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Dúplica sobre el monumento a la Constitucion y apostilla final

El autor del monumento a la Constitución de Madrid responde por segunda vez a las acusaciones del arquitecto Miguel Fisac de que dicho monumento es un plagio del proyecto de Max Bill dedicado al prisionero político desconocido.

A la vuelta de vacaciones he tenido conocimiento del artículo Réplica a una réplica sobre el monumento a la Constitución, publicado en EL PAÍS el pasado 26 de marzo, y apenas me ha sorprendido comprobar que su autor, Miguel Fisac, no hable en él del meollo de mi respuesta a su temeraria afirmación de que el monumento a la Constitución de Madrid, del que soy autor, es un plagio del proyecto de Max Bill para el monumento al prisionero político desconocido; ni que, en su lugar, repita una vez más la conocida cantinela que suele entonar en todos los medios a los que se asoma. A saber: primero, que sus combates de sedicente cruzado contra "toda clase de desmanes urbanísticos" lo han convertido, profesionalmente, en mártir; y segundo, que su arquitectura no es apreciada por los arquitectos españoles -ni tampoco por el Gobierno, según nos cuenta- por la mera razón de que él no imita a nadie,- rotunda afirmación que aúna la petulancia -de la que ya ha dado muestra al concederse a sí mismo y negar al jurado del concurso la clarividencia para advertir el supuesto plagio y esa disposición del ánimo que Borges atribuye a nuestro tiempo: la devoción de la ignorante superstición de la originalidad.Acusación infundada

Sobre mi respuesta a su acusación -que he calificado de infundada, puesto que la naturaleza y la estructura del monumento de Max Bill y del mío son diferentes y, además, los elementos que configuran ambas obras aparecen también en otras-, Miguel Fisac no hace, en efecto, ningún comentario, según declara expresamente, y a cambio exhibe como presunta prueba en defensa de su tesis dos fotograflas que, para forzar las semejanzas entre las dos obras que se obstina en identificar, han sido cuidadosamente manipuladas del modo siguiente.

En primer lugar, Fisac no muestra -y, por consiguiente, no compara- las dos obras en su integridad, sino sólo un aspecto parcial de cada una de ellas: una cara del cubo de la Castellana y una de las caras de uno de los tres cubos del proyecto de Max Bill. La astucia que esconde esta reducción interesada del campo visual se pone de manifiesto al comprobar que la fotografía del monumento de Madrid ha sido recortada precisamente por una de las aristas del cubo, con la evidente finalidad de impedir que la aparición en escorzo de otra de las caras, al ser cotejada con su homóloga en el cubo de Bill, venga a turbar esta operación de forzamiento de las semejanzas. Tal precaución parece indicar con claridad que la pretensión de Miguel Fisac no es precisamente suministrar al lector un conocimiento cabal de las obras en discusión, condición necesaria y previa a la consideración de cualquier plagio.

En segundo lugar, la fotografía del monumento de Madrid aparece tan velada por la sombra que en ella apenas se pueden apreciar -y, por tanto, comparar con sus homólogos- otros detalles que no ,sean la forma cuadrada y el abacinamiento general de la cara. Resulta curioso advertir que cuando Miguel Fisac se sitúa en el equívoco terreno de los detalles para rastrear el plagio no sea posible, sin embargo, extender las comparaciones a todos los detalles.

En tercer lugar, se ha utilizado el mismo punto de fuga de la fotografía de la maqueta de Max Bill en la del monumento de Madrid y, además, se han recortado ambas fotografías de tal forma que las caras de los cubos resulten del rriísmo tamaño, todo ello con la evidente intención de obtener un efecto de duplicación y repetición que induzca inconscientemente a identificar, al primer golpe de vista y sin más precisiones, ambas obras.

