Los católicos y la OTAN
El autor considera que antes de pronunciarse sobre la permanencia o no de nuestro país en la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN), los católicos españoles tendrían que conocer la respuesta a una serie de preguntas sobre la naturaleza y alcance de la vinculación al Pacto Atlántico. Estas respuestas, en opinión del articulista, no han sido satisfechas por los poderes públicos.
Si el empeño puesto por la Iglesia en la defensa de la vida prenatal hubiera sido correspondido con otro de igual clamor contra la inmoralidad de la fabricación, tenencia y uso de las armas nucleares esta historia sería distinta. Ni siquiera el discurso sobre la paz ha logrado superar la perspectiva bélica: guerra, carrera armamentística, política disuasoria, atlantismo, etcétera. Incluso cuando hablamos de la paz tenemos que referirla a la guerra y advertir que es mucho más que la ausencia de la misma. Una reflexión autónoma sobre la cultura de la paz y su pedagogía no ha calado aún en el Occidente cristiano.El pensamiento católico no ha condenado abiertamente la ética de disuasión que está en la base de la política atlantista. Ha fijado, con todo, unas premisas de las que el creyente, coherente con su fe, difícilmente puede legitimar un voto favorable al equilibrio del terror y aun al simple desarme gradual y bilateral. Me voy a limitar a los textos oficiales que seleccionó para su ponencia José María Díez Alegría en un reciente seminario sobre Ética y cultura de la paz, organizado por el Instituto Fe y Secularidad.
La razón católica reconoció siempre el derecho personal a defenderse del agresor injusto. Defendió además que dentro de cada Estado compete únicamente a la autoridad pública legítimamente constituida la función de restablecer el orden jurídico violado. Pero en orden internacional, al no existir una autoridad superior a las partes, guerra justa sería aquella en que uno de los Estados agredidos asumiese en último extremo la función penal y vindicativa. La teoría medieval, de origen agustiniano, rechaza, dentro del Estado, que una persona o grupo emplee la violencia por su propia cuenta. No es aplicable al campo internacional. No se puede hablar de guerra justa allí donde no existe una autoridad legítima, aceptada libremente por todos los pueblos. Juzgar la guerra con mentalidad enteramente nueva.
Hasta la I Guerra Mundial (1914-1918) el mundo católico no toma conciencia de la ilegitimidad de la guerra total. Benedicto XV se negó a dar por buena la actuación de ninguno de los bandos. Pío XII, en 1956, llega a conceder, en el clima de defensa contra el comunismo, que "la guerra, para defenderse eficazmente y con esperanza de éxito favorable de ataques injustos no podría ser considerada ilícita" Quizá sea éste el texto más belicista de un Papa moderno. Dos años antes, refiriéndose a la guerra atómica, había dicho que "cuando el empleo de este medio (atómico) entrañe una extensión tal del mal que éste escapa enteramente al control del hombre su utilización debe ser rechazada como inmoral".
Juan XXIII y el Vaticano II se enfrentan claramente con el problema de los armamentos modernos y, consecuentemente, con el de su manifiesta desproporcionalidad. "La justicia, la recta razón y el sentido de la dignidad humana", dice la Pacem in terris, "exigen urgentemente que se detenga la carrera de los armamentos ya existentes, que se proscriban las armas nucleares, que se llegue finalmente al desarme completo, integrado por un control eficaz". "Es contrario a la razón pensar que la guerra sea un instrumento apto para restablecer la justicia". El establecimiento de poderes públicos, de acuerdo con todos los pueblos y no impuesto por la fuerza, es una nueva exigencia del orden moral.
El Vaticano II y la guerra
La Gaudium et spes, del Vaticano II, pide a todos los hombres que examinen "el problema de la guerra con una mentalidad enteramente nueva". El texto que más directamente viene al caso dice textualmente: "Toda acción bélica que tiende indiscriminadamente a la destrucción de ciudades enteras o amplias regiones con sus habitantes es un crimen contra Dios y contra el hombre mismo, que hay que condenar firmemente y sin vacilación". Para Díez Alegría, el adverbio indiscriminadamente fue añadido intencionadamente en el debate conciliar para mantener la ambigüedad. Por una parte, se quiere condenar el uso de aquellas armas atómicas que producen necesaria e inevitablemente una destrucción indiscriminada o no controlable. Pero, por otra, el concilio estaría dispuesto a admitir la legitimidad de un uso restringido en legítima defensa.
