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Claude Lanzmann ha invertido 10 años en realizar un impresionante filme sobre el exterminio judío

350 horas de testimonios suponen la base de 'Shoah'

Soledad Gallego-Díaz

Claude Lanzmann, amigo de Jean-Paul Sartre y de Simone de Beauvoir, animador, como ellos, de la revista Temps Modernes, ha realizado una película, Shoah, que pasará a la historia del cine y a la de Europa. Un filme de más de nueve horas en el que se revive el exterminio de seis millones de judíos. La película se ha estrenado, dividida en dos partes, en salas comerciales parisienses, y será emitida próximamente por la primera cadena de la televisión francesa. El filme adquiere actualidad en razón de la polémica decisión de Ronald Reagan de visitar un cementerio donde están enterrados miembros de las genocidas SS. (Véase El PAIS del pasado martes.)

Lanzmann ha invertido 10 años de su vida (de los 50 a los 60) en buscar los testimonios, visitar los escenarios y reunir las piezas de aquel genocidio. Es un hombre alto, con el pelo gris y aspecto tranquilo y confortable. En su juventud luchó en la Resistencia y fue procesado por denunciar la tortura en Argelia. Fue uno de los primeros judíos en conciliar una defensa apasionada del Estado de Israel con la defensa de los pueblos árabes. Hoy parece cansado, casi exhausto, por la terrible experiencia personal que le ha supuesto el rodaje de 350 horas de testimonios que son la base de Shoah."He rodado una película, no un documental". Una película extraña, con una escalofriante mezcla de horror y de belleza, que el espectador sigue fascinado, como si se tratara de una intriga. "Es una película en la que sólo se habla de la muerte, pero en la que no se ve ni un cadáver", explica. Un filme en el que los vivos hablan por los muertos. Es asombroso comprobar el efecto que logra Lanzmann con una idea simple: la precisión.

Atrapado por el horror

Con muy pocos medios -una sola cámara- y una voluntad de hierro, el director se empeña en arrancar cada detalle, cada mínimo aspecto del paisaje, de los edificios, del recuerdo de los supervivientes, de sus verdugos y de los testigos. "A fuerza de filmar cada piedra de Treblinka, hasta las piedras comenzaron a hablar", afirma. ¿Por qué volver a contar el exterminio de los judíos? ¿Acaso no se ha escrito y enseñado ya todo? "Yo también creía que lo sabía todo. Poco a poco comprendí que era un completo ignorante. Creo que no hay que preguntarse el porqué, sino el cómo".Lanzmann ha buscado a los protagonistas y es ha obligado a contar hasta la exasperación el cómo. El ejercicio fue especialmente doloroso con los supervivientes. El director se preguntó si tenía derecho a exigirles que revivieran su experiencia. Siempre se respondió que sí. "Hay que revivir el shoah (destrucción, en hebreo) en el presente".

El espectador se siente atrapado por el horror al ver y escuchar a Abraham Bomba, un peluquero que vive hoy día en Israel y que formó parte de los grupos de judíos encargados de cortar el pelo a las mujeres en la propia cámara de gas de Treblinka momentos antes de que fueran exterminadas. El hombre empieza a hablar y Lanzmann le va exigiendo detalles: el color del pelo, la forma como lo cortaba, el tiempo que invertía... Bomba coge los mechones de pelo de un cliente de su actual peluquería para explicar cómo trabajaba, pero se derrumba y pide desesperado, entre sollozos, que le deje callar. El director está demudado, pero le urge: "Siga, es necesario".

Con los verdugos, Lanzmann siguió el mismo procedimiento. "Fue muy difícil encontrarlos. Pasé meses y meses siguiéndoles la pista por toda Alemania". Fueron miles, pero han permanecido desde entonces mudos, protegidos por sus familias, escondidos en la vida cotidiana de pequeños pueblos y ciudades alemanas. Lanzmann consiguió 400 direcciones y empezó a visitarlos, presentándose como representante de un instituto que quería "restablecer la verdad sobre el pretendido genocidio de los judíos europeos" y ofreciendo dinero.

En la mayoría de los casos fueron las mujeres y los hijos de los antiguos SS quienes lo echaron a la calle. Finalmente obtuvo algunos testimonios, con el compromiso de guardar el material rodado en los archivos del instituto hasta dentro de 30 años. Por supuesto, Lanzmann no respetó el acuerdo. Gracias a esa trampa, Lanzmann consiguió entrevistas excepcionales, como la de Franz Suchomel, jefe del comando de Treblinka encargado de recuperar el oro (los dientes) de los cadáveres: "Acabamos con un tren entero en dos horas y media. No es verdad que tratáramos 18.000 judíos al día. Eso es una exageración. No pasábamos de 12.000 a 15.000". ¿No tuvo nunca ganas Lanzmann de golpear a su interlocutor? "No, pensaba que los mataba con la cámara". Suchomel, bajo la presión del director, va dando detalles, precisando, matizando, con un orden y rigor que levantan al espectador de su butaca.

Estremecedores testimonios

Estrernecedores son también los recuerdos de los testigos, cientos, miles de campesinos polacos que vivían y viven cerca de los centros de exterminio, que veían impasibles cómo llegaban a las estaciones de sus pueblos los convoyes de deportados y que sentían el olor de los hornos de cremación. "Es una pena que los mataran, pero, claro, eran ricos". Muchos polacos, católicos a machamartillo, vieron el exterminio de los judíos como la maldición divina sobre un pueblo culpable. "Los polacos son antisenútas", afirma Larizmann, "pero ellos no pasaron del pogram. Los nazis fueron los únicos en toda la historia de la humanidad que combinaron dos elementos: la voluntad de destruir completamente un pueblo y la terrible eficacia de un Estado moderno aplicado a esa tarea".Shoah explica minuciosamente los procedimientos burocráticos que acompañaron al exterminio, la colaboración técnica de miles de personas que se esforzaban en hacer bien su trabajo, en lograr que los convoyes llegaran dentro del horario previsto, que proponían de manera individual mejoras que aumentaran la eficacia de la solución final. El espectador se remueve en su butaca cuando oye explicar a un funcionario alemán que el Gobierno nazi pagaba a las compañías ferroviarias el billete de los deportados, obviamente con el dinero y los bienes que les acababa de confiscar. Los adultos pagaban la tarifa de excursión completa; los jóvenes, un billete reducido, y los niños menores de cuatro años viajaban gratis. "Nunca hubiera imaginado una alianza parecida de horror y de belleza", escribe Simone de Beauvoir. En Shoah, la una no sirve para enmascarar la otra. No se trata de esteticismo. Al contrario, la belleza pone en evidencia el horror con tanto rigor que somos conscientes de estar contemplando una auténtica obra maestra".

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