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Tribuna:TRIBUNA LIBRE
Tribuna
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¿Existimos de derecho las mujeres?

No hay mujeres proabortistas, señala la autora de este trabajo al tratar el tema de la interrupción voluntaria del embargado, doloroso y bastante penoso para quien lo padece. Además, no hay representación femenina -o es muy escasa- en el Tribunal Constitucional, en los colegios médicos, en las asociaciones de padres de familia, en la Conferencia Episcopal, y así sucesivamente, por lo que llega a preguntarse sobre cuál es el sexo de una sociedad en la que las mujeres son, pese a todo, mayoría.

Me disponía a escribir un artículo sobre la prostitución (o las mujeres públicas), consciente de lo mucho que desde el punto de vista femenino queda por decir sobre la misma, cuando la sentencia del Tribunal Constitucional viene a desviarme a otro tema tan candente como aquél y a reforzarme en mi opinión de que no hay problemas separados, aunque separadamente los tratemos por mor de la operatividad, si no estrecha concatenación, como resultado de una situación global de discriminación e inferioridad social y jurídica del colectivo humano al que por sexo pertenezco, y que paradójicamente es mayoría en la sociedad.El discurso sobre el aborto o la interrupción voluntaria del embarazo, según de parte de quién habla, está plagado de matices confusos, hasta cierto punto comprensibles si se entiende que sus connotaciones se hallan entreveradas de matices éticos, emocionales y jurídicos, y estos últimos, a su vez, divididos en dos corrientes de pensamiento claramente opuestas por el vértice. Mi intención es aclarar, si puedo, alguno de estos puntos confusos. Y hablaré de la interrupción voluntaria del embarazo en sentido abstracto, por encima de los tres supuestos que contempla la ley, aunque sin perder de vista que ha sido precisamente esta ley la que ha desencadenado el discurso.

Proabortistas

En primer lugar, no hay mujeres proabortistas. El derecho -que no la obligación- a interrumpir un embarazo contempla una posible situación de conflicto que nadie se crearía si pudiera evitarlo. Si se lleva a cabo en situaciones sanitarias adecuadas, la interrupción del embarazo es un proceso menos arriesgado y doloroso que un embarazo y un parto, y esto lo saben los médicos, pero aun así se trata de una intervención penosa por la que ninguna mujer quiere pasar por pura trivialidad.

El riesgo e incomodidades de una gestación a término, en cambio, son asumidas a diario por miles de mujeres corno parte consecuente y necesaria de un proceso libremente aceptado que las conduce a la maternidad. Porque la maternidad no es sólo un acontecimiento biológico: es una inversión psíquica para toda la vida; una inversión corporal, en términos de salud, con probabilidad de secuelas más o menos graves y por menor o mayor tiempo; una inversión en lo social intensa durante un intervalo de 18 a 25 años si el hijo/a es normal, y atenuada hasta la muerte.

El discurso sobre la maternidad se ha movido hasta el presente en el contexto de las ciencias de la naturaleza, como si las mujeres fuesen campos, árboles o ganado. La evolución del pensamiento del colectivo humano, que ha segregado en el siglo XX el concepto de democracia, no puede seguir haciendo un análisis de ese tipo.

Es obvio, pues, que se desea la frecuencia mínima de interrupciones de embarazo, pero para que el número sea realmente un mínimo hay que modificar el contexto en profundidad por medio de una formación psicosexual y una política anticonceptiva adecuadas.

Pero, si se reconoce que la mujer es persona, ello implicará la posibilidad de desenvolvimiento de la sexualidad femenina, una de cuyas características es que no está abocada necesariamente al embarazo. La desrepresión de dicha sexualidad, esto es, la facilitación de unas relaciones hombre-mujer sobre la base de la equidad en todos los terrenos, de donde siendo el sexual uno de ellos estará allí también garantizada, es contemplada ya por muchos pensadores como la alternativa idónea para la convivencia en un mundo más ético. Es de puro silogismo que las relaciones de poder entre los sexos, sobre las que todavía está organizada la sociedad, redundan en un determinado modelo de sexualidad del que se siguen derivando, lamentablemente, muchos embarazos no deseados.

