Un editor madrileño
La amistad es para mí la más noble de las relaciones humanas, que no admite falsificación ni deterioro. Conviene por eso, de cuando en cuando, contrastar su ley y sacudirle el polvo, como a un traje valioso, para ver si aún reluce o, por el contrario, se deshilacha y hay que tirarla a la basura. Y como los amigos son, como bien se dice, para las ocasiones, es en éstas cuando debe hacerse ese saludable desestero sentimental. La amistad que mantengo desde finales de la incivil guerra española con José Ruiz-Castillo ha salido indemne de esas sacudidas y transcurre siempre limpia y tranquila. Y como tengo su vida no por ejemplar mas sí por encomiable y simpática, nada mejor que contar algo de ella.No podemos hablar de Ruiz-Castillo sin tropezarnos por todos lados con los libros. Están unidos indisolublemente a él desde que nació en la editorial-vivienda de su padre, y suprimírselos sería como arrancarle tiras de su piel. Ha hecho de todo con ellos: vio sus cubiertas y estampas de colores en su niñez hasta que a los ocho años (no antes) pudo su progenitor enviarlo a una modesta escuela particular donde aprendió a leer y esas estampas se encendieron de pronto con héroes y aventuras; ayudó de pequeño, con sus hermanos, a transportar los paquetes de la editorial a Correos, en un carrito de mano que alquilaban en un solar de la calle de Ayala a una peseta la hora (había que darse prisa para que no fueran dos si se demoraban); más adelante aprendió a corregir galeradas, a diseñar tipográficamente un libro (en lo que tuvo después buenas iniciativas) hasta dominar, por último, lo más difícil de este negocio; a saber: vender los líbros, y lo más difícil todavía: cobrarlos.
Todo este oficio de editor lo aprendió de su padre hasta el punto que es casi imposible hablar de José Ruiz-Castillo hijo sin hablar de José Ruiz-Castillo padre. Hipólito Escolar, en su reciente Historia del libro, en donde el libro reflexiona sobre sí mismo, es el primero, dentro de la profesión, que ha dado el suficiente realce a la labor editorial de Biblioteca Nueva, la empresa familiar fundada por el padre en 1915 y aún activa en 1985. Sería deseable que alguien relatara su historia y sus tribulaciones en unos tiempos en que la pobreza y el analfabetismo impedían en España las grandes tiradas y había que echarle más valor que el Guerra para lanzar a un autor novel. Recordemos, al menos, uno de sus mayores logros: publicar ¡en 1922! las Obras completas de Freud -entonces casi un desconocido- en admirable traducción de Luis López-Ballesteros. Piense el lector que, por ejemplo, todavía no han terminado de editarse en francés. Pero lo que más puede agradecer el hijo al padre -y aquí abandonamos a ésteha sido aprender a tener amistad, buen trato y paciencia con los escritores, grey proclive a confundir la pluma con la espada.
Nace en Madrid nuestro José Ruiz-Castillo en 1909, cuarto hijo de una familia que iba a tener nueve. Infancia dura, difícil, se pasa casi hambre y frío (hay calefacción, pero no se enciende). Cuando mejora la situación cursa la primera y segunda ensefianza en el In stituto- Escuela, una experiencia pedagógica de la Junta de Ampliación de Estudios, que regía con tan buen tino José Castillejo, donde se practica la coeducación, priva el apunte sobre la memoria y se aprueba por curso y no por aleatorios exámenes finales. Hace después Derecho en la universidad de Madrid, en cuyos pasillos ve pasear a José Bergamín, joven escritor entonces, diciendo: "I_a carrera de Derecho son seis años, pero puede muy bien hacerse en 12". Llegada la República -que él-acoge con alborozo- intenta sin éxito la diplomacia (y con el mismo resultado las ciencias económicas muchos años más tarde). La verdad es que nuestro amigo no ps muy trabajador. Bien parecido, sus años de aprendizaje son alegres, "agridulces" ha dicho, y aunque siempre con poco dinero en el bolsillo, juega al tenis, es socio del Club Alpino en Navacerrada (de donde sería expulsado al concluir la guerra "por desafecto al régimen"), bailotea en sitios bien y en lugares más tirados también, y va a los toros siempre que puede o le invitan sus amigos Juan Belmonte y el jovencísimo Alfredo Corrochano. Pero hay trabajos que lo divierten y se ofrece como posible actor a García Lorca para el teatro universitario de La Barraca, que dirige con su proverbial entusiasmo el poeta granadino. Es gracioso el dictamen de Lorca tras el examen a que le somete: "Voz fresca. Tipo alto, moreno. Lee con sentido y tiene buen castellano. Pronunciación excelente para teatro. Es apto para aprender, pero no tiene sentido del verso".
