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Elogio del panfleto y reivindicación de la demagogia

José María Izquierdo

"Reventaremos de tanto trágala", asevera, cejijunto, el pobre José K., viejo militante de izquierdas, atónito ante este pantano de mediocridad. Su afán observador le lleva a constatar cómo el uniforme del respeto a las normas de convivencia democrática ha vestido a todos los contendientes con la misma chaqueta, similar pantalón e idéntico calzoncillo. Apenas sí existen diferencias en las formas empleadas por izquierdas y derechas. Perdieron las primeras el coraje que da la lucha y contemplaron las segundas, con íntima satisfacción, cómo los otrora lobos carnívoros se acercan hoy al redil, no para la depredación, sino para aprender a balar. En la salida de la transición, enterrada la espada más limpia de Occidente, la izquierda, que era quien tenía que correr porque la derecha vivía instalada en la meta desde tiempos inmemoriales, perdió en un mismo envite sus dos únicos dominios: la calle y la palabra. A la tarántula le quitaron la piedra y el palo, y ella sola, para rematar la faena, se arrancó el aguijón. Pobre animalito, hermana cucaracha, qué orgulloso estaría de tu transformación el humilde monje de Asís.Ocurre que José K. no se quita de la cabeza que sus correligionarios han confundido la gimnasia con la magnesia y el culo con las témporas. Porque el respeto a las opiniones ajenas no significa el enterramiento de las propias; porque el intercambio de argumentos no debe convertirse en la mímesis de palabras, y porque la buena educación no debe impedimos romper la cara de un buen sopapo al imbécil que nos insulta. Otros eran, que no nosotros, afirma José K., quienes propugnaban ofrecer la otra mejilla. Y es que la libertad de expresión no ha producido una dialéctica enriquecedora, sino el rebaje a un miserable parloteo, plagado de lugares comunes, donde todos se han obligado, merced al diabólico mecanismo de la autocensura, a batirse en un terreno de juego que a base de concesiones ha pasado de ser un estadio olímpico a convertirse en un armario empotrado. Al campo le han puesto puertas, alambradas, paredes y techo; sobre todo, techo. Los materiales son invisibles, pero infranqueables. Se empieza coincidiendo en reforma, sí; ruptura, no, y. se acaba unificados en un mismo anhelo de morir todos juntos, como un solo hombre, acuchillados en el metro de Nueva York.

A la vista de lo cual, José K. sugiere el regreso -que él llama salto hacia adelante, convencido de que su propuesta está llena de futuro, que no de nostalgia- a la fórmula de ganar, en una primera batalla, espacio libre para la palabra. Exorcismo o catarsis, cree que nombrando la bicha el fantasma comienza a desvanecerse. Retornemos -avancemos- hacia el panfleto; reivindiquemos la demagogia. En un prioritario deber de ariete, es necesario saltar las ballenas del corsé y dejar las carnes sueltas. Un mínimo esfuerzo, dice, y tanto beato de las formas se quedará con el trasero al aire, postura únicamente indecorosa para quienes por arriba visten el chaqué. Al monstruo que presume de guapo, atémosle al árbol, y pongámosle frente a sus ojos un límpido espejo. Y si todavía insiste en proclamar su belleza, a pesar de la tozuda realidad, habremos demostrado a nuestros coetáneos que el tal monstruo une a su fealdad el nefando pecado de la mentira. Podremos, en consecuencia, ponerle un capirote y pasearle por calles y plazuelas para que el respetable sepa que el feo es además hipócrita y que por tanto bien merecido se tiene un tomatazo, un escupitajo e incluso algún coscorrón.

Para que comprendamos su método, José K. pone algunos ejemplos, que van desde discutir el acreditado axioma de que el país mejora su situación económica porque los bancos ganan más, a poner en entredicho que esté justificado el despilfarro del programa FACA, o a tragarnos, así por las buenas, el hecho de que el señor Ruiz-Mateos pene en su chalet de Somosaguas, y no en una miserable celda. Y se explaya en dos casos, la Monarquía y la Iglesia, con similares razones a las que ahora vienen, pues ya se sabe que las transcripciones nunca pueden ser exactas, perdido el aroma en el paso de la conversación a la letra impresa.

