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Tribuna:MADRID RESUCITADO
Tribuna
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Tirso de Molina

En esta plaza oblonga y descabalada que señala los confines del Rastro y de Lavapiés, territorio de la manolería, nuestra madre la Iglesia se ha tomado cumplida revancha de uno de sus seculares enemigos, el progreso, representado en efigie por don Juan Álvarez Mendizábal, que suprimió las congregaciones religiosas y expropió las inexpugnables posesiones del clero.Es una historia antigua. En el lugar que hoy ocupa esta plaza existía, hasta la desamortización de Mendizábal, un convento mercedario que contó entre sus reclusos con fray Gabriel Téllez, Tirso de Molina, que hoy le presta su seudónimo al contorno y se asienta como involuntario inquisidor en un pedestal que los madrileños dedicaron al héroe de desamortización, héroe que, como todos, tenía los pies de barro, pues los territorios incautados a la Iglesia y a los nobles no tardarían en ser reprivatizados y puestos en manos de ávidos capitalistas terratenientes para que el Estado sufragara los domésticos conflictos carlistas. Ecuánime, Mendizábal le quitaba a Dios parte de sus posesiones terrenales para sufragar una guerra contra los que se levantaban en su nombre y protegidos por el escapulario enarbolaban el estandarte de la tradición contra el del progreso.

El primer round del singular combate fue ganado por Mendizábal, la plaza surgió como un símbolo de los nuevos tiempos; al fin y al cabo, los madrileños habían ganado algo con la desamortización, y este terreno ganado a la reacción quisieron dedicárselo al progreso e instalar allí la estatua del desamortizador.

No fue un empeño fácil, pero tras largos y enrevesados trámites don Juan fue inmortalizado en la piedra, y en 1869, tras una emotiva ceremonia en la que intervinieron el general Serrano y un niño, nieto del homenajeado, quedó inaugurado el monumento. Pero en su afán de correr tras el progreso los madrileños sé olvidaron de inscribir en el pedestal el nombre y los datos del ministro que durante 35 años se exhibió en el más riguroso anonimato ante la perplejidad de los foráneos, que pensaban hallarse ante un monumento al "político desconocido".

Por fin en 1904 se subsanó el error, aunque nunca figuró bajo la estatua el verdadero nombre del político, que en realidad se llamaba Méndez y se había cambiado a Mendizábal para darse pisto.

Hoy del progreso apenas quedan en la plaza breves rastros, sólo un decadente teatro y unos almacenes vetustos que siguen llevando su nombre. Cuando las fuerzas de la tradición entraron a sangre y fuego en la ciudad, con un siglo de retraso sobre el horario carlista, se apresuraron a borrar el nefando rótulo y la plaza pasó del progreso a la reacción y recibió la estatua del fraile mercedario como una simbólica reposición del poder clerical sobre el contorno.

Al margen del conflicto, fray Gabriel tiene ciertos derechos sobre la zona, y es posible que su fantasma merodee todavía por estos andurriales, pues el dramaturgo se alojó largo tiempo en una celda del extinto convento con una ventana que daba a la calle del Burro, hoy de la Colegiata.

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Ni invasiones ni decretos lograron borrar el carácter popular y libertario que le da a esta zona su proximidad al Rastro y al Avapiés, carácter que hoy subraya el menestral reclamo de la CNT, pero que en los tiempos de la dictadura representaba heroicamente el Club de Amigos de la Unesco, último baluarte, siempre amenazado, de la libertad de expresión, ágora concurrida por intelectuales canosos, jóvenes barbudos, proletarios concienciados, supervivientes de la resistencia y aspirantes de la brigada político-social que echaban miradas de reojo a los archivos y tomaban nota de lo que allí se decía, sin comprender muy bien de lo que se trataba, pero seguros de que tanta perífrasis ocultaba misteriosos designios subversivos.

Hoy en sus inhóspitos jardines la plaza acoge sobre todo a gentes de paso, vendedores y compradores al por mayor que asaltan los comercios especializados, centrales distribuidoras de moda, bisutería y artículos de fiesta o de regalo. Vendedores ambulantes y dueños de boutiques ultramodernas se abastecen en los alrededores de la plaza, en la que abundan también los baratillos callejeros.

En el largo túnel de la Madrileña comparten el largo mostrador castizas parroquianas y árabes sin turbante, colegialas e individuos de aire turbio y mirada furtiva que gozan con la amplitud de la oferta gastronómica que se ofrece alineada en estricta formación sobre la barra kilométrica. Ésta, inesperadamente, baja de nivel en los últimos metros, provistos de pequeños taburetes que hacen sentirse incómodos y hasta vulnerables a sus usuarios.

Otro establecimiento de la plaza célebre por sus cualidades nutricias es el bar Mariano, reducto de auténticos artesanos del bocadillo, que elaboran a la vista del público el producto pesando en la báscula su relleno para mayor confianza.

En un ángulo de la plaza, enfilando hacia la calle de la Magadalena el teatro del Progreso revive de forma efímera sus mejores tiempos con el retorno de Antonio Molina, reverenciado ahora como patriarca de una dinastía de excelente fotogenía, pescador de coplas que tiende con éxito sus redes en este barrio menesrtral y nostálgico. En la plaza del Progreso el centro de Madrid cambiaba de apellido y de altitud, aquí empezaban, según el léxico burgués, los barrios bajos, los de más noble y castizo apellido: Embajadores, El Avapiés y la Ribera de Curtidores.

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