Respuestas vigorosas al drama de la cultura
La introducción a un tema, género clásico desde el helenismo tardío, debe ser a un tiempo objetiva, fiel a lo que el tema por sí mismo sea, y subjetiva, porque cada expositor ve el tema y penetra en él según su propio saber, su propia experiencia y su carácter propio. Objetiva y subjetiva va a ser, pues, esta introducción al pensamiento de Américo Castro. Con la cual me propongo, además de rendir homenaje a su memoria, contribuir a que ese pensamiento sea entendido según lo que Américo Castro dijo y no según lo que sus malentendedores y detractores han solido decir.En mi personal estimación de la obra de Castro ulterior a España en su historia (1948), dos instancias fueron decisivas, una tocante al drama de nuestra guerra civil, tan importante en el curso de mi vida, y relativa la otra a mi oficio de estudioso. ¿Por qué, me preguntaba yo, tan frecuentemente ha recurrido España a la guerra civil como recurso para resolver el problema de la convivencia política, y por qué nuestras peleas internas han solido llevar en su seno, hasta hoy mismo, una vena de guerras de religión? ¿Por qué, más allá de lo que tan desmesuradamente habían dicho los contrapuestos protagonistas de la famosa "polémica de la ciencia española", Laverde y Menéndez Pelayo, por un lado, Perojo, Revilla, Azcárate y Salmerón, por el otro, ha sido tan exigua nuestra contribución a la historia de la ciencia moderna? En mi breve e incompleta introducción a Américo Castro, sólo a esta segunda pregunta voy a referirme.
Desde que como tal se constituye, España es un país genialmente creador. Durante su Edad Media da a la cultura europea las jarchas, el Poema del Cid, Ramón Llull, Arnau de Vilanova, Jorge Manrique, el Arcipreste, Ausias March y el Tirant lo Blanc. En el filo del medievo y el mundo moderno crea el primer Estado nacional de Occidente y abre caminos nuevos a la sensibilidad y a la literatura con la maravilla de La Celestina. Y poco después, a la vez que conquista y coloniza el Nuevo Mundo, será la patria de Luis Vives, Ignacio de Loyola, Luis de León, Teresa de Ávila, Juan de la Cruz, el autor del Lazarillo, Vitoria, Domingo de Soto, Molina, Suárez, Cabezón, Cervantes, Lope, Quevedo, Góngora, Zurbarán, Murillo, Velázquez y Calderón, y enseñará a Europa náutica, cartografía, cosmografía, música, metalurgia y administración. Un enorme regalo a la cultura europea y, a través de ella, a la cultura universal.
Cultura creadora
Ahora bien: ¿de qué modo ha sido creadora y europea la cultura española? ¿Lo ha sido como, cada una a su manera, las culturas francesa, italiana, inglesa y alemana? Una conocida frase de Cajal nos da la respuesta: al carro de la cultura española le falta la rueda de la ciencia. Mientras en España nacían y creaban los gigantes que acabo de nombrar, ¿por qué no tuvimos científicos equiparables a los Copérnico, Paracelso, Vesalio, Harvey, Fermat, Kepler, Galileo, Descartes, Huygens, Newton y Leibniz? Un solo ejemplo. ¿Por qué la Academia de Matemáticas creada por Felipe II fue: lo que realmente fue?
He aquí nuestra Edad Media. Es cierto que por la Cataluña del siglo X penetran en Europa, gracias a los traductores de Ripoll, la numeración de posición y el empleo de la cifra cero, y que algo más tarde llegan por Toledo a Occidente los Elementos, de Euclides; la obra matemática de los hermanos Banu Sakir; la Historia de los animales, de Aristóteles, y, no pocas cosas más. Pero ¿por qué la España medieval no supo aprovechar tan valiosa semilla científica, y ésta hubo de dar sus primeros frutos en Francia (Gerberto de Aurillac), en Inglaterra (Roberto Grosseteste, Bradwardine, Swineshead) y en Italia (Fibonacci)? ¿Por qué fueron precisamente las Tablas alfonsíes la máxima consecuencia hispánica de esa fecunda recepción del saber científico oriental? "La ciencia española de la baja Edad Media", escribe el docto y ponderado Juan Vernet, "no supo sacar provecho de las obras que, tratando de la naturaleza, fueron traducidas en su suelo... Sólo preocupaban las cuestiones prácticas que pudieran afectar a la vida cotidiana y a la guerra".