Se suele oír que la disuasión nos ha proporcionado 40 años de paz. Se insinúa así la legitimidad del equilibrio del terror como única barrera en el terreno pragmático contra la posible destrucción total. Ante la utopía de crear un clima de confianza mutua entre bloques, nos olvidamos del mismo concepto género humano y acudimos a la fuerza del terror. Cuesta creer que esa conclusión pueda enmarcarse en algún orden moral. Se edifica sobre la desconfianza y devuelve al hombre a la caverna.
Los pronunciamientos episcopales parecen haber tomado como referencia el mensaje de Juan Pablo II a la segunda sesión especial de la ONU sobre el desarme (11 de junio de 1982). A ese discurso pertenece el texto siguiente: "En las condiciones actuales, la disuasión basada en el equilibrio, por supuesto no como fin en sí misma sino como un paso en el camino de un desarme progresivo, se puede juzgar todavía moralmente aceptable". Podría justificarse la disuasión como una fase inevitable, lejana de la racionalidad, plagada de espoletas peligrosísimas e intrínsecamente inmoral a la larga. Su marco inevitable son los bloques militares y sus secuelas inadmisibles la industria del armamento y el gasto que nos acerca a otra conflagración igualmente terrible como es la del hombre del Tercer Mundo.
La actitud más tajante hasta el momento ha sido la adoptada por la Conferencia Episcopal de Estados Unidos (3 de mayo de 1983). Los obispos norteamericanos no conciben "que pueda darse una situación en que pueda justificarse el comienzo deliberado de una guerra nuclear, aun a escala restringida". El temido expansionismo comunista no sería para los representantes de la Iglesia norteamericana razón suficiente para iniciar una guerra nuclear. Tampoco admiten que pueda ser legítima "una respuesta nuclear a un ataque, sea convencional, sea nuclear". Y en cuanto a la "disuasión inevitable", advierten que no todas las formas de ejercerla pueden ser justificadas. "Sería una política perversa o un moralismo hipócrita justificar el uso de un arma que indirecta o preterintencionadamente matase a un millón de inocentes sólo porque tienen sus casas cerca de un objetivo militar significativo".
Casi al mismo tiempo, aunque publicada un mes antes, los obispos de Alemania Occidental afirmaban que la "defensa justa mantiene todavía su función", limitada y difícil, cuando fuesen amenazadas y aun violadas en su esencia la vida y libertad de los pueblos. Los obispos holandeses (5 de mayo de 1983) condenaron el uso y la posesión de armas nucleares. Pero al mismo tiempo advierten que "los pueblos deben abolir la disuasión, pero esto no puede suceder de golpe o unilateralmente, porque semejante desmantelamiento brusco llevaría consigo peligros". Los obispos japoneses (9 de julio de 1983) piden que se vayan creando zonas de desnuclearización. Los irlandeses (28 de julio de 1983) insisten en que "la disuasión se basa sobre la amenaza. Obra, pues, en neta contradicción con la forma de confianza que es necesaria para la paz".
En todo este coro unánime de advertencias y condenas contra la política de disuasión desafina la voz del episcopado francés (9 de noviembre de 1983). Denuncia "el carácter dominador y agresivo de la ideología marxista-leninista". La no violencia es un riesgo que pueden asumir las personas, pero no los Estados. Introducen la distinción sutil de que "la amenaza no es el empleo; es la base de la disuasión, y esto se olvida con frecuencia cuando se atribuye a la amenaza la misma calificación moral que al empleo". Baste decir que esta penosa declaración de los obispos franceses desencadenó una ola de protestas en la inmensa mayoría de las organizaciones católicas, algunas de las cuales dijeron que se sentían "decepcionados y amargados, pero no resignados" ante las palabras de sus pastores.
La OTAN, ¿para qué?
Antes de emitir su voto a favor o en contra de la OTAN, un católico tendría que conocer la respuesta a una serie de preguntas. ¿Se trata simplemente de una integración en un sistema político de defensa de las libertades de los pueblos? ¿Contra qué y de quiénes tenemos que defendernos? ¿Con qué medios y hasta qué punto es lícito el uso de armas, aun aquellas más convencionales? ¿No es la OTAN un obstáculo para reconstruir la unidad de Europa desde el Atlántico hasta los Urales, tal como es auspiciada por el papa Juan Pablo II? ¿Nuestra deseada integración en Europa pasa necesariamente por la adhesión a la Alianza Atlántica? ¿Nuestra presencia en los consejos de dicha alianza puede contribuir a desmilitarizar la política, el mercado y las culturas de los pueblos europeos? Demasiadas preguntas quedan en el aire y sin respuesta por parte de aquellos que debieran proporcionarla. Las decisiones opcionales que para un cristiano son mediaciones del Evangelio de la paz y de la fraternidad no debieran ser pedidas ni tomadas en la más oscura de las ignorancias.
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