Por una critica política de la política
En lo que amenaza ser tratado interminable sobre El felipismo, estadio supremo del franquismo, José Aumente ha llegado a escalar una cima con la que nunca antes se atrevieron los filósofos que suelen aconsejar en España de política. Con una osadía rayana quizá en la inconsciencia, aspira el autor del tratado a que la ideología política se convierta "en creencia, en fe, en utopía por la que luchar y sacrificarse". De golpe, la ética adopta el duro tono de la teología: los efectos, si en verdad estuvieran los tiempos para creencias, podrían ser devastadores.Desde los anarquistas históricos hasta los viejos profesores de filosofía, las lentes que los ideólogos españoles se calaban antes de hablar de política eran las de la moral. La política se percibía a través de ellas como un espacio podrido: nadie que en la política estuviera, y menos aún quien en ella perdurase, se vería libre de su contaminación. El poder, descubrieron ufanos, corrompe por su propia naturaleza, y la permanencia en el poder, además de exigir el uso de malas artes, convierte al político en sujeto digno de toda sospecha. Mejor, pues, incluso si se es político, apartarse del poder, y mejor aún convertirse en crítico de quienes lo tienen. La crítica al poder se convierte así en señal de limpieza y de fidelidad a los principios.
El nuevo tratado, sin rechazar, e incluso tragándose entera la falacia de ese argumento, histórico en España, da un paso adelante: la consolidación en el poder de un partido político destroza, no ya su ética y la del país entero, sino el sustrato en que la ética encuentra su fundamento: la fe, la creencia. Permanecer en el poder, aunque sea con legitimidad democrática, entraña desde ahora una traición a principios en los que antes, ayer mismo, se había creído.
Lo grave es que de tal desvío o infidelidad se desprende un elixir letal para la sociedad. La falta de fe y la descreencia que define a este Gobierno enerva, hasta paralizar, las facultades de la sociedad española, a la que únicamente quedaría la posibilidad de presenciar impávida, pasiva, cómo un grupo de amigos, actuando a través de redes clientísticas, se distribuye el patrimonio común por medio del engaño y la manipulación. El pueblo español les deja hacer, porque ha perdido también, o le han arrebatado, la fe en su propia capacidad y abandona, presa del desencanto, su destino a manos ajenas.
Como es obligado en toda crítica puramente ideológica de la política, también ésta se cierra sobre sí misma y acaba por morderse su preciosa cola sin necesidad de entrar para nada en lo que tendría que ser objeto central de su discurso. Finalmente, si los políticos que nos gobiernan no se abandonaran al pragmatismo, si fuesen más éticos y, sobre todo, si recuperasen la fe, todo podría solucionarse, incluso lo de la OTAN. La crítica de la política se reduce así a una exhortación trivial a recuperar las creencias perdidas.
Entre ellas, la principal parece ser la de devolver su dimensión utópica a la política para que el pueblo recupere, con su entusiasmo, su ética y su fe; para que el pueblo, en definitiva, vuelva a creer. Se trata, como bien se ve, de un conocido recurso que embellece de antiguo el discurso político de nuestros filósofos que saltan alegremente del "no es eso" a la invocación de la utopía. De acuerdo con ese discurso, invocar la utopía es lo que diferencia al crítico del pragmático, a la izquierda de la derecha, al limpio del impuro y, desde ahora, al creyente del infiel.
Quizá sea tiempo de recordar que el pensamiento utópico, en cuanto pretende establecer un orden perfecto e inmutable de la sociedad, un orden sin tiempo ni historia, es un pensamiento totalitario. Ciertamente, la utopía, como solitaria inversión de la realidad, puede resultar divertida e inocua, pero nuestro siglo y el que le precedió han presenciado tantas utopías movilizadoras, tanta conversión de ideologías políticas en creencias colectivas, que no se entiende bien cómo todavía pueden surgir hoy nostálgicos de semejante aberración.
Una ideología política rebosante, como quieren los filósofos, de fe, creencia o utopía colectiva expresa, aunque no lo quieran los filósofos, una nostalgia totalitaria o, por decirlo más suavemente, una dificultad interior para adaptarse a una sociedad que, al institucionalizar la diversidad de ideologías, organizaciones y prácticas políticas, las desacraliza y las reduce a puro objeto de la crítica política. El resultado, al volverse irrelevante el discurso ético y teológico, es un análisis de la política y del poder más plano, más pegado a los hechos, pero seguramente de efectos menos exterminadores que los provocados por el entusiasmo de las utopías colectivas.
Para lo que aquí interesa, el resultado de la institucionalización de la diversidad política -que, por cierto, diferencia radicalmente al franquismo del actual sistema político, destinado a durar más allá de sus distintos presidentes de Gobierno, detalle trivial que parece haber escapado a Aumente- es que con ella se inaugura en España la posibilidad de proceder a una crítica política de la política. Incluso podría decirse que estamos ahora en una posición privilegiada para iniciarla, porque de un tiempo a esta parte se han producido tantos hechos políticos nuevos, sin precedentes en nuestra historia, que sorprende la obsesión de juzgarlos a la luz de la ética y de la fe. Quizá no sea ocioso recordar que el último que se propuso en España -con efectos prácticos, pues no era un ideólogo construir un discurso ético y teológico de la política fue Franco. Es posible que sólo podamos discutir políticamente cuando regresemos de una buena vez de su entierro.
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