Prosigamos. ¿Por qué en los siglos XVI y XVII, cuando España llega al cenit de su poderío político y de su potencia creadora, fue nuestra ciencia -en cantidad, en calidad y en estilo- lo que realmente fue? Responder con argumentos demográficos, socioeconómicos, sociopolíticos y sociorreligiosos es quedarse en lo penúltimo. A lo que en nuestra cuestión es último sólo puede llegarse admitiendo estos tres casi perogrullescos asertos: 1º Tomada en su conjunto, a la sociedad española de la Edad Media y de nuestro siglo áureo no le interesaba de veras el saber científico. 22º En consecuencia, fueron muy pocos los españoles con vocación de hacer ciencia y con resuelta voluntad de hacerla. 3º En el ejercicio de su vocación, esa minoría tuvo que luchar contra la indiferencia, cuando no contra el recelo de sus compatriotas. "Cosa lastimosa y aun vergonzosa es", escribía a fines del siglo XVII el médico Juan de Cabriada, en un texto exhumado por la diligencia y el acierto de López Piñero, "que, como si fuéramos indios, hayamos de ser los últimos en recibir las noticias y luces públicas que ya están esparcidas por Europa". Ya en pleno siglo XVIII, las argucias de Jorge Juan para hacer socialmente tolerable el heliocentrismo demostraban que, a este respecto, no había cambiado gran cosa el meollo tradicional de nuestra sociedad.
Un modo de vivir
¿Por qué? La respuesta de Américo Castro tiene como punto de partida un análisis original y una original comprensión del modo de vivir -la vividura, el peculiar sentido que para un grupo humano tienen sus varias actividades: comer, comerciar, conocer el mundo, gobernar, guerrear o invocar a Dios- que en la península Ibérica fue constituyéndose durante la Edad Media. Tres rasgos principales pueden señalarse en su génesis y en estructura: la secular lucha contra el islam y el hondo hábito de espera y esperanza que esta lucha engendra en las almas españolas; la creación de instituciones y mitos antisimétricos de los islámicos (Santiago y Mahoma, por ejemplo); la habitual convivencia con árabes y judíos, y como consecuencia, la intensa penetración del vivir de estos grupos étnico-religiosos en la trama vital de los españoles cristianos. Así puede ser entendido el hecho de que varios de los rasgos específicos del medievo europeo -feudalismo, naciente burguesía artesanal y comercial, paulatina racionalización de la vida: teología y filosofía escolásticas, nominalismo, matemática, naciente ciencia del cosmos, ragioneria italiana- sólo tenues y singulares fuesen en aquella jovencísima España.
Terminada la Reconquista, ¿qué va a ser de la ya completa patria española? ¿En qué va a emplearse la energía latente de unas almas que a lo largo de casi ocho siglos han convertido en hábitos psicosociales la esperanza en un altísimo destino terrenal y la total instalación de la vida en la fe cristiana?
La rica y documentada respuesta de Castro puede ser esquemáticamente ordenada en tres puntos.
