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Punto final a una obra entre la fantasía y la realidad

El Caballero Inexistente

En realidad, Italo Calvino era el propio Caballero Inexistente. Un escritor sin historias personales, transparente en su profunda oquedad de ser humano. Solía decir que necesitaba esconderse. De pequeño, porque carecía de concha. De mayor, porque se figuraba que le acompañaba siempre la concha. De forma que, como el cangrejo ermitaño, podía esconderse donde quiera que se hallase.Perfil de prelado renacentista, tal vez. Pero eran tan nutridos sus silencios, tan inexistentes sus presencias públicas, pese a disfrutar ya del rango de maestro escritor, que Calvino se desvanecía hasta en el pesado siroco de Roma. No acudía a los debates, no ofrecía sino la sombra a las grandes contiendas culturales o políticas. Era tan poco barroco que ni siquiera parecía un escritor italiano.

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¿Cómo entender, si no, que Italo Calvino renunciara durante mucho tiempo a los premios literarios? En 1968 se permite el lujo de rechazar el Premio Viareggio. En 1952 ya habría merecido el Premio Strega con su Vizconde Demediado, frente a los Cuentos moravianos; por otro lado, ya publicados en la Prensa. Pero Calvino no luchó por el mirto seguro.

Nacido en Cuba, casado con Chiquita, su mujer argentina; durante 13 años habitante de París, sobre todo ciudadano de la isla Fantasía, no representaba bien el papel de oráculo, de figura del olimpo literario.

Cesare Pavese, su descubridor le llamó "la ardilla de la pluma". Por su capacidad de saltar y sor prender. Empezó como periodista fue fino editor en la casa Einaudi descubrió talentos como el de Carla Cerati y acabó siendo, más que nada, fabulista. Su tremendo fervor por el cuento puro, por el más puro vivir del cuento, desembocó en su fantástica reescritura de las Fiabe, fábulas populares italianas. Es un trabajo crucial en su carrera, aunque traspase menos que las novelas de su propia cosecha. Y sin embargo, Calvino, que conocía perfectamente a Propp y su estudio sobre las reglas que se dan en el desarrollo de las fábulas, y de las funciones que se repiten aunque los personajes varíen, compaginaba este rigor de fondo con la lisa y amena entrega por los más trillados cuentos del folclor italiano, descubriendo hasta en lo más trivial una punta siempre de novedad. O el gusto por la cuadratura del círculo, que es en lo que consiste narrar no pocas veces.

Narrar. Era, tal vez, su único vicio confesado. No muy distinto de lo que cometía su gran personaje Cosimo di Rondó, el Barón Rampante, que se subía a los árboles a observar y comprender. En vista de que el hartazgo de la comedia humana, el remolino de la vida, las públicas puñetas y los avatares literarios pueden colmar, Calvino se zafa. Se autorremeda inexistente, se sube al árbol de su barón o se mete en su concha.

Si una noche de invierno un lector cualquiera, en cualquier punto del globo, escoge a Calvino encontrará de nuevo el bello ejercicio de la ficción. Vamos a contar muchas veces muchos cuentos. Calvino lo ha hecho con esa vena volteriana aguda que contradecía su aparente italianidad. Y con el empleo de un italiano terso, puro, hostil al brillo rápido, mas muy fecundo al rematar la frase. Escritura italiana también infrecuente, densa, en la que no se marra el adjetivo, porque se va más a la sustancia. Impecables son las versiones españolas que de sus obras ha hecho Esther Benítez.

Verificó sobre el mundo una mirada teñida de tímida ironía. Y vio que la escritura, por lo menos a él, le salvaba. Decía que escribir siempre es crear orden del desorden. Sin embargo, añadía que el único orden en el que uno puede confiar es en el de la mente, un orden interno. Y nada hay más desordenado que una mente humana.

El lector, el amigo lector, sagaz y bienhumoradamente, fue interpelado en su novela Si una noche de invierno un viajero. El lector, el amigo lector, no cabe duda de que echará de menos al gran Caballero Inexistente.

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