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Tribuna:MISÓGINOS, CÍNICOS Y BENEVOLENTES
Tribuna
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Gregorio Marañón

Decía Bernard Shaw que los ingleses ponen a los negros a lustrar botas y luego deciden que los hornbres de color no sirven para otra cosa. Algo así ha ocurrido en nuestra civilización con la sexualidad femenina: primero se establece una intrincada, red de prohibiciones, tabúes y culpabilidades en torno a ella; luego se pontifica sobre su debilidad, más tarde sobre su inanidad, para terminar negándola cuando ha venido el caso.Cuáles hayan sido las motivaciones de este proceso es algo que no está todavía clarificado. Sin emabargo, existen datos en nuestra historia que pueden proporcionarnos pistas orientativas. En el Antiguo Testamento, por recurrir a las mismas raíces de nuestra civilización occidental, lejos de negarse nuestro potencial sexual, se alerta a los varones sobre sus peligros. La historia de Sansón perdiendo la fuerza viril por su abandono en los brazos de Dalila o la de Holofernes, decapitado por una seductora viuda, quien empleará su cabeza como trofeo para que el pueblo judío recupere su combatividad, son relatos de inequívoco significado.

Pero aquellas vigorosas mujeres bíblicas, capaces no sólo de vivir su sexualidad, sino de aprovecharla en la consecución de sus intereses, quedan reducidas en la Edad Media al tota mulier in utero, identificando a la mujer con el sexo y a éste con el pecado. Así, en esta época de grandes transformaciones sociales, se iba preparando el terreno para la inminente devalución del sexo. Con anterioridad, los padres de la Iglesia ya habían sido explícitos al respecto: "Mujer -amonestaba Tertuliano-, deberías ir siempre vestida de luto, cubierta de harapos y humillada en la penitencia, a fin de reparar la falta de haber perdido al género humano".

Más tarde, la explosión pagana del Renacimiento sería compensada rápidamente por la reforma, protestante y católica. Y, ya en el siglo XVII, como señala Foucault en su Historia de la sexualidad, se crearían nuevos cauces para el control de la sexualidad de acuerdo con las exigencias del desarrollo capitalista y el orden burgués, imponiéndose desde entonces un nuevo discurso encaminado a marginar aquellas formas de placer no sometidas a la economía estricta de la reproducción. Y este podría ser el trasfondo de la moral victoriana, de la que un nutrido grupo de caballeros ilustrados se sintió paradigma y cancerbero. Ninguno entre ellos tan notorio corno Segismundo Freud, quien suministró el soporte teórico para todo este andamiaje con su descrubrimiento de que la libido femenina era inferior a la masculina. A partir de él, todo lo que se diga sobre la miseria de nuestra sexualidad será previsible.

Dos razones de peso han podido, pues, trenzarse a lo largo de la historia para justificar el insistente empeño masculino por negar o minimizar la sexualidad femenina. Por un lado, el deseo de controlar nuestro potencial reproductor. Por otro, poner bridas a una sexualidad que se manifestaba capaz de avasallar a la varonil. La misma condición biológica del aparato sexual femenino así lo hace temer. Es evidente que las mujeres no tenemos los mismos requisitos que los hombres para recibir o proporcionar placer. El solo hecho de que la mujer pueda lograr varios orgasmos consecutivos sin precisar de las pausas que el hombre necesita entre una y otra eyaculación es realidad que no tiene por qué ser enarbolada como sueño de superioridad, pero tampoco se presenta como la más adecuada para sustentar el valor simbólico que se ha destinado al falo.

¿Cómo responden nuestros pensadores patrios ante semejante reto ideológico? Quemando etapas apresuradamente, podríamos situarnos en 1973, ante el artículo que el doctor Botella Llusiá, ginecólogo de renombre y rector a la sazón de la universidad Complutense, escribía para la revista Tauta. En él, nos deleita con argumentos como el que sigue: "Hay mujeres, madres de hijos numerosos, que confiesan no haber llegado más que muy raramente, y algunas no haber llegado, a notar nunca el placer sexual, y esto, sin embargo, no las frustra, porque la mujer, aunque diga lo contrario, lo que busca detrás del hombre es la maternidad (...). Yo he llegado a pensar alguna vez que la mujer es fisiológicamente frígida y que hasta la exaltación de la libido en la mujer es un carácter masculinoide, y que no son las mujeres femeninas las que tienen por el sexo opuesto una atracción mayor, sino al contrario".

La pasividad femenina

Con anterioridad, López Ibor, psiquiatra de fama y postín, rompía el silencio impuesto sobre el sexo por el franquismo con una obra de divulgación -El libro de la vida sexual (1968)- en la que, sin llegar a los extremos del profesor Botella, basa el modelo de la sexualidad humana sobre la pasividad y renuencia de la parte femenina. Para el doctor López Ibor, la gran diferencia entre los sexos estribaría en que, mientras la sexualidad masculina parte de una imperiosa necesidad biológica, la femenina se articula y desarrolla sobre un trasfondo psicológico de dependencia hacia el varón: "En el hombre se presenta la sexualidad repentinamente a partir de la función testicualr (...). En la mujer, la sexualidad aparece como el despertar de un largo sueño. El hombre es precisamente quien la despierta (...). Desde un principio, pues, en el hombre la sexualidad tiene un sustrato mucho más biológico, mientras que en la mujer se trata de un predominio de los fenómenos psíquicos".

