Reagan, en casa
EL RECIBIMIENTO dispensado ayer por el Rey y por el presidente del Gobierno a Ronald Reagan, el quinto presidente de Estados Unidos que visita España, subrayó las relaciones oficiales de amistad y de alianza entre ambos países, enlazados por un pacto militar y situados en la misma área de valores e intereses. Pero esas relaciones hay que analizarlas también desde los sentimientos contradictorios que Estados Unidos genera aquí y la muy concreta versión política que de ese país supone la figura de Ronald Reagan.Con excepción de la derecha tradicional española, la misma que hizo patente su germanofilia durante la Gran Guerra y su apuesta en favor del III Reich hitleriano en la II Guerra Mundial, el resto de los españoles de a pie han solido mostrar su simpatía por el dinamismo, la creatividad y el pluralismo que el sistema democrático norteamericano despliega dentro de sus fronteras. Mientras Europa tardaba casi dos siglos en extender y afianzar el legado de libertad, igualdad y soberanía popular transmitido por la Revolución Francesa, Estados Unidos, crisol de inmigraciones, estableció desde sus comienzos un cuadro institucional que permitía a sus ciudadanos luchar al menos por hacer realidad los ideales del pensamiento democrático. Si la capacidad para asimilar a medio plazo las oleadas migratorias, para acometer reformas en beneficio de las minorías o para dar carta de derecho a la disidencia ponen de manifiesto la flexibilidad de su sistema político, los progresos en la ciencia, en la innovación tecnológica y en la modernización de los servicios dan prueba de la pujanza ¡de su sistema productivo y de las virtudes de su inmenso mercado. Pero, como ya tuvo ocasión de comprobarlo en su propia carne la España de la Restauración, desalojada de sus últimos dominios americanos por la intervención norteamericana, la política exterior de Estados Unidos, especialmente en Latinoamérica, no está siempre alimentada por los mismos impulsos de signo democrático que moderan los conflictos de poder en el interior de sus fronteras.
Tal vez esa doble dimensión -interior y exterior- de la política norteamericana explica las reacciones ambiguas que suscita en la opinión democrática española la mayor potencia industrial, científica y militar del planeta. Mientras nuestra derecha autoritaria desempeña ahora frente a Ronald Reagan el papel de aduladora de unos proyectos estratégicos que merecen la repulsa de los liberales norteamericanos, los sectores españoles del centro y la izquierda democráticos se mueven dentro del conflicto, limpiamente moral, de aceptar la comunidad de valores con el mundo occidental y de rechazar, al tiempo, las implicaciones de una geoestrategia militar que las mismas elecciones presidenciales americanas venideras pueden invalidar.
Si la caverna española ha sido tradicionalmente más papista que el Papa, a nadie puede extrañar que se agarre de forma convulsa a la versión más extrema y belicosa de las formulaciones de Reagan en política exterior. El espectáculo de servilismo que ha organizado con ocasión del viaje del presidente de Estados Unidos produciría rubor si no fuera por las connotaciones que reviste para nuestra política interna y para la dignidad nacional. Que Ronald Reagan sea el jefe del Estado de un país aliado no significa que haya que aceptar al pie de la letra, e incluso desbordándolo en entusiasmo, unas propuestas de política exterior que para muchos ponen en riesgo la paz del mundo y que atentan a la independencia de un país de nuestro idioma y de nuestra cultura como es Nicaragua. La opinión del presidente norteamericano en el sentido de que España no ha comprendido su postura sobre este tema parece demasiado ingenua si lo que quiere decir es que se hacen interpretaciones equivocadas o distantes de la realidad. La decisión del bloqueo económico y comercial, las ayudas militares a los contras, contestadas en el propio Estados Unidos, la práctica de la guerra sucia por elementos de la CIA, son hechos sustantivos y fáciles de ser explicados y comprendidos por todo el mundo. Pero son prácticas inadmisibles por parte de alguien que quiera presentarse como campeón de un sistema de libertades.
El éxito de convocatoria de las manifestaciones celebradas el pasado domingo contra la visita de Reagan a España no hace sino mostrar las fronteras -legítimas- de esos sentimientos de ambigüedad. No es que Reagan haya venido en un mal momento, como misericordiosamente ha apuntado Miquel Roca; es que Reagan y su política exterior generan un considerable rechazo no sólo en España, sino también en otros países de Europa occidental. El viaje a España, además, estuvo rodeado de circunstancias extrañas desde el primer instante. Un cambio de fechas unilateral, originado por el deseo del presidente de hablar en Estrasburgo, estuvo a punto de motivar la cancelación de la visita, que había sido precedida de toda clase de anécdotas: detención y expulsión de España de dos norteamericanos con status diplomático acusados de actividades de espionaje, presiones en torno a la reexportación de tecnología, así como confusas declaraciones de ambos Gobiernos sobre la oportunidad o necesidad de revisar los pactos bilaterales.
El incidente surgido en Alemania Occidental entre el mandatario estadounidense y el Partido Socialdemócrata sirve además para iluminar la actitud bien distinta que Reagan tendrá en España, otorgando una entrevista al denominado líder de la oposición y reconfirmando a Manuel Fraga en ese curioso papel que un día le inventó -para su propio peculio político- Felipe González. La Casa Blanca no puede desconocer que esa figura no es sino una ficción, a la vez generosa e interesada, para mantener al frente de la derecha a un candidato electoralmente inviable y para garantizar al PSOE el triunfo en los próximos comicios. La manera con que Fraga ha pagado la deferencia de Reagan, abrumándole de elogios y denostando a quienes ejercen el derecho democrático a la protesta, se compadece bien con el apoyo dispensado a su figura y a Alianza Popular por sectores del más recio conservadurismo norteamericano. La pretensión de condenar como antipatriótica la disensión, de atribuir al oro de Moscú la defensa de la soberanía de Nicaragua o la protesta por el bloqueo económico, la de establecer conexiones directas entre las manifestaciones pacificistas y los atentados terroristas, tal y como sugieren los portavoces de la involución, muestra las débiles raíces democráticas de una derecha autoritaria quizá añorante del franquismo y siempre dispuesta a coquetear con el golpismo.
Nada de eso justifica el vandalismo que sectores minoritarios de los manifestantes en Barcelona y sobre todo en Madrid han practicado contra la sede de Alianza Popular o quemando banderas de Estados Unidos. Aun aceptando que no sean exclusivamente provocadores quienes realizan esos actos, la verdad es que en nada favorecen a quienes han querido expresar democráticamente su protesta por la visita del presidente norteamericano. Pero además de injusto sería necio suponer que el significado de las demostraciones es principal o sustancialmente el de quienes han protagonizado esas anécdotas de gamberrismo inútil. Porque, independientemente de ello, las manifestaciones anti-Reagan han convocado en la calle a centenares de miles de personas en un momento -reciente está el Primero de Mayo- de debilidad de las movilizaciones populares. Ese es un dato político de primer orden que nadie puede ignorar. No lo puede hacer la oposición fraguista, pero tampoco el poder socialista, embarrado hasta las cejas con el tema del referéndum sobre la OTAN. Seguramente los recientes sondeos y las movilizaciones de ahora servirán para poner de relieve las dificultades que tiene Felipe González para obtener un sí a la Alianza. Estamos también seguros de que los expertos de la Casa Blanca, aunque no hayan brillado por su eficacia en la preparación de este viaje de su presidente a Europa, lo tendrán igualmente en cuenta para el futuro próximo.
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