Crisis y picaresca en el cine
EN ESPAÑA hay unas 10.000 salas dedicadas al cine, de las cuales funcionan regularmente entre 6.000 y 8.000, según fuentes privadas; las cerradas, o dedicadas a otros usos, son víctimas de una larga crisis. El número de espectadores no cesa de disminuir. Si los cálculos fueran fiables, se situarían hoy en torno a los 100 millones de espectadores anuales, que representarían más o menos la mitad de los contados hace 10 años, aunque las cantidades recaudadas sean mucho mayores por el aumento de precios.Pero estos cálculos no son reales -es más, aparecen otros muy distintos según los intereses de quienes los emiten-, porque, según denuncia la Administración pública y los productores de películas, hay un fraude de taquilla que se evalúa en un 30%. De ser así, unos 9.000 millones de pesetas estarían siendo defraudados por los exhibidores, de los cuales 2.000 millones corresponderían al cine español. Un fraude al Tesoro público, que adelanta fondos a las productoras -como medida de estímulo al cine español-, y a la recaudación de impuestos, pero también al sector privado, a los distribuidores y a los autores. Se han inventado numerosas formas de control; pero la Administración no tiene capacidad de llevarlas al extremo de investigar todas las salas, por una parte; por otra, las multas que se pueden imponer son ridículas en relación a la cantidad defraudada.
Hay otra picaresca: los presupuestos elásticos que algunos productores presentan a la Administración, de forma que el porcentaje de ayuda llegue a cubrir el gasto real. Algunos especialistas reciben ayudas del Estado y de distintas autonomías -por colaboraciones, por la localización de sus paisajes, por la confección de documentales o cortos con los descartes de la película principal...-, de forma que, antes del estreno, y sin contar con la asistencia de público, ganan ya dinero.
Esta corrupción que se denuncia ahora no es nueva. Apareció con las primeras legislaciones cinematográficas y se multiplicó con las variadas fórmulas de subvención que se han ido produciendo con los tiempos: los créditos sindicales, las clasificaciones de protección oficial, los intercambios por licencias de importación, las cuotas de pantalla... El crecimiento en los últimos tiempos es en parte simple fruto de una mayor investigación que permite conocer aproximadamente el alcance del fraude, pero también del establecimiento de unos círculos viciosos concéntricos: uno de ellos está en que disminuye el número de espectadores, aumenta consiguientemente el precio de las localidades, y vuelve a disminuir el número de espectadores; el otro, que, al reducirse la recaudación, los productores necesitan más dinero de la Administración pública, y no lo recuperan.
Si los vicios son antiguos, la crisis es actual. La protección y la selección de esa protección al cine por parte del Estado ha dado lugar a un tipo de películas que no atraen especialmente a los espectadores españoles -por lo que tienen de ensayo, de tanteo en la obra nueva, de culturalismo, de dificultad de lectura-: el cine subvencionado no es capaz de acabar con la crisis de espectadores. Las experiencias acumuladas en tres años requieren algo más que la vigilancia diaria, la suspicacia para evitar toda clase de fraudes: una revisión general de la política cinematográfica. Bien diseñada en un principio, el enfrentamiento con la práctica diaria la está devorando. Uno de los puntos de partida estaría en conocer, investigar y analizar la actitud del público; las razones de su abandono del cine, y la posibilidad de que la industria esté funcionando artificialmente creando una oferta para la que no existe demanda; y la posible reconversión de esa industria hacia los campos que ahora parecen contar con mayor número de espectadores: el vídeo, la televisión... Un sector donde los fraudes y la piratería, a su vez, alteran todos los datos. Pero sería una forma realista de enfrentarse con los problemas.
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