¿Cuál es el resultado final de esta operación de camuflaje? Pues que, a pesar de los esfuerzos, las imágenes no han resultado idénticas, condición que cuando menos deberían cumplir, puesto que Fisac parece haber renunciado a buscar el plagio en lo esencial de las obras. Si hubiera reducido aún más el campo visual -a costa de alejarse simultáneamente del verdadero territorio del plagio: los aspectos sustanciales, como ya he señalado-, Fisac habría advertido que la identidad hubiera podido lograrse dirigiendo el foco exclusivamente a las escaleras de entrada al cubo. ¿Es allí donde se localiza el plagio? ¿En una cuarta parte de la superficie de la cara? Pocas nueces para tanto ruido si fuera así. Pero,, en cualquier caso, no es posible saberlo: la respuesta de Fisac es el silencio, que él pretende avalar con esa supuesta verdad contra la que nos han alertado los semiólogos: que una imagen vale más que mil palabras. ¿Es eso cierto? ¿Ocurre así en este caso? ¿Las imágenes de Fisac nos dan cuenta de la estructura formal de ambas obras y nos señalan, con precisión y sin ambigüedad, en qué consiste el supuesto plagio? ¿No sucederá más bien que muchas veces la imagen sirve para ocultar un pensamiento vagoroso e incluso para dar por sentada la- existencia de un pensamiento que no existe en realidad? Sin embargo, lo que sí ha puesto Fisac en evidencia ha sido otro rasgo de ese tipo de crítica inane -que, como nos ha recordado, él ejerce con pertinacia desde hace más de 30 años- a la que me refería en nú respuesta a su artículo: la sustitución de la palabra, del pensamiento, del discurso, por el sobreentendido, el guiño y el juicio a bulto, rasgos que configuran un rostro muy parecido al del terrorismo intelectual.

Tema de fondo

Fisac sabe, sin duda, que muchas veces la fotografia no puede recoger la integridad constitutiva de una obra -circunstancia que proporciona un significado adicional a su operación reduccionista- y hay que recurrir a alguna de las formas del dibujo para poder explicarla. En el caso del monumento a la Constitución, en el paseo de la Castellana de Madrid, por ejemplo, es prácticamente imposible fotografiar desde fuera las escalinatas que continúan ascendiendo por la cubierta, las cuales constituyen un elemento esencial que sólo puede ser percibido entrando en el monumento. Por esta razón, en mi artículo de respuesta incluía una serie de dibujos de algunas de las obras que mencionaba en el texto -y que no fueron publicados, por desgracia-, con el fin de ayudar a explicar las similitudes de todas esas obras entre sí, incluida la de Max Bill. Hoy, después de la muda manipulación de Miguel Fisac, no tiene sentido volver sobre ellos. Por eso mélimitaré simplemente a aportar, a mi Vez, otras dos fotografías de las mismas dos obras que Fisac se obstina en identificar y que difieren de las suyas en un aspecto fundamental: son completas. Así el lector podrá saber con más exactitud de que se esta hablando.

¿Es posible en tales condiciones debatir lo que me parece el tema de fondo de esta polémica, a saber: la posibilidad de que los símbolos no figurativos puedan ser manejados y dispuestos con la misma libertad con que se manejan y disponen los símbolos figurativos? Si la justicia, la fortuna, la Constitución, etcétera, pueden ser reiteradamente representadas por una figura de mujer, sin que por eso a nadie se le ocurra hablar de plagio y sin que las semejanzas de representación -que pueden llegar a tal extremo que, salvo por la inscripción al pie y algún accesorio simbólico (una balanza, un cuerno, etcétera), resulte imposible averiguar quién es la representada- sean obstáculo para que los críticos se libren a la consideración de cómo esos símbolos han sido dispuestos, ¿no es lícito conceder esa misma posibilidad a cubos, pirámides, escaleras, esferas, etcétera, y admitir la discusión sobre la diferente formalización que en cada caso se realiza?

Por lo ya visto, dudo que un debate sin cartas marcadas pueda ser posible con Fisac. Por tanto, ya sólo cabe concluir que, excluida a estas alturas la ignorancia, el dilema -ignorancia o mala feque yo atribuía en mi respuesta al origen de la sumaria acusación suya se ha resuelto finalmente en mala fe.

De modo que -a menos que Fisac me obligue a trasladarlo a otras instancias, donde las pruebas deben ser más explícitas y contundentes- doy por concluido este debate que más parece un monólogo, puesto que mi interlocutor apenas ha escrito más allá de media docena de palabras sobre el tema y ninguna sobre la sustancia del supuesto plagio. Por tanto, no volveré a responder al silencio por más que gesticule.

Miguel Ángel Ruiz-Larrea arquitecto y autor del monumento a la Constitución.

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