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Tribuna:La nueva imagen de los españoles
Tribuna
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Del 'progre' al 'moderno'

Hay un tiempo que se va definitivamente. Cuando una buena noche el progre decide prestarle curso a la nostalgia y darse un paseo por los viejos tugurios en que dejó su juventud ya no se encuentra con sus semejantes. Se topa de bruces con el moderno. Y le mira con envidia y su chispita de desprecio.El progre era un ser oscuro, con un ancestral complejo de culpa encima, que andaba siempre encogido, como pidiendo perdón, y entraba en las aulas y en los despachos estrujando la bufanda como un aldeano la boina en la consulta del médico. Sólo se desmelenaba, se encontraba a sí mismo, con la policía pisándole los talones en plena carrera. Vivía siempre con el miedo de que el mero hecho de acercarse a una chica le obligara a una dura y tenaz conquista, con el peligro añadido de que luego resultara imposible quitársela de encima.

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Le decía a sus padres que no le preocupaba el vestir. No tenía tiendas predilectas. Los caprichos los compraba en el Rastro, y todo el resto de la indumentaria, en las rebajas de los grandes almacenes, con especial predilección por Cortefiel. Daba vueltas y vueltas para comprar siempre la misma ropa indiferenciada. Procuraba pasar inadvertido y no exhibía nunca ni marcas ni etiquetas. Se jactaba de no reparar para nada en la publicidad. Sólo se adecentaba un poco cuando encontraba novia. Para entonces tenía reservadas sus pequeñas sorpresas: cambiaba de bufanda o estrenaba una camisa de franela a cuadros rojos.

Entre otras aventuras livianas, hizo oposiciones, se casó, cayó en el desencanto y luego en la más abyecta decepción. Ahora se queja de todo, hasta del aumento de la delincuencia, y, aunque se resiste, comprende que hay que votar por la permanencia en la OTAN. Es un ser acabado.

El moderno ha empezado pisando más fuerte, aunque ni eso mismo le importa demasiado. No siente necesidad alguna de justificarse. Es mucho más desenfadado, más intrascendente. Le teme bastante menos al fracaso. O al éxito, si llega el caso. No huye del color ni le preocupa llamar la atención. Baila insólitamente en cuanto se le presenta la ocasión. Ha leído mucho menos y menos dramáticamente, pero se apaña con unas cuantas frases con absoluta desenvoltura. Prefiere una casete a una biblioteca entera y no siente especial reverencia por ninguna clase de cine. No pisa jamás un teatro. Disfruta hojeando La Luna y Madrid Me Mata. No le pide excesivas cosas a los amigos, o al menos cosas no demasiado distintas que a su novia.

Ha perdido por completo el miedo al espejo y tiene una pasión infinitamente más desarrollada por el detalle. Encontrar un abalorio o un zapato guay le puede hacer la tarde feliz. El moderno busca también lo barato, como cualquiera, pero selecciona cuidadosamente el corte y el diseño de su ropa. Él sí tiene sus tiendas favoritas. Sabe que por no demasiado dinero puede salir de Swing, en la madrileña calle de Argensola, vestido de los pies a la cabeza con buena ropa de apariencia usada. Con sus zapatos puntiagudos de suela de goma, pieza de ante en el empeine y preciosa trabilla con hebilla, con su pantalón pitillo o de pinzas, la camisa de su padre y la chaqueta enorme de tejido gordo: hecho un brazo de mar. Sabe que en Coffee, de la calle de la Princesa, tiene más variedad y colorido a unos precios sensiblemente bajos, porque también son fabricantes. Y si el moderno es un exquisito, no lo duda. Se marcha a Berlín, en la calle del Almirante. Allí encuentra la imagen londinense de las colecciones de Trip Difusion o los modelos en algodón de Snif, uno de los más próximos en el mercado nacional a los inaccesibles diseños japoneses del gran Yohi Yamamoto.

Al moderno le gusta vestir porque el resto empieza a importarle un pito. Tiene la oscura intuición de que la historia ha terminado por fin y que no deben pedirse más responsabilidades. Piensa que todo ha sido ya dicho y experimentado y que de poco vale ahora añadir prefijos y sufijos por superlativos que sean. No cabe otra cosa que pasar lo mejor posible el rato.

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