Una broma palaciega
Solía decir Federico Sopeña a sus alumnos que a quien le quitaba el don a don Ramón de la Cruz se le aparecía su espectro. Con que se le aparezca a uno alguna de sus obras, como La Clementina, ya es un castigo.
La Clementina consta de una larguísima exposición típica de amores cruzados y ansiosos, de un pequeño misterio en torno a la figura de Clementina y de un precipitado e histérico desenlace en el que se cuenta el caso de la niña hallada tras un asalto de los bandoleros de Extremadura, la revelación de su identidad y la imposibilidad de que se cumpla el gran amor, porque el galán y la damita son hermanos. Se precipita algún matrirnonio secundario y cae el telón.
El director de la obra no ha podido evitar colocar algún distanciamiento irónico sobre lo tremendo de la historia. Y ha acudido a un ardid curioso para resolver el problema del teatro musical: ha doblado los personajes -cada uno tiene su espectro, en el que habita a su vez el de don Ramón de la Cruz- de forma que cuando se habla lo hacen actores, y cuando cantan, cantantes. Esto le da un matiz entre freudiano y pirandelliano a la zarzuelita, pero por mucho que haga el director de escena, Simón Suárez, para trabajar esta cuestión con soltura, se ve la trampa. La multiplica o la envuelve con un escenario también engañoso, pero cuanto más insiste, más se ve que eso no puede ser así.
Lo que fue una broma más o menos servil se ha convertido 200 años después en pretexto cultural. No va más allá de lo que podría hacerse entre los alumnos aventajados en una buena escuela, o, de lo que hacían los parientes de la de Benavente para pasar una velada en tiempos en que apenas había otra cosa. Por lo menos, desde el punto de vista teatral: dejando aparte la calidad de la música y de sus arreglos, y las voces de los cantantes aparecidos y escamoteados entre los actores.
Babelia
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