Murió el tirano que jamás existió
Konstantín Chernenko no ha sido un tirano -de hecho, no ha sido nada-, pero, desde hace 13 meses, todo el mundo, en su país y en el extranjero, esperaba su muerte como sólo sucede al fin del reinado de personajes temidos y temibles de la historia contemporánea. Su desaparición parecía necesaria, no a causa del mal que él hacía, sino porque representaba el inmovilismo estéril de una de las principales potencias del mundo en un momento en el que el diálogo internacional es más indispensable que nunca. En tanto que hombre político, Konstantín Chernenko simplemente no ha existido, de manera que no se le puede comparar ni a Leónid Breznev ni a Yuri Andropov, que, cada uno a su manera, tenían personalidad propia.Fue con la enfermedad de Breznev, a fines de los años setenta, cuando se abrió la sucesión entre la generación surgida en tiempos de Stalin y durante la guerra, y la que llega actualmente al poder. En la mayor parte de los países, un dirigente enfermo habría pasado las riendas del poder a un hombre joven, llevándose consigo a la jubilación a su secretario personal -Chernenko- y al resto de su equipo. En la Unión Soviética, sin embargo, el líder supremo continúa en su puesto hasta el último suspiro y, además, su entorno se obstina en hacer retroceder la posibilidad de un dambio, optando por períodos de transición.
El inexistente Konstantín Chernenko, a causa de este mecanismo fatal, y desde hace seis meses, ha hecho que se hablara mucho de él, no a propósito de sus proyectos, sino sobre la probabilidad de su muerte. Al presentarlo en televisión, el pasado mes de febrero, cuando ya no podía andar, ni de hecho hablar, los dirigentes soviéticos hicieron de él una figura patética y digna de piedad, y en lugar de dar confianza a la población, le ofrecieron el espectáculo del derrumbe físico irremediable del hombre que debía gobernarlos y de toda la gerontocracia que se aferraba, con él, al poder. Hoy, la mayor parte de los soviéticos lanza un suspiro de alivio, al saber que tiene, al fin, un líder duradero, más bien joven, capaz de viajar y de negociar y, quizá, incluso de reformar un poco la vida de su país.
Es posible que Leónid Breznev tuviera ya esa idea hace siete años, cuando promocionó de un golpe a Gorbachov, que tenía 47 años, a un puesto importante en la pirámide soviética del poder. No tenemos explicación a esta promoción del joven Gorbachov. Otros dirigentes locales podían exhibir en aquel tiempo los mismos títulos que él en el partido, sin menoscabo tampoco del aspecto intelectual. El hecho es, sin embargo, que, después de haber iniciado pronto su ascenso hacia la cumbre, Mijail Gorbachov ha perdido los siete años siguientes en la antecámara de tres grandes enfermos que encarnaban teóricamente el poder.
Durante estos años de espera y de interregno, la URSS tia perdido mucho terreno en relación con el mundo exterior. Paradójicamente, los dos únicos dirigentes estables desde la muerte de Stalin, Nikita Jruschov, en 1953, y Leónid Breznev, en 1974, inauguraron su reinado prometiendo un gran impulso económico, como si la Unión Soviética tuviera ahí un arma con la que no cuentan sus competidores occidentales. Sin embargo, basta referirse a las estadísticas oficiales del Gosplan soviético para comprobar que el crecimiento del país oscila entre el 2% y el 3% anual, lo que le coloca lejos, detrás de Estados Unidos y de Japón, y al mismo nivel que la Europa de los diez, tan duramente afectada por la crisis. Por mil razones, políticas, sociológicas y de otro tipo, la URSS no ha sabido efectuar esa revolución técnica y científica que Leonid Breznev deseaba de todo corazón, mientras que Occidente, al contrario, está en camino de lograrla. En el campo de la informática y de la automatización a traves de robots, los soviéticos no han dado más que sus primeros pasos, e incluso sus viejas industrias, premodernas, no consiguen realizar sus planes.
Este hecho ha llevado a algunos economistas y teóricos soviéticos a preguntarse, al menos desde 1982, sobre las razones de la vitalidad de Occidente y de la paralización de la URSS. ¿Acaso la contradicción entre la naturaleza de las relaciones sociales -escriben- y las necesidades del desarrollo de las fuerzas productivas son más graves en la sociedad del socialismo real que bajo el capitalismo? Esta pregunta, planteada principalmente por los seguidores de la escuela de Novosibirsk (Ambarzumov, Zaslawska), pareció legítima, se dice, a Yuri Andropov, dispuesto a reconocerle una cierta dignidad, pero no a Chernenko, para quien todo este conjunto de problemas era demasiado complicado.
Mijail Gorbachov debe responder, hoy día, no sólo a una cuestión académica sobre la contradicción, sino a una, serie de problemas concretos, muy graves. Pese al bloqueo oficial, la sociedad soviética ha conocido estos últimos años una serie de cambios espontáneos que se traducen en cristalizaciones sociales más fuertes que en el pasado y en la diversificación de los modos de vida e incluso del trabajo. Gorbachov hereda una sociedad que ya no cree mucho en su especificidad ni en proyectos ni perspectivas comunes. Aquellos que pueden permitírselo imitan el estilo de vida occidental, y los otros, o bien les envidian o bien lanzan reproches contra los nuevos ricos.
Se trata, sin embargo, de una sociedad más cultivada que en el pasado y más apta para conocer sus frustraciones y sus insuficiencias. Se siente, globalmente, humillada por su retraso en relación con otras potencias industriales, y esta toma de conciencia, particularmente sensible entre los jóvenes, se traduce ya en una profunda evolución de las costumbres. Nosotros sabemos, por nuestra propia experiencia en Occidente, que este género de cambios precede generalmente, y a veces provoca, cambios políticos.
"No hable demasiado bien de Gorbachov, porque eso le perjudicaría en el Kremlin", dijo un diplomático soviético a un ministro inglés durante la reciente visita a Londres del sucesor de Konstantín Chernenko. Quiere decirse que la vieja guardia del Politburó no se inclina más que delante de una elección inevitable, que no ha podido impedir, pero que desconfia mucho del "modernismo" y de la "apariencia occidental" de ese joven líder, que, pese a no tener todavía 54 años, ha hecho todo su camino después de la muerte de Stalin, en un clima de rápida desideologización y de esperanzas de "milagros económicos" que no han tenido lugar.
Mijail Gorbachov, él solo, no hará tampoco ningún milagro, pero, si es verdad que tiene una sensibilidad próxima a la de la Escuela de Novosibirsk, acabará tal vez de ocultar la vida real de la URSS con una fachada de otra época y discursos sin contenido. De todas formas, representa la última posibilidad de una tentativa de reforma desde lo alto, comparable a la de Nikita Jruschov. La mayoría de sus compatriotas espera, en todo caso, simplemente un nuevo Jrushov y eso crea a Gorbachov ciertas obligaciones. Si no se muestra a la altura de la tarea -o no tiene las manos libres para realizarla-, las contradicciones que corroen la sociedad soviética tomarán formas más y más graves y paralizantes.
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