y a la dureza irracional de la represalia norteamericana.

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