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Reportaje:

Desterrados en su patria

Miles de chilenos viven deportados en su propio país sin que sobre ellos pese ninguna acusación concreta

"Una crueldad innecesaria", musitó el obispo de Iquique, en la sede de Investigaciones, que es como llaman en Chile a la Jefatura de Policía. Eran las ocho de la mañana, un domingo, vísperas de Navidad. Acababan de detener a dos de sus próximos colaboradores miembros destacados de la Comisión de Derechos Humanos del Colegio de Abogados. Ambos pasaron la Navidad viajando penosamente hacia el Sur, a 2.000 kilómetros de su casa, relegados (desterrados). ¿Acusación? Ninguna. "No se sabe, es una cosa del Ministerio del Interior", respondían educadamente en Investigaciones al preguntar por su caso. ¿Defensa, recurso de amparo? Inútil, pues el estado de sitio vigente permite detener y desterrar sin dar ninguna justificación ni oportunidad de defensa o apelación.Hay detenidos o relegados con responsabilidades políticas o sindicales, deportados desde hace mucho tiempo, a los que nadie ha acusado nunca de cometer ningún acto ilegal. También los hay que eran simples residentes en barrios populares donde hubo protestas y que fueron deportados a bulto. Por el contrario, en Chile hay también gente con responsabilidades políticas o sociales conocidas públicamente a la que no le ocurre nada y que vive en su casa sin que nadie la moleste.

Probablemente hay una lógica interna en una represión que aparece a primera vista ciega y caótica: se trata de amedrentar a todo el mundo, golpear sobre todo a los cuadros políticos y sociales intermedios, reprimir a las poblaciones más conflictivas, separar a la gente que es de centro de la gente que es de izquierda, hacer callar a la Prensa y a los intelectuales... Es decir, devolver el país al inmovilismo que la leve apertura política y la presión social democrática de los dos últimos años había roto. Es como si a la España de los años setenta se le hubiera aplicado la política de los cincuenta.

El campo de Pisagua

Monseñor Prado, entre la indignación y la tristeza, dice: "Esta política sólo favorece la violencia". Y no es precisamente un representante de la teología de la liberación ni un cura progresista, sino más bien todo lo contrario: hermano del ministro de Agricultura, primo del de Educación y hasta hace pocos meses director espiritual de un colegio de clase alta, es, en principio, una persona más próxima al Gobierno que a la oposición. Pero es también una buena persona, que mira con interés y simpatía a la gente que le rodea, y ha descubierto el horror de la represión y la tragedia de la pobreza. Y, sencillamente, dice lo que ve.Y ve Pisagua, un campo de concentración ubicado en su diócesis. Y Pisagua son 500 personas detenidas, en tiendas de campaña o en barracones, que viven sobre arena, vigilados día y noche por ametralladoras y perros, mal alimentadas y sometidas a frecuentes malos tratos (el mismo obispo me contaba que durante varios días a unos dirigentes de asociaciones de vecinos les habían hecho levantar en plena noche para obligarles a permanecer varias horas dentro del agua).

En Pisagua hay supuestos delincuentes comunes, dirigentes sociales de barrios con fama contestataria y gente absolutamente anónima. Todos están detenidos indefinidamente, sin acusación precisa, sin defensa, sin derecho a visitas. El obispo es una de las pocas personas a las que se ha autorizado a entrar en el campo.

Los desterrados, tanto allí como en otros lugares parecidos, viven una extraña situación. Fueron detenidos por sorpresa, y casi ninguno se lo esperaba. En muchos casos resultaron golpeados, o padecieron simulacros de fusilamiento, o fueron torturados abiertamente. Raramente interrogados ni acusados de nada, al cabo de unos de días de detención, con los ojos vendados casi siempre, se les comunicó que iban relegados a... Y hacia allí iban, sin otra ropa que la puesta, sin dinero ni equipaje y sin haber podido tomar contacto con la familia.

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No se hallan detenidos, no cumplen ninguna condena: sólo están obligados a residir en un pueblo pequeño determinado y deben presentarse cada varias horas -tres veces al día, normalmente- a los carabineros. A partir de ahí, intentan sobrevivir. En algunos casos la gente de los pueblos, pobres y amedrentados, no les prestan ningún apoyo, pero en muchos otros sí. A veces, muy pocas, pueden hacer algún trabajo o consiguen alguna ayuda familiar, pero casi siempre dependen de la solidaridad.

