La figura del Rey
Al cumplirse el séptimo aniversario de la aprobación de la Constitución española aparece en el primer plano del recuerdo y de la conmemoración el establecimiento de la democracia en España con las aportaciones realizadas a tal fin por la Monarquía, en cuanto institución, y por la persona del rey Juan Carlos, encarnación e intérprete de la misma. Porque las instituciones gozan de existencia objetiva y arraigo en la sociedad y en la historia, lo que las dota de entidad propia y perdurabilidad. No obstante, en su acción práctica concreta se realizan a través de las personas; así pues, hay en ellas una última palabra que corresponde al ser humano.En la Monarquía rige el principio jurídico de la herencia, que transmite derechos, mas también obligaciones, es decir, prerrogativas y cargas. El pasado coloca, por tanto, en una situación de responsabilidad en el presente y ante el futuro. Y aquí es donde aparece dibujada con acusados perfiles la figura y la obra de nuestro Rey, al que correspondió actuar en una circunstancia histórica, si bien propicia, sumamente delicada. Tras una dolorosa guerra civil y sus consecuencias, con la contraposición victoria / derrota erigida en causa discriminatoria, se hacía preciso superar diferencias y antagonismos para construir nuestro común destino político de tal forma que, sin imposiciones violentas ni mesianismos benefactores, fuese cabal expresión de la voluntad concorde de los españoles. El Rey no dudó sobre cuál debía ser su actitud ni en los días largos de la espera ni en los días apremiantes de las decisiones. La fusión en don Juan Carlos de su condición de rey con una profunda convicción democrática ha producido a la vez un giro en el curso de la historia y un feliz desenlace para el problema de España. En lugar de aparecer enfrentada la democracia con la Monarquía, como sucedió a finales del siglo XVIII en algunos lugares de Europa y aun de América, y en vez de replantearse la vieja polémica de las correspondientes prerrogativas, la Monarquía ha sido en la España de nuestro tiempo, por obra del Rey, la decidida impulsora de la plenitud democrática que se nos ofrece hoy recobrada y, al mismo tiempo, resurgida y renovada.
Comprender sin mandar
Es cierto que la democracia se debe siempre a sí misma, sin reconocer más instaurador que el propio pueblo, porque no es fruto de la casualidad ni de la dádiva, sino obra de todos, como también ha ocurrido en España. Sin embargo, hemos contado con lo que llamaría el gran gesto de un rey sensible a la responsabilidad histórica de su misión. La empresa nada tenía de fácil, aunque hubiese el general convencimiento de que era preciso afrontarla. El Rey actuó sobre un fondo institucional con el sólido apoyo de la tradición e impelido por la realidad concreta de los acontecimientos y con el comprensible afán del acierto, sin que pudiera dejar desatendidas tampoco las racionales exigencias de la modernidad. El marco legal en que inicialmente era preciso desenvolverse creaba díficultades que con algunas reformas y modificaciones fueron, en parte, atenuadas. En todo caso, se hacía indispensable contrapesar, y el Rey lo hizo con justeza, la prudencia y el ánimo resuelto, en combinación muy aquilatada, de forma que la prudencia no llevara a la irresolución ni la resolución a la imprudencia.
El proyecto se condensaba en un enunciado muy simple y esencial: "Ser rey de todos los españoles", como tantas veces dijo y repite. Sin embargo, era necesario convertir el deseo, el sentimiento y la propia razón en status constitucional. Al Rey le incumbía promoverlo así con el estímulo. Cuestión distinta era conformar el desenlace con legitimidad jurídica y fuerza vinculante. La figura del rey / legislador se hacía históricamente irrepetible en la realidad de nuestro tiempo, y no legisló. Era muy delicado, además, el ejercicio de potestades cuya consistencia intrínseca podía merecer diferentes estimaciones políticas. En todo momento fue ponderado. Hizo algo más difícil y profundamente humano que el estricto acto de mandar: mostrarse comprensivo hacia todos y respecto de las diversas ideologías políticas, sin inclinaciones ni preferencias, mas también sin prejuicios ni temores. La perseverancia en la actitud y en el comportamiento dio lugar a la comprobación por los ciudadanos y los partidos políticos de lo que era, a la vez, convencimiento y realidad día tras día puesta de manifiesto. Don Juan Carlos suscitó y concitó la confianza y, como consecuencia, acreditó su especial auctoritas que es un don, un prestigio, una nota de simpatía, y todo ello necesitado de reconocimiento. Así fue emergiendo la significación del rey erigido en motivo y símbolo del encuentro, el entendimiento, la conciliación y la paz.
Un proceso constituyente tiene el atractivo de hacer llegar la voluntad y los ideales de la sociedad hasta los cimientos del Estado y el derecho, si bien, paralelamente, trae consigo los peligros del hecho revolucionario que puede resultar indominable. En España este proceso permaneció abierto. Aunque la ley para la Reforma Política lo conformaba, su desarrollo pudo ser insuficiente o habría podido conducir al radicalismo y quizá al desconcierto de haber faltado ese mensaje de comprensión, buen sentido y solicitud de concordia que, ponderando el valor de algo tan esencial como es España misma, emanaba del Rey, y que tuvo como respuesta y colaboración la general cordura en el comportamiento de las fuerzas políticas, los grupos sociales y los ciudadanos.
Acatarla y cumplirla
Durante cerca de año y medio, las Cortes Constituyentes se entregaron a la preparación de la Constitución, a la vez que elaboran las leyes indispensables para ir estableciendo las primeras piedras del nuevo orden político. Sí todos los españoles habíamos de sentirnos afectados por la que estaba llamada a ser la norma fundamental conformadora de las demás normas y la directamente reguladora de los derechos fundamentales de la persona y de la estructura del Estado, sus órganos y funciones, a ninguno como al Rey le alcanzaba la Constitución tan de lleno y tan de cerca. Pues bien, debo decir en honor de don Juan Carlos que mantuvo una actitud de discreto apartamiento y escrupuloso respeto ante el legislador constituyente, sin interferirse lo más mínimo en sus tareas ni en sus criterios. Comprendió sin vacilaciones que la norma constitucional había y debía de ser la expresión de la voluntad del pueblo y de sus legítimos representantes. Aprobada la Constitución por el Congreso de los Diputados y el Senado, y ratificada por referéndum, siempre con amplísimas mayorías, Su Majestad el Rey, por propia y deferente iniciativa, sancionó la Constitución en el Palacio de las Cortes, reunidas ambas Cámaras en solemne sesión conjunta. Del discurso que pronunció en momento tan señalado son estas palabras: "...al, sancionar la Constitución y mandar a todos que la cumplan, expreso ante el pueblo español, titular de la soberanía nacional, mi decidida voluntad de acatarla y cumplirla". Podría matízarse en el comentario que acató la Constitución desde antes de ser promulgada, durante su génesis y en su espíritu, y que la cumplió en sentido legal estricto desde el primer día de su entrada en vigor como el primero de los españoles.
Éste ha sido el extraordinario servicio prestado por el Rey a España y a la convivencia democrática de los españoles.
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