En primer término, la vigorosa tendencia anímica a convertir en compacta uniformidad la sólo relativa unidad de las cosas humanas, que siempre es y debe ser unitas multiplex. Consecuencia, la expulsión de judíos y moriscos y la aparición de una minoría de cristianos nuevos, unos por conversión sincera., otros por táctica; minoría que formará en el seno de nuestra sociedad una casta distinta de la dominante, la de los cristianos viejos, y pondrá en la entraña de nuestra vida moderna una secreta vena conflictiva. Dos egregias tradiciones culturales (la de los cristianos viejos, con Lope, Quevedo y Calderón a su cabeza, y la de los cristianos nuevos por casta o por mentalidad, coronada por Fernando de Rojas, Luis Vives, fray Luis de León, Teresa de Jesús y Cervantes), una serie de hábitos anímicos y sociales (el vivir como desvivirse, el integral sino de la persona, la visión del mundo en tomo como escenario de la hazaña personal, el modo español de entender la inquisición y la limpieza de sangre, el menosprecio de las artes mecánicas, el escaso interés colectivo por la ciencia nueva o el recelo religioso ante ella) y una viva tensión entre dos modos de entender la vida religiosa (la religión como férula mental y social, Felipe II, el inquisidor Valdés, el Santo Oficio, y como amor evangélico y mística aventura interior, Carranza, ciertos erasmistas, Teresa de Jesús, Juan de la Cruz), darán múltiple expresión a esa fuerte tendencia a entender como monolítica uniformidad la siempre problemática unidad de la vida colectiva.
La aventura americana
Tal es el suelo en que arraiga y cobra cuerpo la magna empresa de la conquista y la colonización de América. No es un azar que la corte y los hombres de Castilla hicieran suyo el proyecto de Colón y se lanzasen luego a la fabulosa aventura americana. Fraguada y alimentada durante los siglos de la Reconquista, la española sed de plusultridad -acéptese tan feo vocablo- tuvo campo nuevo e inagotable en la inmensidad del continente americano.
A lo cual se unirá, bien poco después, la guerra total contra la Reforma protestante a que solemos llamar Contrarreforma. Las enfáticas frases con que el Menéndez Pelayo joven definió a la España del siglo XVI -martillo de herejes, amazona de la raza latina, valladar contra la barbarie germánica y su espíritu de disgregación y herejía- fueron en aquella España intensos sentimientos comunes. ¿Podrían comprenderse, si no, las sañudas admoniciones epistolares de Carlos V a sus hijos, cuando en Yuste le comunican que hay protestantes en Valladolid y en Sevilla? A la sorda tensión conflictiva creada por los cristianos nuevos se une la que en los cristianos viejos suscitan los españoles vocados al libre examen de la escritura.
Unidad como uniformidad, empresa americana, guerra total contra la Reforma; a estas tres coordenadas deben ser referidas las ingentes hazañas, las grandes creaciones, las indudables deficiencias y las oscuras tensiones interiores de nuestros dos máximos siglos. Enfrente, con el viento de la historia a su favor, el mundo moderno: pluralismo religioso y político, creciente secularización de la sociedad, Estado no confesional, nueva ciencia del cosmos, progresivo desarrollo de las técnicas sobre esa ciencia fundadas, racionalización y objetivación cada vez más intensas de la vida civil. Muy en esquema, así entiende Américo Castro tanto la grandeza y el drama de nuestra cultura como la escasez de nuestra parte en la edificación de la ciencia moderna. Y también según esta pauta podría ser entendida la historia ulterior de la ciencia española: auge prometedor en el siglo XVIII, penoso hundimiento en la primera mitad del siglo XIX, nuevo y más prometedor ascenso desde la restauración hasta 1936, vicisitudes diversas -entre ellas, la obra del propio Castro, inexplicable sin su experiencia de la guerra civil y el exilio- a partir de esa sangrienta fecha.
La peculiaridad de la historia de España no es para Castro -nada más evidente- la sucesiva expresión de un Volksgeist o alma nacional esencial e invariable, sino la consecuencia de hábitos históricamente adquiridos e históricamente modificables, si a ello nos ponemos con inteligencia y tenacidad. ¿Es posible una sociedad española que entendiendo su pasado como realmente fue, asumiendo sus glorias, revisando sus errores y corrigiendo sus deficiencias, sepa vivir en libertad y pluralidad, ordenar razonablemente su vida y hacer ciencia y arte que de veras cuenten en la historia? "Sí, es posible", respondería Castro. Contra lo que sus malentendedores más de una vez han afirmado, el logro efectivo de esa posibilidad fue, me consta, una de las más vehementes y profundas intenciones de su vida y su obra.
Babelia
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