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Tribuna:FERIA DE SAN ISIDRO
Tribuna
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Mariana Pineda no iba a los toros

Durante una siesta del abril granadino, con un sol convaleciente en los cristales, Federico García Lorca soñó a Mariana Pineda. La imaginó en su casa de paredes blancas, agitada por un temblor de aroma de membrillos en el comedor, vestida de malva claro, con el grito de una rosa tras la oreja y los dedos escamosos de la aguja con la que bordaba la bandera de la libertad.De la bruma caliente del sueño, Federico la llevó a las páginas del drama teatral. Y allí, en la escena IV de la primera de las tres estampas de la obra, Mariana dialoga con Amparo, una de las hijas del Oidor de la Chancillería, que le cuenta una corrida de toros en la plaza de Ronda.

Amparo despliega ante los oídos de Mariana toda su fanfarria de aficionada y asoma la bulla de los tendidos que, en bella imagen muy lorquiana, "giran como un zodíaco, de risas blancas y negras". Le proyecta la detallada litografia del torero Cayetano, que mató cinco toros y "en la punta de su estoque, cinco flores dejó abiertas" y se lamenta de que Mariana, mustia flor encerrada tras las perspectivas de la plaza Bibarrambla, no haya ido con ella a Ronda: "yo pensaba siempre en tí / yo pensaba; si estuviera / conmigo mi triste amiga / mi Marianita Pineda".

Inútil pensamiento el de Amparo; estéril su deseo de tener a Mariana Pineda junto a ella en la aspereza berroqueña del tendido. La firme heroína del progreso no hubiera ido jamás con Amparo a Ronda porque, sencillamente, aborrecía las corridas de toros.

Hija espiritual de Jovellanos, el ilustrado reformista de todo y de todos, Mariana Pineda llevaba en sus ojos encarbonados de lumbre liberal todos los reproches hechos a la fiesta nacional por aquel inconforme asturiano, en su carta a José Vargas Ponce. Hermana espiritual de Larra, consumida en la misma pavesa romántica que el muerto ante el espejo, Marianita sabía que el público de los toros, "no tiene entrañas y su recreo es pasear los ojos en la sangre y ríe y aplaude los destrozos de la corrida".

No; Mariana Pineda jamás se hubiera puesto la mantilla de encaje ni asido el abanico redondo, ni lanzado el agudo contrapunto de un olé, entre la enredadera musical de la charanga. Mariana no hubiera soportado las tremendas caídas del picador, con el caballo huyendo en galope borracho hasta el otro extremo del ruedo y la risa del populacho como marcha triunfal de su enloquecida escapada; ni el caballo muerto sacado a rastras, entre los itinerarios de su propia sangre, con los estertores de la cola en la turbia agonía. Ni los gritos de "¡fuego!" y "¡perros!", con los que en las corridas de entonces se acogía a los toros cobardes. Y, sobre todo, no hubiera tolerado la muerte infamante del toro con la media luna, cruel instrumento oriental para desjarretarlo, con la que se le asestaba un golpe alevoso en los tendones de las piernas, cuando no acudía al trapo mentiroso.

A García Lorca, como a Homero, se le iba alguna vez el ángel al empíreo. Sólo con estas fugas celestiales es explicable que pudiera imaginar a Mariana atenta al relato colorista de la corrida de Ronda, en la que, por cierto, tampoco podría haber toreado Cayetano Sanz, como dice Amparo, porque en 1831, en que Mariana Pineda ve tronchado su cuello en el Campo del Triunfo, Cayetano tiene diez años de edad. Y es que un poeta no escribe con el Espasa junto al tintero.

Un seísmo de pasmo y desencanto habría sacudido los cimientos de las logias masónicas si esta mujer destinada a morir por la libertad, hubiera ido a cualquier plaza de los Puertos a ver torear a Juan León, que era la figura de la época. Calomarde, en la enrarecida penumbra de su despacho de la Corte, habría enmarcado sus sagaces cejas de maniobrero cuando le llegara la noticia. Y Femando VII, vacilantes sus torpes piernas de futuro apoplético, recorrería el salón del trono en asombrado paseo, buscador del motivo que llevara a la rebelde del sur a mezclarse en un graderío con la plebe del vivan las caenas.

No estaba la futura mártir para acercar los tonos de sus ojos a las bordadas sedas en los muslos de un torero. Mariana Pineda estaba sola, en las madrugadas frías con viento de Sierra Nevada, el aliento inquisidor de Pedrosa quieto aún en el aleteo rosado de sus oídos y la humedad del último beso de Pedro de Sotomayor entre sus dientes, mientras las piedras de Granada afilaban su duro presentimiento del día triste en que un romance popular las iba a hacer llorar.

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