Viajeros y mercados
Ahora que, según parece, nuestras relaciones con el reino de Marruecos parecen marchar por buenos derroteros con la pasada visita de nuestro Monarca, conviene recordar que África está ahí, vecina y a la vez lejana, como quien dice, al alcance de la mano. A un lado y, otro del Estrecho se extiende en blancos caseríos que a cualquier hora duermen y sueñan cargados de nostalgia que es, difícil imaginar. Son campos que van de Ceuta a Tetuán, de color rojo brillante, con casas recubiertas con chapas de metal. Hay una tradición española que, desde Badía a Murgo y Marategui, cuenta la historia de una perdida amistad. Del mismo modo los recuerda la ciudad de Fez, ceñida por sus murallas carcomidas y sus colinas verdes rodeando sus arrabales. Sus baños públicos y sus cementerios para bañistas del, más allá, traen ante los vivos una serie de rostros de barro, cansados, unos pies embutidos en bíblicos zapatos, retorcidos de tanto caminar. Hebreas majestuosas, ciegos que se acompañan convertidos en mutuos lazarillos buscando una luz que nunca verán, que ilumina sombríos callejones repletos de niños con la cabeza untada de pomada de color; librerías donde ni los libros caben; carnicerías con el dueño durmiendo al sol, apoyado su rostro en un cordero recién muerto; sastres con su niño ayudante cortando y cosiendo con paciencia y amor. La vieja ciudad rezuma rumor de pasos, carcoma, tinieblas, toda una vida sobre la que cruzan muchas veces al día las famosas cigüeñas que se alejan camino de Marraquech.Por otros caminos, no demasiado lejos, cruzó cierta vez otro rey hacia Alcazarquivir. Todo el mundo entorno se había vuelto mágico y violento con la llegada de tropas de diversas naciones. Venían aquellos soldados entre las hogueras que enciende el otoño, dispuestos a reñir batallas antes que con el rey consigo mismo, como decididos a solventar la cuestión, de ser o no ser, de morir o no morir, del mejor modo posible.
Sobre la villa, en un agosto de polvo y sed, de ríos secos y soldados hambrientos, las colinas se extendían transparentes. El ejército hervía en las aldeas no tan distintas de las de Castilla, dispuesto a reñir batalla, como en una nueva cruzada.
Por entonces los conflictos se resolvían a menudo por la fuerza de las armas; y así la historia de los dos países, de España y de Marruecos, está hecha de avatares y victorias, de batallas y algaradas.
Ahora, tras del viaje de nuestro Rey, se diría que las lanzas de antaño se han vuelto cañas; esperemos que así sea por los siglos de los siglos y no se torne a la historia de siempre como si se tratara de nuestras eternas guerras con el vecino Portugal.
Resulta digno de atención comprobar que los pueblos son más capaces de entenderse, no cuanto más vecinos son, sino cuanto más maduros parecen. Portugal hubiera podido ser parte de España de no mediar los Reyes Católicos, que convirtieron a nuestra vecina de amiga en potencia y posible enemiga. Aunque siglos más tarde Felipe II prometió respetar las libertades, los portugueses sólo vieron en él a un conquistador; bien es verdad que los españoles les pagaron en la misma moneda, es decir: con un constante desdén y rotundo desamor. A sus recelos, los españoles correspondieron con la indiferencia, en tanto los castellanos ignoraron a incluso su arte y sus letras, a pesar de correr con los suyos paralelos.
Sin embargo, cuando Felipe II quiso ser rey del país hermano no hizo sino confirmar que España era el primer adalid de la fe. La Iglesia misma lo reconoció haciendo crecer aún más nuestro orgullo sabiendo que nuestras posesiones se extendían más allá del ancho mar, Portugal y Marruecos incluidos. España, mientras tanto, no tiene sólo escudos, moneda que domina el mundo tanto que sus enemigos la aceptan como aquellos que hoy se enfrentan a Estados Unidos de América. Lo mismo que hoy, a su poder militar se unía el económico.
La razón, sin embargo, nunca está en un solo lado; España lucha contra todos por mantener la fe, de igual modo que hoy el comercio es causa de luchas constantes por encima de cualquier vicisitud guerrera que queramos señalar. Pues por mucho que se hable de la fe o de Alá, de libertad o independencia, el comercio siempre andará royendo las raíces de cualquier sociedad en crecimiento. Comercio y capital son la razón suprema, en mucho o en poco, de toda cuanta política se hace para llevar al molino de la civilización aquello que supone el porvenir del hombre.
El resto son sólo pálidas sombras que proyecta la luz dorada de esas monedas que fustiga Quevedo en sus sátiras. De los Fúcar al dólar actual todo lo mueve, hace nacer o mata, o simplemente mantiene lejos de cualquier actitud.
Así, la visita de los reyes no es ahora de índole política, sino comercial, del mismo modo que sus sueños. El resto: Inquisición, imperio, ligas santas, revoluciones, profecías y protestas son sólo nubes de humo, con lo que nos intentan ocultar la realidad. Así deben juzgarse esos nuevos viajes, tan distintos de los de otros tiempos. Son como los de Colón: lo primero es abrir paso a un mercado; el resto resulta secundario desde los tiempos de Ulises hasta hoy.
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