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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Economía de guerra argentina

ENTRE EL patacón y el austral, el peso argentino ha tenido una azarosa vida de 103 años que resume las grandezas y miserias del país: su empinamiento hasta el quinto lugar en el ranking de las naciones más ricas y su despeñamiento actual, en un descenso sostenido, hasta el puesto número 44, según el último informe del Banco Mundial.El peso argentino, aquella moneda poderosa requerida en la década de los años veinte en cualquier capital europea, ha caído envilecido por una inflación acumulativa del 1% diario y una suma de despropósitos nacionales que arrancan del crack financiero internacional de 1929, comienzo de la decadencia argentina.

Un nacionalismo justificado por la historia de las depredaciones internacionales sufridas por el país, pero estrecho e inane; una desmesurada afición a fabricar dinero por parte de los Gobiernos, democráticos o dictatoriales; una elite financiera y agrícola-ganadera sin sentimiento nacional; décadas de inestabilidad institucional, y, finalmente, una demencial dictadura militar de siete años, consolidaron la quiebra de la nación argentina.

Argentina estaba en firme camino de bolivianizarse, y tal era la inflación y la consecuente especulación financiera que se devolvían en 90 días los importes íntegros en pesos de las compras adquiridas al contado. El valor real de la masa de dólares estadounidenses en circulación en el país era ya igual al monto de los pesos argentinos, y las emisoras de radio abrían sus informativos matinales con la cotización del dólar negro.

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El presidente Raúl Alfonsín, al asumir su mandato democrático hace 18 meses, se inclinó en materia económica por una de las fracciones de su partido (Unión Cívica Radical), la más radical, valga la redundancia, nacionalista y un punto demagógica. Nombró así a un ministro de Economía como Bernardo Grispun, que se negaba a planificar programas de austeridad interna y que levantaba la voz a sus interlocutores del Fondo Monetario Internacional. Sustituido Grispun por un técnico, Juan Sourrouille, el Gobierno ha dado un giro de 180 grados, implementando la economía de guerra augurada por Alfonsín en su discurso del 26 de abril en defensa de la democracia en la plaza de Mayo.

El plan económico argentino es de libro: congelación de precios, salarios y tarifas, renuncia a la emisión de más moneda y reforma financiera, con un austral fijo a 80 centavos de dólar estadounidense. Su cumplimiento, empero, queda sujeto no sólo a la voluntad gubernamental, que parece firme, sino a las variables institucionales y psicológicas de esta República.

Los sindicatos peronistas permanecen en guerra con el Gobierno y se han lanzado al peligrosísimo camino de hacer política; la oposición peronista está dividida en dos, partidos y cuatro grupos parlamentarios; los servicios de información y los grupos de tareas de la extinta dictadura militar permanecen activos y amenazantes, y tres ex presidentes y sus respectivos seis triunviros de las juntas militares se sientan simbólicamente en el banquillo del juicio de Buenos Aires por supuestos crímenes de Iesa humanidad.

En este contexto, lanzar un plan de economía de guerra con congelación de precios y salarios, reducción de la inflación a cero por decreto, paralización de la máquina de hacer billetes y cambio de moneda, pone de relieve el valor moral -pese a las vacilaciones de su carácter ciclotímico- de Raúl Ricardo Alfonsín. Acaso sea la credibilidad presidencial el único y frágil punto de encuentro de la vapuleada sociedad argentina. Esa credibilidad personal le prestó millones de votos peronistas para ganar las elecciones de 1983, le respaldó en referéndum su propuesta de paz con Chile, le está acompañan do en su juicio a las cúpulas militares responsables de la represión genocida y aún le seguirá, al menos por unos meses y hasta advertir los primeros resultados, en el trance de esta economía de guerra.

Las elecciones legislativas parciales de noviembre -un tercio de las dos Cámaras- serán el indicativo de cómo marchan las cosas. Presumiblemente, habrá para entonces sentencias en el proceso contra las juntas y se sabrá si la inflación ha podido ser o no estrangulada. Entonces, al margen de la emotividad de las concentraciones y reconcentraciones en la plaza de Mayo y de los patéticos discursos desde el balcón de la Casa Rosada o la plataforma sindicalista de un camión, al margen de los bombos, los argentinos ratificarán su destino. Un destino que, sean como fueren las cosas, sólo tiene dos bifurcaciones, y ninguna grata: o seguir derrumbándose en la bananización económica y política, según el modelo boliviano de desintegración, o vertebrar el país y modernizar el Estado en un accésit que promete, al menos para está generación, mayores sacrificios y una momentánea extensión de la pobreza.

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