Una sacudida
En su libro The empty space (El espacío vacío), publicado en Londres en 1968, Peter Brook tiene unas palabras muy agudas, yo diría que proféticas, sobre Julian Beck (fallecido el pasado domingo), sobre su esposa, Judith Malina, y sobre su célebre tropa, The Living Theatre.Dice Brook, hablando del Living, ejemplar por tantos conceptos, que no ha sabido o no ha querido agarrar el toro por los cuernos. Lanzado a la búsqueda de un teatro sagrado, capaz de romper la barrera entre lo que ocurre en la escena y lo que ocurre en 14 vida, provocando al público, obligándole a asumir esa contradicción y a superarla, a "fundir arte y vida, teatro y revolución", como decía Pepe Sanchís Sinisterra en nuestra edición del lunes, echó mano de Artaud, del yoga, del Zen, del psicoanálisis, en un eclecticismo ,"rico, pero peligroso", al decir de Brook. En realidad, lo probó todo o casi todo y consiguió bien poco. Fue, eso sí, un ejemplo. Destrozó, la escena convencional, liberó el cuerpo del actor -a través, claro, de una tradición sabia que aquí podía parecer muy nueva, pero que en Estados Unidos no lo era tanto, familiarizados como estaban con los rusos, con el expresionismo y con Brecht-, y encima hizo coincidir ese estallido, esa liberación, con algo que estaba en el aire, en la calle.
Pero fue algo momentáneo. Aquí la sacudida se produjo en 1967, con Antígona. Con Antígona, algunos jóvenes, jovencísimos realizadores, empezaron a ver el teatro de otro modo. Pero cuando regresa el Living a España, en 1977, ya no gusta. Los problemas aquí son muy otros. Muerto el perro, muerta la rabia, como dijo Gala, y los jóvenes talentos, una vez recuperada la palabra para la escena, se lanzan a la caza del poder, del teatro cortesano, que es precisamente en lo que estamos. Luego, en 1981, cuando el Living viene por tercera y última vez a España, con Antígona y un espectáculo sobre Ernst Toller, nada despreciable, apenas se le presta atención. Y es que ya no está en la onda.
El Living era una tropa nómada. Supo confundir escenario y vida, razas; supo compartir el pan, fabricar niños, creyó en la paz y coincidió momentáneamente con algo que estaba en el aire: los tiempos, decían, están cambiando. Se hablaba del no público; es decir, de los que todavía no habían logrado el acceso a la cultura, al teatro con mayúscula, sino de los que no lo lograrían jamás, de los que no estaban en las promesas electorales ni estarían jamás en ellas. Para ellos era el teatro del Living. Quien se tome la molestia de releer lo que Julian Beck dijo a grito pelado en las calles y plazas de Aviñón en el verano de 1968, en los últimos coletazos del mayo por antonomasia, se sonreirá. ¡Qué lejos estamos 'de todo aquello! ¡La revolución!
Tenía razón Brook: su eclecticismo era rico, pero peligroso. No dejó nada. No fundó ningún Centro Internacional de Creaciones Teatrales, no supo hacerse mimar por los festivaleros millonarios, no fabricó ningún Mahabharata, pero nos mostró, aunque sólo fuese un instante, lo que no debíamos hacer.
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