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El fin de la 'obra abierta'

No sé si algún crítico ha estudiado las analogías entre la creación del mundo (por obra de Dios, del Big Bang o por la acción mancomunada de ambos) y la creación literaria por parte del autor. En cualquier caso, lo que en ambas hipótesis más cuesta creer o imaginar es uno y lo mismo. No tanto la fertilidad o fuerza expansiva del Creador como su capacidad de autocontrol: de retracción o abstención. El mayor misterio de la creación, como el mayor problema de la moderna biología, no es el modo de activar, sino precisamente de inhibir sus propios mecanismos de proliferación de sí mismo y rechazo de todo cuerpo extraño.En efecto: ¿cómo conseguir no estar en lo que se ha hecho? ¿Cómo manufacturar un acontecimiento que se le vaya a uno de las manos y adquiera vida propia? ¿Cómo generar esta explosión controlada gracias a la cual, las criaturas adquieran una lógica y un libre albedrío que acabe por despegarlos de su autor?

Tanto la teoría teológica como la literatura se han visto cernidas por esta paradoja desde que perdieron la inocencia y fueron expulsadas de lo que era sus doctrinas naturales, a saber, el monismo y fatalismo. Para esta doctrina todo es lo mismo (con lo que los papeles de autor y actor se confunden), y todo está escrito desde siempre (con lo que los avatares en que los hombres parecen sumidos no es sino el momento negativo que los separa aún de ellos mismos). En cualquier caso, la verdad de este negativo que es la vida ha sido ya revelado aunque no podremos asistir a su proyección hasta la otra vida. En esta hemos de contentarnos con ver la verdad como las diapositivas, a contraluz y con ayuda de la hermenéutica.

La doctrina de la creación rompe este esquema coherente e introduce en el cuadro una paradoja insalvable de la que las dos primeras novelas -El asno de oro y El Quijote- son todavía testimonio. El autor pierde a su personaje, el personaje pierde sus papeles, y aparece de inmediato el imperativo del libre albedrío o de la obra abierta. A Dios o al autor no les queda ya otra que hacerse ahora garantes de esta apertura y libertad por lo mismo de la canción: "María Cristina me quiere gobernar / y yo le sigo, le sigo la corriente / porque no quiero que diga la gente / que María Cristina me quiere gobernar". Es el único, el último recurso que les queda para dominar aún a sus criaturas: ordenarles su propia libertad.

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¿Pero cuál puede ser este núcleo independiente que, despegado ya de la voluntad y la gracia del autor, va a constituirse ahora en el auténtico protagonista de la historia? Los hijos, rezaba el dicho, nacen con la barra de pan bajo el brazo. Y también el cristianismo, que es quien introdujo la escisión entre el creador y su obra, es el que aporta ahora los sustitutos necesarios y complementarios para el moderno desarrollo de la novela-la historia como hazaña de la libertad. ¿Qué sustitutos? Por un lado, el núcleo independiente de un alma, de un sujeto interior, espiritual y libre. Por otro, un mundo externo, inesencial y meramente extenso, donde el individuo puede desplegar todas las facetas que en ningún caso comprometen su esencia espiritual. Constituido en lo que llamó Hegel, y en francés, el côté aventure del sujeto, el mundo externo no es ya el desarrollo de un destino ineluctable, sino vacío escenario de un alma borracha de interioridad. De una interioridad que adquirirá un nuevo grosor al ir haciéndose primero típica y luego característica o sintomática de un Volkgeist, un medio social, una clase económica, un inconsciente colectivo, un trauma infantil, etcétera.

La traducción literaria de esta interioridad se resuelve por fin en un protagonista o personaje que se le escapa al autor de las manos -por lo menos esto dice el autor- hasta llegar a sorprenderle a él mismo, y -en una obra igualmente abierta en la que el lector tiene a su vez la posibilidad -por no decir la obligación- de intervenir o participar. Así es en definitiva cómo en la época moderna el indeterminismo y la apertura operan en el arte como contrapunto ideológico del determinismo científico establecido.

Pero el ingreso de la física en el mundo aleatorio de las catástrofes y fluctuaciones parece haber dejado sin legitimidad o aun sin función al personaje y a las obras abiertas. Es el momento posmoderno en que personajes y acontecimientos literarios empiezan a cerrarse y consolidarse. Sin destino que los oriente desde arriba, sin subjetividad que los anime desde dentro, pronto adquieren una fijeza y densidad casi míticas que aúnan el fatalismo del primero y la inmanencia de la segunda. La obra que hasta hace poco no se sabía -ni se quería saber- dónde iba a terminar, se transforma por fin en riguroso desarrollo de un acontecimiento tan trivial como ineluctable.

Esto es por lo menos lo que ocurre en las dos últimas obras cerradas de García Márquez: un acontecimiento inaugural -la muerte anunciada, el flechazo hibernado- que toda la obra no hará sino desarrollar o desenlazar punto a punto. Yo ponía el prólogo al final del libro De la modernidad. García Márquez nos enseña todo lo contrario: a comenzar por el epílogo. Incluso los personajes secundarios se presentan ya con la etiqueta de las instrucciones para el uso en la obra: desde su aparición (página 267), sabemos que Leona Cassini no se acostará nunca con Florentino Ariza. El cumplimiento toma así el lugar del acontecimiento: el desarrollo lógico instituye el fatalismo mítico y la deducción barroca á la inducción social o psicológica.

Yo creo que en éstas estamos. García Márquez se ha encargado de mostrarlo. Sólo falta alguien como Jorge Wagensberg o Antonio Regalado que sepa y quiera acabar de explicarlo.

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