Surge una aparente contradicción en el sentido de que uno de los argumentos a los que se ha apelado -con razón- para pedir la despenalización parcial del aborto es el alto número de mujeres que se ven obligadas a recurrir a él, sea clandestinamente y con riesgo en España, sea a costa de un gran esfuerzo económico -para muchas- en el extranjero.

Menosprecio

Dije aparente porque este alto número lo ha propiciado el mismo orden de cosas de quienes se denominan antiabortistas, cuyo menosprecio de la mujer y sus derechos ha favorecido la violación dentro y fuera del matrimonio, los malos tratos, la imagen de la mujer como simple objeto sexual, y ha manipulado el psiquismo femenino de modo que no pueda sino jugar el papel complementario para conseguir la ilusión de sentirse persona. Y añado: el mismo modelo de sociedad que ha de llevar la democracia hasta las relaciones entre los sexos no dejaría inermes a una minoría, por serlo, de mujeres necesitadas de interrumpir su embarazo, situación ésta al menos estadísticamente inevitable.

Otro punto nos lo proporciona la realidad del proceso que va desde la elaboración del proyecto de ley de despenalización para los tres supuestos -incluido su debate y aprobación en las Cámaras- hasta el recurso previo y la sentencia del Tribunal Constitucional, y que nos permite constatar una vez más lo siguiente: el unisex político e institucional en que se opina, presiona, delibera y ejecuta sobre derechos intrínsecos de las mujeres.

No hace falta recurrir a estadísticas para darse cuenta de que la representación femenina en ambas Cámaras es mínima, y nula. en el Tribunal Constitucional. Y sigue siendo mínima o nula en instituciones tan influyentes como los colegios de médicos, la Confederación de Padres de Familia, la Conferencia Episcopal, etcétera.

Incluso el número de los artículos de prensa publicados durante 1983-1984 mientras se debatía el proyecto de ley estuvieron en una proporción de 8 a 10 a favor del sexo masculino, a pesar de que las mujeres estamos bastante mejor representadas en profesiones como las de escritora y periodista. Y no creo que fuese porque muchas no intentamos decir algo en aquella ocasión.

Si las mujeres no están representadas en ninguno de los tres poderes clásicos de una democracia, tienen poco o ningún peso en las instituciones y se les escatima la palabra como grupo opinativo, ¿qué se puede deducir de tal estado de cosas si hacemos razonamientos propios de un pensamiento lógico? Que las mujeres, impedidas legalmente de decidir sobre su cuerpo, se convierten, en materia de reproducción, en úteros extracorporales del hombre que éste maneja según su criterio y voluntad.

Capacidad de decisión

Si tales mujeres, a pesar de sus derechos fundamentales al voto, el trabajo, el divorcio y otros, no tienen capacidad de decidir sobre lo más íntimo de su ser, como son sus entrañas y su psiquismo -forzado éste a una fantasía de maternidad que rechaza y a experimentar sentimientos que no tiene en determinadas circunstancias-, entonces, insisto, no es una persona sino una matriz extracorporal del varón, un apéndice, una parte de una totalidad que es el sexo masculino.

Y en ese caso sólo tenemos, siguiendo con el discurso lógico, dos alternativas: consentimos todos/as en que eso sea así y releemos para actualizarnos La política de Aristóteles y su concepción de qué es amo y qué es esclavo, o declaramos que es anticonstitucional que las mujeres funcionen como el apéndice de otro y no como personas, ateniéndose al tran traído y llevado artículo 15 de la Constitución.

Desde que Luis XIV, el unisex absoluto, dijo "el Estado soy yo" hasta las democracias actuales han cambiado muchas cosas, es cierto; pero, ¿ha cambiado el sexo del Estado?

Existir o no existir, ésta es la cuestión.

Victoria Sau es profesora de Psicología Evolutiva en la universidad de Barcelona.

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