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Tribuna:LA INFLUENCIA DE ESTADOS UNIDOS, A DEBATE
Tribuna
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La 'cuestión canadiense'

Al final de una etapa de grandes cambios internos, para Quebec se ha cerrado una época de sueños elevados y amargas desilusiones, pero que ha reafirmado, de manera indeleble, el carácter francófono de su sociedad y la posibilidad de acceder, aunque tímidamente, al mundo de los negocios, aún reservado a una restringida minoría anglófona. Pero una vez atemperados los ímpetus, la crisis económica ha vuelto a resucitar otro viejo demonio de la política nacional: las relaciones con Estados Unidos, su primer cliente y principal inversor. A la cuestión quebequense ha sucedido la cuestión canadiense, cuyo origen e'stá en las negociaciones con EE UU para eliminar, a efectos comerciales; la frontera. El debate nacional, ahora, no se plantea sobre los nacionalismos del este ni sobre las tentaciones centrífugas del oeste, sino sobre el sur, es decir, sobre la influencia cultural y económica de EE UU.Poder de la provincia

A principios de la década de los setenta, las desigualdades y un sistema federal que concede a las provincias todos los poderes, con las excepciones de la política exterior y de la defensa, provocó la acentuación de unas fuerzas que, basadas en una particularidad cultural -caso de Quebeco en las riquezas del subsuelo -caso del oeste- amenazaron el futuro de la federación. En los años ochenta, por el contrario, la caída del negocio petrolífero, que dio pie a la peor crisis de la banca del país en sesenta años, ha terminado provocando que el electorado, de Quebec a Columbia Británica, parezca hacer oídos de mercader a los cantos de sirena ideológicos. Ante la amenaza del proteccionismo y de la potencialidad estadounidenses, los conservadores, en el poder desde hace dos años, apuestan ahora por el free trade, el libre comercio con EE UU, que, aunque todavía en agraz, divide al país y amenaza con descafeinar definitivamente el modelo canadiense.

En un país tan necesitado de mercados, a falta de uno interno en consonancia con su capacidad productiva, el debate no hace sino reproducir una añeja polémica histórica. El primer jefe de Gobierno canadiense ya ganó, en el siglo XIX, unas elecciones gracias a unas tarifas aduaneras, y los liberales, actualmente en la oposición, fueron derrotados en 1911 por defender el libre comercio al que ahora se oponen en nombre de la identidad nacional.

En Quebec, tras el referéndum de 1980, en el que fue rechazada la soberanía-asociada con Canadá, las aguas han vuelto al cauce del federalismo. El liberal Robert Bourassa, primer ministro de Quebec de 1970 a 1976, ocupa otra vez el cargo, después de la severa derrota sufrida en diciembre pasado por los nacionalistas del Partido Quebequense tras ocho años de gobierno del vehemente René Lévesque. Quince años atrás, cuando la revolución tranquila dejó paso al terrorismo de una docena de militantes del Frente de Liberación de Quebec, Bourassa alimentó la idea de que con los independentistas el dinero huiría hacia Ontario, la poderosa provincia industrial anglófona. Bourassa no se equivocó, y ahora, tras la última retirada de Pierre-Elliot Trudeau y una pronunciada crisis de inversiones en beneficio de Toronto, los francófonos esperan que su cambio de opinión ponga las cosas económicas en su sitio.

Tras la tormenta, el pragmatismo de los nuevos líderes de una era dominada por la revolución conservadora de Ronald Reagan explica en buena medida los cambios operados. En esta década, los quebequenses buscan la identidad nacional, según un portavoz de la Unión de Escritores de Montreal, "a través de la reflexiónde la vida cotidiana", y votan al Partido Liberal -que está por las desnacionalizaciones y no por la guerra de las banderas-, aunque aborrecen a su líder, Bourassa, al que obligaron a realizar una triquiñuela legal para ser elegido.

En Ottawa, la capital federal, un hombre sin partido, James Durrell, de 39 años, ocupa la alcaldía después de una carrera electoral en la que confiesa haber participado "porque era un desario dirigir una empresa con 4.000 empleados". Y en Columbia Británica, Bill Bennett, segundo de una dinastía que ha gobernado la provincia durante casi tres déca-das, se mantiene en el poder gracias a sus grandes proyectos, el último de ellos la Exposición Universal de 1986, y pese a una controvertida gestión.

