La intensidad inconfundible
Hay obras que conjugan un extremo valor de evocación y un disfrute jugoso en las palabras, que permiten así el reconocimiento entusiasta cuando las releemos. Se trata de un reconocimiento que trasciende el solo goce individual y asume la consentida sensación de verse como un punto dentro de un círculo silenciosamente enardecido por la misma efusión sensual de los versos. (En cualquier caso, hablamos siempre de poesía leída, que alguien ha dispuesto para que la recorramos en calma.) Las Nadales, de Josep Vicenç Foix, me parecen un caso excelso de tal tipo de poesía. Pero hay otras obras, y prevalece en ellas otro tipo de poesía, en las que un signo irreductible de voz única -con su cadencia seca y suficiente- parece dirigirsenos como un gesto, un emplazamiento que no cabe eludir, una apuesta que debemos arrostrar.El reconocimiento es inseparable, en la experiencia poética, de cualquier lectura mínimamente atenta de cualquier libro de poemas significativo. Pero esas obras que señalo a renglón seguido de aquellas que caracterizaría como más inmediatamente elocuentes remiten a un aspecto de enlace directamente íntimo, a la vez cordial y secreto, que descubre una actitud resueltamente lírica. La voz de Salvador Espriu incide en este tono de confidencia desnuda y entrañable, pero también huraña a veces. Se diría que el poeta parece investido de una misión cuyo sentido profundo sólo él conoce.
Pequeña patria
De ese sentido, tal vez mejor sería decir de su intensidad, nadie, nadie ha sabido encarnar la energía expresiva con tanta fuerza como Salvador Espriu. Y el sentido no era en los años cincuenta y sesenta otro que el de ahondar la conciencia de la identidad catalana y el de afirmar un espacio, una luz y unas preocupaciones comunes, dentro de la petita pàtria, que, como un imperativo, postulaba para todos los conscientes de vida en el sórdido franquismo de aquellos años.Para los lectores y algunos escasos universitarios de entonces (las ediciones de 700 o 1.000 ejemplares de Espriu podían, como las de tantos poetas, eternizarse años en una misma librería), Espriu supuso el acendramiento en un compromiso con la tierra y su cultura y, al propio tiempo, un ensanchamiento del horizonte mental y una curiosa y me atrevería a decir que divertida comunicación con un selecto núcleo de escritores españoles, desde Cervantes a Valle-Inclán. La ironía espriuana enlaza con el sublime galaico en el delineamiento grotesco de las figuras de algunos de sus libros, y su seriedad juega en ocasiones con un conceptismo que parece parodiar en contrapunto el a menudo contumaz de los castellanos.
Laberinto
El laberinto, la muerte y la línea de una costa inscrita en la sensibilidad creadora dibujan esquemáticamente el universo del poeta. Junto a ello, todo un mundo hecho de tensiones e idealizada memoria: el aguafuerte, que del pasado al porvenir emplaza incesante al presente como el terreno de pruebas donde ejercitar la convivencia. La selvatiquez, la desmesura y el absurdo, tratados a menudo con cierta complacencia satírica, no son en Espriu sino la expresión de unos gestos que conviene exorcizar mediante su presencia en el arte para que puedan ser eliminados de la vida.Hacia una educación progresivamente interiorizada y una exigencia cada vez más afinada de la dimensión espiritual: ésa es la andadura del proyecto poético espriuano. Con imágenes eternas y la alteridad en ellas de personajes pertenecientes a la más inmediata proyección del paisanaje, el poeta consigue una intensidad universal y el libro más ejemplar y puro en su lamento y diatriba contra el enseñoreamiento de la afonía imperante de la posguerra civil. La pell de brau, contenido e implacable libro de un solitario que sabía hablar solidariamente por todos, como ninguna otra voz en su preciso desenmascaramiento de la impostura, quedará como un título inolvidable siempre. Pero lo más inolvidable en Espriu es un acento delgadísimo y desolado, que, sin embargo, parece obligar tanto más a no ceder en la búsqueda de la felicidad y de la convivencia imprescindibles. Son sus poemas de amor por Cataluña, la visión de unos árboles o de la línea de cipreses en el Maresme, como si articulara una Toscana de hombres libres para un espacio mental de progreso y enriquecimiento posibles a pesar de todas las precariedades.
Pinos y cipreses, y la barca dibujada como una línea de afirmación de la realidad en el mar cercano, componen la "exterioridad íntima" de un mundo en el que todo remite a una meditación insobornable cuyas raíces conectan con la estricta universalidad europea. Mundo intenso, panorama recortado, pero inmensa resonancia de una voz inconfundible, alquitarada y ejemplar en su mismo pudor de lúcido recogimiento. A la escucha siempre y tal vez más hondo y universal cuanto más aparentemente al margen de los grandes temas o éstos, pero considerados al sesgo: Cementiri de Sinera, Les hores, Mrs. Death. Voz sin énfasis, a propósito de temas que no lo precisan en absoluto: la muerte, la desolación, la identidad y la integridad de una coherencia ética, cuyo silencio es tal vez la forma suprema del heroísmo.
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