La forma del Estado
Cuando me preguntan cuáles fueron los principales modelos constitucionales o experiencias políticas que tuvimos en cuenta los que elaboramos la Constitución de 1978 siempre contesto que yo personalmente lo que más tuve en cuenta fue la historia política y constitucional de España. Y creo que lo mismo le ocurrió a la mayoría de los que participaron en las labores constituyentes.En 1977 estábamos empezando a salir con grandes dificultades de 40 años de dictadura. El Estado que heredábamos no era una creación específica del franquismo, sino que éste había llevado a sus extremas consecuencias de autoritarismo, centralización, militarización, los rasgos ya existentes en el Estado español bajo la Monarquía. Por la forma como se estaba iniciando aquella transición era evidente que si bien el franquismo propiamente dicho -es decir, lo que de sistema específico había en el franquismo- estaba desapareciendo, los aparatos fundamentales del Estado, la estructura de éste y la ideología básica de sus representantes y servidores permanecían intactos.
Una vez superada la costra peculiar del franquismo, lo que encontrábamos era un Estado forjado a lo largo de los siglos XIX y XX, con instituciones superpuestas en el transcurso de este tiempo y con una hegemonía casi indiscutida de oligarquías cerradas y excluyentes. El creciente protagonismo del Ejército a lo largo del siglo XX había culminado en dos dictaduras militares que llenaban casi 50 años de los 77 que llevábamos.
Nuestra historia política y constitucional era, pues, la historia de una disensión fundamental en torno al modelo de Estado y en tomo al concepto mismo de nación española. Y no se trataba de una disensión meramente teórica o ideológica, sino de una disensión que separaba a los españoles en bandos enfrentados, con concepciones muy distintas sobre el Estado y la nación y hasta con símbolos (banderas, himnos,...) totalmente diferentes. Y esta disensión había culminado con una guerra civil espantosa, en la que el enfrentamiento se había ventilado con las armas en la mano. Después de la guerra el bando vencedor había impuesto violentamente su modelo de Estado, su concepción de la nación y sus símbolos al bando de los vencidos, y había hecho de esta victoria y de esta imposición el fundamento de su legitimidad. A su vez, los vencidos habían luchado duramente para reconstruir sus vanguardias políticas y sindicales destruidas y lo hacían en nombre del modelo de Estado, del concepto de nación y de los símbolos derrotados en 1939.
El carácter que tomó el proceso constituyente se debió, pues, a la necesidad de superar el franquismo en el plano institucional y legal en una situación en la que los aparatos e instituciones del Estado franquista estaban prácticamente intactos. Pero el problema principal era que la divisoria entre vencedores y vencidos sólo se podría superar definitivamente si éramos capaces de superar el contencioso histórico y ponernos de acuerdo sobre el modelo de Estado y sobre el concepto de nación. A mi entender, éste fue el verdadero tema de fondo.
El acuerdo sobre la Monarquía, por ejemplo, no sólo venía impuesto por el hecho de que ésta ya existía y por el hecho, no menos trascendental, de que podía y debía ser el principal elemento de estabilidad y el principal parapeto contra los que querían volver al pasado. Esto era muy importante, pero había que ir más allá. La derecha debía renunciar a imponer una nueva Monarquía excluyente y militarista como la del pasado. La izquierda debía superar un republicanismo plenamente justificado en el pasado pero que no conducía a nada en aquel presente y que acarreaba el peligro de dividir artificialmente a los partidarios de la democracia frente a los partidarios de la dictadura. La Monarquía necesitaba una nueva legitimidad para no verse condenada a continuar el franquismo, y la izquierda necesitaba que aquella Monarquía fuese un elemento de estabilidad en aquel complicado proceso. Los factores coyunturales y los factores históricos coincidían y todos empujaban en la misma dirección: había que ponerse de acuerdo sobre un modelo de Estado aceptable por todos.. Este acuerdo dio lugar a la Monarquía parlamentaria y se extendió a sus símbolos como una forma de terminar con las confrontaciones del pasado.
La organización autonómica
El segundo gran acuerdo fue sobre el concepto de nación y su correlato, la organización autonómica del Estado. Éste era, sin duda, el problema más difícil. El litigio sobre el modelo de Estado se había convertido a lo largo del siglo XX en un desacuerdo fundamental sobre el concepto mismo de nación. Por parte del poder central se había otorgado al Ejército la misión de reprimir a los nacionalismos históricos de la periferia, y con ello se había transformado al Ejército en el principal depositario y defensor del concepto de nación única y de la estructura centralista del Estado, como dos aspectos indisociables de una misma concepción. De este modo el litigio sobre el concepto de nación acabó convirtiendo al Ejército en la columna vertebral del Estado centralista, hasta que el litigio se ventiló con las armas en la guerra civil. La defensa de la unidad de la nación española -identificada con la organización centralista del Estado- frente al rojo-separatismo fue la principal justificación de la sublevación franquista contra la República, junto con la defensa de la religión católica. Y durante la dictadura esto se tradujo en una brutal represión de las realidades nacionales catalana y vasca, en una persecución de sus lenguas, sus culturas, sus símbolos y sus instituciones en nombre de la unidad de la nación española y de los símbolos de ésta. En las nacionalidades históricas y en otras zonas de España que emergían a la conciencia de su especificidad colectiva, la lucha por la democracia se fundió con la lucha por la perdida autonomía y por el reconocimiento pleno de su identidad nacional o regional.
El proceso constituyente no podía avanzar sin un acuerdo sustancial sobre este contencioso histórico. Pero las dificultades eran enormes. El acuerdo alcanzado en esta cuestión crucial se plasmó en el artículo 2 de la Constitución y en el Título VIII de la misma, que instituye el Estado de las autonomías. La complicada redacción del artículo 2 y la no menos complicada fórmula del Estado de las autonomías en el Título VIII muestran, sin embargo, hasta qué punto ese acuerdo fue difícil. Pero dentro de esta complejidad y hasta de las ambigüedades es indudable que en el artículo 2 se funden los dos conceptos hasta entonces enfrentados de la nación española y que en el Título VIII, pese a la supervivencia de muchos aspectos fundamentales del viejo modelo del Estado centralista, se abre paso una organización totalmente diferente del Estado que permite que las nacionalidades y las regiones tengan un
marco propio adaptado a sus características. Ciertamente, el artículo 2 y el Título VIII no son más que grandes principios y grandes fórmulas de organización que hay que llevar a la práctica. Sabíamos entonces y comprobamos ahora que esto no sería fácil. Pero el acuerdo solventó un terrible contencioso histórico y abrió unas posibilidades que pueden realizarse plenamente si existe la voluntad política de cumplirlas a fondo.
La Constitución de 1978 no se agota en la Monarquía parlamentaria y en el Título VIII, naturalmente. Pero creo que éstos son los dos aspectos fundamentales que marcan una ruptura con el pasado. Son ellos los que configuran un modelo de Estado que por primera vez en nuestra historia constitucional cuenta con el acuerdo corresponsable de la gran mayoría de las fuerzas políticas y de los ciudadanos. Si la política española hasta la Constitución de 1978 se caracterizó por un disenso fundamental sobre el modelo de Estado, a partir de la Constitución se puede caracterizar por un acuerdo global sobre ese modelo de Estado. Dentro de él son posibles muchas políticas y muchas disensiones, pero la línea divisoria principal no pasa ya entre media España que acepta el modelo de Estado y media España que lo rechaza en nombre de otro modelo. Esto es, a mi entender, lo fundamental.
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