Consecuentemente, con este discurso, López Ibor negará contumazmente que las mujeres podamos sentir algún tipo de escozor sexual, llegando a negar que la masturbación sea un acto normal entre las mujeres: "...en la mujer normal, la ipsación es una cosa sin sentido. Las que llegan a masturbarse lo hacen, o bien porque su sexualidad ha sido prematuramente excitada a veces de un modo artificial, o bien porque padecen trastornos emocionales graves que bloquean su camino hacia la madurez". Sin embargo, según el informe Kinsey, el 62% de las mujeres de más de 40 años se masturban. Claro que, ante esta constatación, nuestro psiquiatra se pregunta: "¿Se masturban o dicen que se masturban?" (prólogo a la obra de J. A. Valverde, y A. Abril, Las españolas en secreto). La impertinencia de la pregunta guarda proporción con la seguridad y aplomo que este y otros doctos caballeros emplean al hablar de los gustos, sentires o preferencias de las mujeres.

Un acendrado humanista

Pero, para adentrarnos en tan crucial aspecto del relato, deberemos detenernos en la egregia figura del doctor Marañón, principal promotor de la línea de pensamiento de la que Ibor y Botella son meros epígonos.

Ocioso es resaltar la importancia de Gregorio Marañón en nuestro panorama intelectual. Su dedicación a la práctica médica no le impidió abordar Ips más diversos aspectos de la cultura, lo que le clasifica como acendrado y venerado humanista. Sus ensayos sobre Don Juan, Amiel o El Greco consituyen todavía análisis modélicos de carácter. Y entre lo prolijo de su temática no fue el de la condición femenina el menos atendido. Así, en sus Ensayos sobre la vida sexual intenta desbrozar la maraña que los condicionamientos biológicos y culturales han tejido en torno a las mujeres. Y aunque en este intento se muestra incapaz de superar las contradicciones teóricas de su época, y a pesar de los rígidos principios morales que informan toda su obra, su análisis está alimentado por una concepción esencial progresista. El barullo que se arma al tratar de dar una alternativa a la marginación femenina habla más de su loable decisión de afrontar el problema en toda su complejidad que a un deseo de guardarse cartas en la manga, aludiendo temas fundamentales.

Reconocer todo esto no impide que, llegados al tema de la sexualidad femenina que nos ocupa, topemos con los mismos posicionamientos que antes hemos señalado. Más aún, Marañón representa por su altura intelectual el soporte más firme en nuestra cultura nacional contemporánea para la negación de nuestra sexualidad. Una y otra vez, a lo largo de su obra, optará por lo parvo de nuestras facultades sexuales. Como muestra, sirva este botón tomado de su Amiel: "La mujer diferenciada busca en el hombre no la hora jocunda del deleite, sino aquello que sólo el hombre de gran categoría puede darle: la guía espiritual. El amor físico, sólo el amor físico aislado de todo elemento psicológico y afectivo, se satisface en la mujer como en los niños, con cualquier cosa. Lo único que la mujer normal puede encontrar en el hombre es, fuera de la maternidad, ese descanso de su alma en el seno del alma masculina. Obsérvese que ningún gesto supera en voluptuosidad, en las mujeres femeninas, a ese, sin embargo, castísimo de reclinarse para descansar, para dormir, casi para morir, en el vasto pecho del varón".

Imposible añadir un ápice a semejante condensado sexológico. Quizá sólo nos resta a las mujeres -enarbolando bandera blanca- esgrimir los informes Kinsey, Master y Jhonson o Hite, por nombrar sólo aquellos que sobresalen por su carácter pionero o exhaustivo. Pero como aquí no se trata de confeccionar un tratado, sino de escarbar en la trastienda mental de nuestros ilustrados, las cosas deberán llevarse por otros terrenos.

La experiencia clínica

No teridríamos por qué dudar que las ideas sustentadas por estos eximios doctores acerca de la sexualidad femenina se fundamentan en su experiencia clínica. Pero, desde este punto de vista, llama la atención la carencia de datos que avalen sus tajantes afirmaciones, lo que puede inducir a pensar que en esta ocasión sus juicios se sustentan en observaciones más de andar por casa.

A este respecto, quizá valiera la pena recordar lo que el mismo Marañón comentaba a propósito de Moebius -el notable abanderado de la inferioridad mental de la mujer de principios de nuestro siglo: "(su) rabiosa parcialidad antifeminista... nos hace pensar que tal vez no debió irle muy bien en la lotería de los sexos que todos jugamos con variable fortuna".

Ciertamente, hay que admitir la desgarrada realidad de que la pasividad, la frigidez y hasta la náusea ante la práctica sexual que afecta a un buen número de mujeres (entre un 74% y un 78% de acuerdo con el ya mencionado informe de Valverde y Abril, realizado en 1975) dan a las relaciones sexuales ese carácter de lotería con que Marañón las adjetiva. Cuál haya sido la suerte de estos escudriñadores de nuestra sexualidad en este proceloso mar es algo que no nos incumbe. Lo que sí nos atafle es que hayan atribuido un carácter natural y permanente a lo que no es sino un proceso cultural e histórico.

Tampoco es mi interés traer a colación el conocido adagio "no hay mujeres frígidas, sino hombres inexpertos", por la sencilla razón de que éste encierra parecida distorsión que la que criticamos a nuestros ilustrados. El modelo sexual al que deberíamos aspirar no tendría que estar basado en la con descendencia, dominio, habilidad o potencia de uno de los sexos, sino en la participación en pie de igualdad y con respecto a la diversidad. O, por decirlo con las palabras de J. V. Marqués, "todo lo que hay que saber es aceptar el propiocuerpo y no confundir el de los otros con un felpudo".

Es de justicia reconocer que tanto Marañón como López Ibor, al situar la sexualidad femenina en unas coordenadas psicológicas, abogan por que la ternura y el intercambio lúdico pasen a ser comporientes importantes de la sexualidad humana. Cosa que les honra en vista de la testicularidad de los modelos dominantes de comportamiento. Lástima que el esquema sobre el que desarrollaron sus teorías nos aboque a una jerarquizacíón sexista del placer.

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