El caso del primer ministro,

Brian Mulroney, es paradigmático. En el poder desde 1984, hace de su reafirmación de los principios fundamentales del sistema y de la oposición al proteccionismo su única gran arma política. Por su decisión y aparente desparpajo, Mulroney, de Quebec y bilingüe, podría recordar a Trudeau si no fuera por su conservadurismo y mal carácter irlandés. En un reciente debate, un diputado recordó a la Cámara que en cierta ocasión un influyente diario norteamericano calificó a Mulroney de "PGD de una firma estadounidense instalada en Canadá". Mulroney dio un respingo y espetó al diputado que sobre este tema debía preguntar a su hermano que trabaja en EE UU. No hubo dúplica.

Relación con EE UU

Un caso parecido al de la empresa británica Westland ha puesto de relieve en Canadá cómo las relaciones con EE UU vuelven a ser la pieza clave de su política. En Canadá, la actuación de Mulroney en la venta de la inífica industria aeronáutica De Havilland a la Boeing estadounidense ha sido interpretada aviesamente por la oposición, para la que el secreto del asunto sería el de Polichinela.

Las actuales relaciones con EE CU se basan en el buen entendimiento entre el presidente y el primer ministro, como ocurrió en los años treinta, cuando el temor a la anexión dejó paso a una era presidida por la buena relación personal existente entre Roosevelt y King, primer ministro de Ottawa. Después, Kennedy y Diefenbaker no congeniaron, y el posterior declive estadounidense también se reflejó en las relaciones con Canadá, que' no quiso asociarse estrechamente a un gigante decaído.

Una década más tarde, coincidiendo con el regreso de América, la situación parece haber retrocedido, al menos a nivel oficial, a los tiempos de aquel primer entendimiento, aunque las razones de fondo sean distintas. En 1979, Reagan lanzó, como candidato a la presidencia, la idea de un acuerdo para compartir las enormes riquezas de Norteamérica entre EE UU, Canadá y México. El plan, que fue rechazado por Trudeau, se convertiría con el tiempo en la propuesta de libre comercio que tan apasionadamente defiende Mulroney.

La cuestión del libre comercio con EE UU divide el país hasta el punto de perfilar un nuevo mapa. La desaparición de la frontera a efectos comerciales es defendida por las provincias occidentales y ricas en materias primas, que se frotan las manos ante las perspectivas que ofrece el mercado estadounidense; por su parte, las provincias industrializádas y con poderosos sindicatos -Ontario y Quebec- se oponen radicalmente; temerosas de la competencia del vecino del sur. Esta división, alejada de cuestiones ideológicas, no respeta tampoco a los partidos, que de una provincia a otra cambian de postura. La negociación EE UU Canadá, que debe celebrarse este año, encierra algo bien distinto al mercado interior qué se propugna en la CE.

El impacto del libre comercio superaría, en caso de aprobarse, los límites estrictamente económicos, como el mismo Gobierno reconoce al señalar que el sector cultural sería protegido para "salvaguardar la soberanía" de un país en el que, según afirma Walter Pitman, del Arts Council of Ontario, "un 90% de las publicaciones que se venden son estadounidenses". Planteado el debate entre apocalípticos -"el miedo real al libre comercio es que el país desaparezca", dice Pitman- e integrados -"permanecer vivos o defender la identidad", afirma P. Dingledine, director del gubernamental Investment Promotion-, lo que parece evidente es que con el libre comercio diricilmente permanecerían aspectos fundamentales del sistema canadiense que hasta ahora han escapado al compromiso prácticamente teológico con los incentivos del mercado.

En un país tan diverso, donde las provincias marítimas miran hacia Europa, Quebec es francés, Ontario pertenece al denominado cinturón de hojalata del este, las provincias de las praderas tienen más en común con EE UU que con el resto de Canadá, y donde la Columbia Británica se proyecta hacia el Pacífico y recibe las primeras fortunas que abandonan Hong Kong, el debate, dados los intereses enfrentados, puede reactivar las tensiones interprovinciales. Y éstas podrían ser especialmente duras en Quebec, donde la crisis, desde Tocqueville, es un mal crónico en un país donde lo consustancial del problema con EE UU es seguir siendo problema.

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