La cuna de la música

Si la sinfonía nació en la corte y pasó luego al pueblo, lo contrario sucedió con el cuarteto. De origen popular, se refugió más tarde en los palacios, donde experimentó un sofisticado desarrollo. Ahora, en nuestros días, los grandes programas sinfónicos atraen una gran cantidad de público y en ocasiones hasta se forma en torno a ellos todo un espectáculo social de la nueva burguesía. Recordemos si no los recientes conciertos de la Filarmónica de Viena o la Sinfónica de Chicago, rodeados de gran publicidad y a los que asistieron unos espectadores-partícipes poco habituales de la música. Por eso resulta emocionante el contraste de escuchar la más pura música en el reducido recinto de una sala palaciega. Las tradiciones a veces son bellas, y estos conciertos en el impresionante marco de la sala de Columnas del Palacio Real, bajo la presidencia de miembros de la familia real -ante cuya entrada el público se levantó respetuosamente-, enmarcados por columnas, estatuas, frescos, tapices y lámparas de araña, conservan un aire renacentista que cautiva fácilmente a los asistentes.Sólo así puede explicarse que 200 estudiantes de BUP sean capaces de aguantar más de hora y media en pie escuchando sin descanso y en profundo silencio una música, sin duda no fácil, a la que muy probablemente no estén acostumbrados. Ellos constituían mayoritariamente el público invitado por á Patrimonio Nacional y el departamento de Música de la universidad Autónoma de Madrid, los organizadores de estos preciosos ciclos que deberían prodigarse más en éste o en marcos semejantes, al estilo de lo que se hace en vaíses centroeuropeos.

El Palacio Real posee un grupo de cuerda de Stradivarius, adquirido por Felipe V, que normalmente se utiliza para estos conciertos y para su repetición posterior en el marco más amplio del Teatro Real.

Se trata de unos valiosísimos instrumentos, tanto por su sonoridad como por su construcción, ornamentación e historia, que siempre dejan admirados a los intérpretes que los tocan. Así ha sucedido una vez más con el Cuarteto de Varsovia, que ha ofrecido una cuidada y matizada versión del precioso programa escogido para la ocasión.

Si el Cuarteto número 1 de Haydn mostraba ya un nuevo camino para la música de cámara, Mozart, en sus seis cuartetos precisamente dedicados a aquel compositor, profundiza mucho más. Se trata de piezas compuestas en el mismo brillante período en que escribió El rapto, Las bodas de Fígaro y varios de sus mejores conciertos para piano. El arte de elaborar temas heredado de Haydn, asimilado a su personal elegancia y gracia melódica, sobresale en el segundo motivo del Cuarteto, KV 387, que además posee un bellísimo tiempo lento y una trabajada fuga en su final. El dominio del Cuarteto de Varsovia volvió a quedar patente en el tercero de los tres cuartetos rusos de Beethoven, y muy especialmente en el delicado andante y en la poderosa fuga final, muestra de la auténtica música.