El cese de Morán
LA DESTITUCIÓN de Fernando Morán como ministro de Asuntos Exteriores -inicialmente no previsto en la crisis que se preparaba- ha modificado la importancia de ésta. El cambio en el palacio de Santa Cruz confiere una aparente justificación a la teatral medida de anunciar, de manera oficial y con ocho días de anticipación, la intención del presidente del Gobierno de renovar su equipo. Tras el abortado reajuste de julio del año pasado, González comentó que la opinión pública se enteraría de los cambios de ministros únicamente cuando fuesen publicados en el Boletín Oficial del Estado. La espectacular apertura pública de la crisis hace una semana, contradictoria de ese propósito de discreción, hizo pensar que el presidente se disponía a introducir cambios en el Gabinete capaces incluso de afectar al rumbo de la política gubernamental en determinadas áreas. Sin embargo, ni siquiera la sustitución de Morán explica la extraña liturgia que ha acompañado a este reajuste, culminada con la última cena en la Moncloa, a la que asistieron -de cuerpo presente- los destituidos. El presidencialismo está ganando terreno a costa de los usos de los regímenes parlamentarios. Para los españoles que han vivido las crisis de gobierno franquistas, estos resabios autoritarios, aun proviniendo de líderes probadamente demócratas, causan una comprensible preocupación.Era un secreto a voces el mal entendimiento entre el presidente del Gobierno y su ya ex ministro de Asuntos Exteriores. Las discrepancias no nacían tanto de la política como de desencuentros personales y de distintas sensibilidades generacionales y de estilo. La falsa imagen de un Fernando Morán resuelto adversario de la permanencia de España en la OTAN y firme partidario de llevar a la práctica las ideas que había formulado en sus artículos y libros no encaja con los hechos producidos a lo largo de esta legislatura. Desde que Felipe González anunciara, en el Pleno del Congreso del debate sobre el estado de la nación, el decálogo fabricado para asegurar la permanencia de España en la Alianza Atlántica, Fernando Morán quedó activa y públicamente comprometido con el viraje de la política exterior del Gobierno entero. Pero ahora el ex ministro de Asuntos Exteriores, hombre de probada vocación y ambición política, puede sentir la tentación de cambiar otra vez de caballo y encabezar la oposición de izquierda a Felipe González, tan sensible a las cuestiones de política exterior. Por lo demás, preciso es reconocer que la crueldad de la política queda ilustrada con la estampa de esta destitución, tres semanas después de la firma del tratado de adhesión de España a la Comunidad Económica Europea, objetivo histórico al que Morán contribuyó con su peculiar estilo diplomático y después de superar con éxito la prueba de fuego de una campaña de bromas y de chistes. Morán tiene una imagen de izquierdista avant la lettre que no se compadece ni con su historial político ni con su gestión como ministro. Por si fuera poco, ha presidido la peor combinación de embajadores de España que este país recuerda en mucho tiempo, prisionero quizá de viejos compromisos con sus compañeros de carrera. Pero es justo decir que había revalorizado su imagen de político en los últimos meses.
Fuera de la sustitución de Morán, y si se confirman las especulaciones que anoche se hacían, el presidente ha respetado a los auténticos hombres fuertes de su Gabinete y ha mantenido las estrategias y los objetivos marcados hace dos años y medio. Los cambios en el área económica tratan de recomponer la unidad de la política gubernamental. La sustitución de Sotillos era inevitable si se quería poner remedio a una de las peores políticas de imagen que se recuerdan en este país. Y los otros retoques son del todo marginales, afectando a ministros tan poco significativos políticamente como Barón o Campo. En cualquier caso, es una injusticia que Morán, que había recuperado como decimos su imagen política, apuntándose éxitos que no le correspondían en la negociación con la CEE y otros absolutamente propios y dignos de elogio en el contencioso sobre Gibraltar, sea despedido de un equipo de gobierno que sigue incluyendo entre sus miembros a Barrionuevo. Éste ha batido todos los récords posibles de equivocaciones y se ha decantado ya como el claro representante de la derecha, no tan civilizada, en el Gobierno del PSOE. Sin duda es otra vez la derecha, y no sus votantes, a los que debe creer cautivos, lo que trata de cuidar con este reajuste Felipe González. Y es que un dato tan importante como los ministros que cesan y los nombres de sus reemplazantes -todavía dudosos, y sobre los que algo habrá que decir mañana- son los que permanecen. Dentro de esa categoría, y al margen el caso Barrionuevo, sobresale la figura de Miguel Boyer, cuyo relevante papel como diseñador de la política económica queda reforzado por la destitución de sus colaboradores discrepantes o poco estimados y por probables nombramientos de hombres de su confianza para las carteras de Obras Públicas y Transportes.
Felipe González ha optado por subrayar las líneas de continuidad de su segundo Gobierno -sustancialmente idéntico al anterior- y por rehuir los cambios que pudieran dar nuevo aliento e impulso a los proyectos socialistas o a las promesas de su programa. Con algunos mimbres diferentes, el cesto que se nos anuncia -aunque el secreto es tal, y tan ridículo, que nada parece todavía seguro del todo- continúa siendo el mismo. Es muy improbable que Felipe González realice un posterior reajuste antes de las elecciones legislativas. Este será, así pues, el rostro de la oferta socialista cuando los ciudadanos sean convocados ante las urnas para participar en el referéndum sobre la OTAN o para elegir a diputados y senadores.
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