Estas imágenes reflejan la realidad chilena, del mismo modo que también forma parte de esta realidad el hecho de que en un teatro del centro de Santiago se ha representado recientemente una obra de Benedetti, abiertamente de izquierdas, en la que actores y público en un determinado momento cantaban La Internacional. O que se Puedan concertar entrevistas con destacados miembros de la oposición sin precauciones ni temores especiales. O que se encuentre en las librerías el último libro de Isabel Allende.

El complicado legalismo chileno no prohíbe los partidos (aunque ha ilegalizado hace poco a los partidos de izquierda que integran el Movimiento Democrático Popular), sino que suspende sus actividades. No reprime, en principio, a sindicatos u organizaciones populares, pero con el estado de sitio en cualquier momento se puede detener a cualquiera. Todo el mundo tiene los mismos derechos, pero ser pobre es tener muchas más posibilidades de acabar enviado a Pisagua.

El Último año

Chile no es, sin embargo, Centroamérica, ni responde a los esquemas simples que a veces se tienen de las dictaduras militares-oligárquicas. A pesar del carácter masivo y arbitrario de la represión, no es tampoco la España de la posguerra. La oposición ha conquistado espacios frágiles pero reales de libertad. El desarrollo de las clases medias urbanas y modernas es considerable. La democracia cristiana, socialistas y comunistas poseen un indiscutible arraigo popular, y el grado de organización gremial y corporativo existente es importante. Según las encuestas, un 70% de la población quiere la democracia ya y un 20% está de acuerdo en esperar a 1989 para recuperarla, acatando así el proyecto de la Junta Militar.Quien estuvo en Chile hace un año y lo compara con la situación de ahora tiene la sensación de que el panorama ha oscurecido de repente. En noviembre se decretó el estado de sitio, con los allanamientos consiguientes, la prohibición de informar sobre política en la Prensa, la vuelta de las noticias o rumores sobre torturas y desapariciones, centenares de deportaciones, enormes restricciones para celebrar actos sociales y culturales, prohibición de elecciones corporativas y de actos públicos de talante democrático...

En el curso de 1984 en Chile han sido detenidas unas 6.000 personas, sin contar las capturadas en redadas masivas y dejadas en libertad al cabo de pocos días. Ahora hay unos 500 detenidos en Pisagua, entre 200 y 300 relegados en otros pueblos pequeños y alejados de las grandes ciudades, más un número difícil de determinar en cárceles y en servicios de cuerpos armados. Casi un centenar de personas han muerto con violencia en el último año, en algunos casos después de haber desaparecido a raíz de una detención, como la joven dinamitada Loreto Castillo, o como Juan Antonio Aguirre, descubierto descuartizado 51 días después de ser capturado.

La Iglesia chilena ha creado una estructura impresionante de protección de los derechos humanos y de defensa de la sociedad civil. Carteles reclamando "Ignacio vuelve" recuerdan al hasta hace poco vicario, el jesuita español Ignacio Gutiérrez de la Fuente, expulsado del país. En la Vicaría se atienden denuncias y peticiones de ayuda para los represaliados, se organiza su asistencia jurídica y se informa a la Prensa. Unas 200 personas trabajan allí, sin representar a ninguna organización política y negando incluso estar en la oposición al Gobierno.

La Iglesia

Ante cada atentado a los derechos humanos, la Vicaría responde con contundencia. Se dice que lo que precipitó la expulsión de Gutiérrez de la Fuente fue una rueda de prensa que organizó en torno a un poblador que sobrevivió milagrosamente a una sobrecogedora tragedia: él y su mujer, dirigentes de una organización vecinal, fueron maniatados y dinamitados en su misma casa por elementos uniformados. Murió la mujer, pero él se salvó y pudo denunciarlo porque existe la Vicaría.En la Vicaría se tiene constancia de unos 1.400 casos denunciados de torturas y violencias en 1984. Las recientes confesiones de un ex agente de la Fuerza Aérea, Andrés Valenzuela Morales, constituyen una prueba concluyente de estas prácticas, pues explicó con detalles las detenciones ilegales, citando 14 casos de personas desaparecidas, y expuso las rivalidades sangrientas entre distintos cuerpos armados a la hora de efectuar estas actividades. De ello se deduce que la represión y el terror que ejercen cuerpos y grupos armados y uniformados sobre la ciudadanía probablemente no responde siempre a órdenes recibidas o a políticas deliberadas, sino que en muchas ocasiones se hacen simplemente para evitar que desaparezca el estado de temor.

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