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Elogio del panfleto y reivindicación de la demagogia

Viene de la página 11Un importante político, de filiación socialista, ha insistido la semana pasada en que la Monarquía es la forma de Estado "más adecuada y racional para esta época". José K. advierte, antes de entrar en harina, que él votó favorablemente la Constitución en vigor, que consagra tal forma de Estado, y entiende perfectamente las adhesiones que hoy suscita. Pero se sorprende de que a persona tan principal le pueda parecer más racional -José K. no dice nada sobre lo de adecuada- la Monarquía hereditaria que la elección por sufragio universal de un presidente de la República. ¿Deben los franceses acabar con su inadecuada forma de Estado y reinstaurar la Monarquía? ¿Qué realeza entronizarán los portugueses, Diogo Freitas do Amaral y Mario, Soares arrojados al cubo de la basura? ¿El Congreso estadounidense ha de modificar su Constitución y nombrar Ronaldo I a quien todos sabemos? ¿Cómo logrará Mijail Gorbachov saber cuál es la auténtica Anastasia? ¿A qué dinastía volverán los chinos sus oblicuos ojos? Son los excesivos elogios dardos envenenados para los que se encuentra difícil antídoto. La desmesura es falta reprobable y los exagerados piropos disminuyen las auténticas virtudes de la recipiendaria. Guárdese la más señoría de sus señorías la hipérbole, que sacar las cosas de quicio lleva en ocasiones hasta un fin no deseado. Los grandilocuentes se convierten en caricatos a poco que traspasen la raya de la moderación.

Más enojado está aún José K. con Ángel Suquía, arzobispo de profesión. ¿Con qué derecho este buen señor quiere llevar a su cielo partidista a Enrique Tierno? ¿Quién le dio vela en aquel entierro? ¿Quién le pidió a monseñor que perdonara a nadie? Dé usted la absolución a quien se la solicite, expida el pasaporte para su particular más allá a quien le presente las pólizas correspondientes, pero deje en paz a los que nada le han pedido. Tiene usted muchos feligreses a los que confesar, bendecir, dar la comunión e incluso dirigirles el rosario. Absténgase de meterse en camisas de más varas de las consentidas y olvídese de quienes prescinden de rezos y templos. Y ya que hablamos de templos, hay que ver la bilis que está haciendo tragar el arzobispo con el ochavo que le quitan de sus bolsillos a la ciudadanía de a pie, vía impuestos, para acabar ese bodrio informe, ese pegote de necedad que es la catedral de la Almudena. Y conste que José K. no es nada tacaño: está dispuesto, y así lo hace público, a pagar hasta un 10% de su sueldo -no ya ese ochavo- para el citado monumento, si bien no para terminar su construcción, sino para iniciar una colecta cuyo fin último sea la compra de dinamita con que volar controladamente tal monumento a la nada. Así Las Vistillas tendrían una prolongación natural, y en el solar que hoy ocupa tan estulto edificio florecerían tiovivos y freidurías de churros en los días oportunos.

Frena en sus ímpetus José K., aunque se trata sólo de un respiro para coger fuerzas. El hombre está dispuesto a proseguir con las que él llama las verdades del barquero, sin que le preocupe el calificativo de progre sin reciclar adjudicado por un tercer contertulio. A José K. le ha levantado el ánimo la noticia que le ha traído de Londres un compañero de profesión: las trenkas son el último grito de la moda en Oxford Street.

Crecido como está, tras reafirmarse en que la trenka es un arma cargada de futuro, propone que hablemos de la OTAN. Prometo escucharle y quedamos, mármol por medio, para otro día cualquiera.

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