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Crítica:CINE / 'RAN'
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

Akira Kurosawa, el grande

Al principio del filme, el anciano Hidetora, aprovechando una pausa en la cacería que ha emprendido con sus tres hijos y con unos amigos, comunica su deseo de abdicar en favor del primogénito. Para los dos restantes queda el dominio de sendos castillos, sometidos al vasallaje del nuevo jefe de familia. Este propósito lo expresa Hidetora en lo alto de una cumbre y sus gestos y mirada pretenden abarcar toda la extensión de terreno que, como señor feudal, le pertenece. Describe y señala el lugar donde están situadas las fortificaciones, pero la cámara le muestra a través de la óptica del teleobjetivo, delante de un espacio brumoso e indefinido, un caos -Ran significa caos- del que no se puede esperar nada bueno, tal y como le señala Suburo, el más pequeño de sus hijos y el único sincero.Ese arranque define lo que va a ser Ran. Ya no se trata de encontrar en el Rey Lear el referente explícito de la trama -las hijas cambiadas de sexo- sino de expresar, a través de las peripecias que va a vivir Hidetora, la imposibilidad de imponer un orden justo donde el desorden -la violencia- reina. Porque el viejo guerrero va a descubrir, no sólo que sus hijos le traicionan, sino que todo lo que él ha creado se sostenía únicamente gracias a su crueldad.

Ran

Director: Akira Kurosawa. Intérpretes: Tatsuya Nakadai, Akira Terao, Jinpachi Nezo, Daisuke Ryu, Nieko Harada, Yoshiko Miyakazi, Takeshi Nomura. Peter. Guión: Akira Kurosawa, Hideo Oguni, Masato Ide. Fotografía: Takeo Saito y Masaharu Beda. Música: Toru Takemitsu. Decorados: Yoshiro Muraki y Shinobu Muraki. Franco-japonesa 1985. Estreno en cines Palacio de la Música, Cid Campeador y California.

El pasado, sin necesidad de flash backs, revive de manera cruel hasta llevar al viejo jefe a la locura. ¿Y qué es la locura para un gobernante?: descubrir que no ocupa lugar o función alguna en la tierra. Se convierte en un individuo errante, un ser al que, desprovisto de sus derechos como líder, nadie quiere alojar. Esta situación la manifiesta, explícitamente, un bufón de naturaleza casi brechtiana, pero también extraído del mundo shakespeariano, que va puntuando la acción de manera complementaria a otros planos o secuencias que también sirven de puntuación, a saber, los pausados planos generales de nubes tormentosas.

A sus 75 años, Akira Kurosawa tiene aún cosas que decir, y lo hace con la ayuda, en otras ocasiones recabada -Trono de sangre-, de Shakespeare. Pero no se trata de una versión moderna del drama -eso es lo que hizo el también grande Kosintzev en una película que, para vergüenza de distribuidores, aún permanece sin estrenar- sino de forma mucho más libre, a la manera de esas formidables Campanadas a medianoche, en las que se resumía toda una manera de pensar. Por ejemplo, Kurosawa toma prestado de Macbeth el personaje de Kaede, pero también vampiriza al Tolstoi de Guerra y paz en la secuencia en que Hidetora, creyéndose ya en la tumba, contempla el cielo. El espíritu es libre y sopla donde quiere.

El feudalismo nipón

Es muy difícil expresar por escrito las sensaciones que se vehiculan a través de otro lenguaje. El peligro estriba en disecar una obra viva, reducir a una única interpretación o sentimiento lo que está abierto a otras posibilidades. ¿Cómo hablar de la belleza de las batallas de Ran, que nada tienen que ver con las apabullantes y a veces hermosas demostraciones de realismo del cine estadounidense?Aquí la sangre y la muerte están tratadas de otra manera. No es lo mismo el suicidio para un estoico que para un cristiano, y aún menos para un samurai japonés que descubre, aterrorizado, que el destino lo ha privado de la espada que podría devolverle a la dignidad del orden establecido. Pero eso es lo que le sucede a Hidetora, que a fuerza de errar, de andar por desiertos y terrenos que no son de nadie, también ha quedado desarmado.

Ran es, a pesar de un doblaje de juzgado de guardia, la obra maestra de un maestro que no teme hablar directamente de lo que es la vida y que reconsidera en este filme una buena parte de sus aproximaciones al feudalismo nipón. De ahí el personaje del ciego Tsurumaru con el que se cierra Ran.

El John Ford de los años cincuenta y sesenta se lanzó a reescribir la historia del western desde una perspectiva distinta, que no negaba la épica pero que la situaba dentro de un contexto trágico, casi criminal: un Kurosawa de 75 años que sabe del fracaso de Dodeskaden, del optimismo individual de Dersu Urzala y de la ironía de Kagemusha, tenía que desembocar en Ran. Lo que ya no era previsible es que su trabajo fuera tan hermoso, valiente y emocionante. La proyección a la que asistí, un domingo por la tarde, acabó con una pequeña ovación, algo que parece reservado para los festivales y para sesiones que no vayan precedidas de espantosos documentales y retahílas de anuncios que, para su desgracia, ni tan sólo son otros que los que embadurnan las películas de la pequeña pantalla. Si Ran sobrevivió a la dura prueba a la que la someten los exhibidores es porque sus méritos no son esos que los críticos aprovechamos para pequeños ejercicios literarios.

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