La imaginación histórica
La fecundidad de la labor de Américo Castro en el ámbito de nuestra historiografía aparece cada día con mayor nitidez. A los 10 años de su fallecimiento, el tiempo no ha invalidado sus controvertidas ideas sobre el país y su literatura: las ha confirmado y enriquecido, y la gran mayoría de sus observaciones y planteamientos conserva todavía una notable vigencia y actualidad. Hablar de la obra de don Américo es referirse así a hechos, nociones y pensamientos vivos, cuya fuerza genésica, revulsiva, impregna nuestra visión de España y su cultura, de su pasado, su presente y su porvenir.Aunando felizmente el rigor erudito y la imaginación histórica, una insaciable curiosidad abierta a múltiples áreas culturales y una saludable falta de respeto a los valores caducos y hueros secularmente consensuados por la tribu, la empresa creadora de Castro constituye un ejemplo rarísimo entre nosotros de lucidez, honestidad y valentía. Su empeño quijotesco contra los molinos de viento de nuestros mitos y supuestas esencias, denuncia implacable de las imposturas y falsedades de la historiografía tradicional, y su sonambulismo teórico, relectura feraz y esclarecedora de nuestros clásicos, su concepción antiacadémica de la cultura como un corpus sensible en movimiento, han contribuido de manera decisiva a descentrarnos y desumbilicalizarnos, ayudándonos a ver quiénes somos y, lo que es más importante, a dónde vamos o deberíamos ir.
Desde su admirable España en su historia. Cristianos, moros y judíos, recientemente reeditado, hasta los textos escritos en vísperas de su muerte, su tarea mitoclasta e innovadora no deja de extenderse y adquirir mayor hondura y complejidad. La redefinición y rescate de la España de las tres culturas -tan agudamente captada antes que él por Blanco White-, el análisis del carácter mudéjar de la espléndida literatura medieval castellana -del Cantar de Mio Cid al Libro de Buen Amor-, la finísima percepción del conflicto intercastizo en su dimensión literaria -las páginas magistrales consagradas a Rojas y Alemán, Fray Luis y Quevedo, Vives y Santa Teresa-, su permanente y luminosa obsesión con el genio de Cervantes -en los antípodas de la cortedad y cerrazón de la mayoría de nuestros cervantistas-, son los temas centrales de una vasta producción que, encarada al pasado, apunta con todo a nuestro futuro. No hay esenciás ni rasgos nacionales perdurables, nos dice don Américo: la historia de un pueblo no es otra cosa que la suma de las influencias exteriores que ha recibido. Nuestra decadencia fue resultado de la adopción de un conjunto de dogmas y actitudes que rompieron el equilibrio de la sociedad medieval hispana y sustituyeron sus feraces trasvases culturales con un aislamiento purista y estéril, culpable de nuestro acartonamiento e inmovilismo. A las concepciones a menudo reaccionarias, místicas o excluyentes de sus detractores Castro opone una visión fluida y plural de España embebida de espiritualidad cervantina. Como Cervantes, don Américo fue un hombre de su tiempo, atento a los progresos de la literatura y de la ciencia, no un mero erudito encastillado en la plaza fuerte de su saber.
"Matizada occidentalidad"
La especialización profesional de nuestros críticos, limitada ya al conocimiento aislado de la literatura hispana, ya al de las lenguas y literaturas románicas con las que aquélla preferentemente enlaza, unida en muchos casos a una total ignorancia de las obras procedentes de otros campos culturales y, lo que es peor, a una postura violentamente prejuiciada contra ellas, explica que, como señalé en otra ocasión, el estudio de una serie de textos capitales de nuestras letras haya sido hasta fecha reciente parcial y engañoso: la literatura castellana era examinada -y desdichadamente lo sigue siendo por algunas cabezas pensantes curiosamente impermeables al lenguaje de los hechos- en función de sus coordenadas latinocristianas, aceptando a lo sumo un pasajero contagio árabe y judío. Aunque romanista, Castro vislumbró la "matizada occidentalidad" de España y la pervivencia entre nosotros del rico legado semita presente en autores tan dispares y alejados en el tiempo como Juan Ruiz y Galdós.
Su poderosa imaginación inductora -esa capacidad metafórica aplicada a los hechos que tan a menudo lo convierte en poeta- no ha influido tan sólo en la pléyade de historiadores y ensayistas que tan fructuosamente siguen sus huellas; ha actuado también de forma espermática en la visión novelesca de autores cuya obra, sin ella, no sería hoy la que es o lo sería de modo distinto. Sin detenerme en el caso de mis propias novelas -en especial Reivindicación del conde don Julián- citaré Terra nostra, la obra maestra de Carlos Fuentes, y las páginas finales de Tiempo de silencio, en las que el protagonista, desengañado medita sobre la cecina castellana y amojonamiento del páramo para evocar, anticipándose a la invasión mental y poética de mi héroe tangerino, que al otro lado del Estrecho "todavía están lo moros".
Cultura mestiza
Encerrarse en la contemplación de los valores nacionales tradiciona les, nos enseña don Américo, no conduce a nada. La cultura es y ha sido siempre mestiza, fecundad por sus contactos y roces con e acervo universal, y España será lo que los españoles casticistas o modemos, oreados o apartadizos, hagamos de ella. Aun en mis época de mayor distanciamiento físico y moral de mi país la obra de Castro me ha reconciliado con él, trayendo a mi corazón y memoria aquel "bien está que fuera tu tierra" del bellísimo y hondo poema de Cernuda.
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