Nuestro licenciado es un madrileño hasta las cachas. Ha vivido sus calles desde la infancia. Aún recuerda los olores de las carpinterías, de los tostadores de café a la puerta de los ultramarinos, del aroma de la canela, el cacao y la vainilla del chocolate elaborado a brazo en mínimas fábricas urbanas, del olor de los cacahuetes en la enana locomotora con sus bronces rutilantes, que parece la hija subnormal del ferrocarril. Y en tanto descampado como existía en aquel Madrid juega con los chicos de la calle o con sus compañeros de colegio a la taba, al peón, a las canicas, al guá, la toña o el pinchi-cané. Va alguna vez a las cocheras de simones que aún explota (por poco tiempo, ante el triunfo del automóvil) su tío materno Miguel Basala, y percibe por donde quiera que va, como Ramón, el latido de la imprenta próxima.
Pero en el otoño de 1933 se le presenta la gran oportunidad de un viaje a Rusia, que organiza su amigo Daniel Tapia. Aunque es barato, tiene que pedir prestado el dinero para hacerlo. Lo acom-
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pañan varios compañeros de estudios, de ambos sexos, y el matrimonio del gran humorista Antoniorrobles. Van en tercera. Sesenta horas tarda en llevarlos el tren desde Berlín a la frontera rusa en un vagón herméticamente cerrado en los trayectos. Por la noche, "Antonio se iba a dar una vuelta por el tren y le decía invariablemente a su mujer: Angelines, no me esperes levantada. Me llevo la llave". En Moscú coinciden con el desfile del aniversario de la Revolución de Octubre en la plaza Roja y les asombra el clamor, oscilando del susurro al estruendo, con que las tropas acogen al ministro de la guerra Vorochilov mientras les pasa revista montado en brioso alazán.
Al regresar consigue una colocación -¿mala suerte?- eventual y temporera en el Instituto de Reforma Agraria. Su sueldo es de 3.000 pesetas anuales, pero las facultades que le dan (tomar posesión material de las fincas, otorgar contratos, etcétera) lo abruman, porque además le entregan una pistola y en alguno de sus viajes a las ariscadas zonas de Andalucía y Extremadura, "le acompaña camuflado un miembro de la secreta".
El 18 de julio le coge esquiando en Los Cotos. Vuelve a Madrid y ya no puede ir a recoger a sus pides, que pasan sus fines de semana en La Granja, a quienes no volverá a ver hasta el fin de la contienda. El noviazgo con Matilde Ucelay, la primera mujer que en España había obtenido el título de arquitecto, se afianza y se casan en Valencia por lo civil.
Pero como no pueden aportar la fe de soltería, el matrimonio es provisional y ha de casarse con la misma admirable y excepcional mujer dos veces más: una para confirmar lo civil y otra por la Iglesia, pues sólo se reconoce el vínculo religioso cuando vuelven a Madrid al terminar la guerra.
Ayuda a su padre en la reconstrucción de Biblioteca Nueva y funda su propia Editorial Plenitud, donde, como él ha dicho, "pone abrigo a la gente del 98" al publicar sus obras encuadernadas en piel. (También abriga a autores actuales como Laín y Aranguren.) En 1966 le enviamos un grupo de editores madrileños a despejar los problemas que teníamos en América (lo hace con gran acierto), muchos de cuyos libreros son tan admirables que -como decía mi reiterado Ramón Gómez de la Serna- "se les envían 300 ejemplares en depósito y devuelven al cabo del tiempo 350".
Pero donde nuestro amigo alcanza su plenitud no es sólo en la editorial sino en la tertulia. Es un gran conversador, aunque, como buen tertuliano, a veces exagere o deforme levemente la realidad para que resulte más paradójico y atractivo lo que cuenta. Es asiduo de la tertulia de la Revista de Occidente y de la del doctor González Duate. Ha conocido tantas figuras de escritores y artistas que es un archivo viviente de recuerdos y anécdotas.
Nuestro amigo ha doblado ya el cabo de los 70 y decide jubilarse como editor. Pero como no puede abandonar los libros, se ha hecho autor. Memorias de un editor será su primera obra, un libro destartalado pero interesante donde no hay sólo autobiografía. El relato de sus andanzas en la reforma agraria es el segundo. Le ha puesto un largo título: Funcionario republicano de reforma agraria y otros testimonios porque tiene, entremezcladas, vivencias propias y evocaciones de historia contemporánea. Yo le aconsejé que lo titulase Memorías de un escritor, puesto que ya lo era con el anterior. Pero, como tantas veces, no me hizo caso.
Editor de amplio espectro (fue sordo para lo científico), viajero empedernido -con alergia a las aduanas-, pero siempre volviendo a sus madriles, republicano de toda la vida conquistado por el rey de todos los españoles, amigo sin enemigos, éste es el hombre. Y como también guardo estimación y amistad a su hermano Arturo -ilustrador de libros, cineasta, dramaturgo y valiente productor de televisión en tiempos difíciles- sugiero a sus numerosos amigos que constituyamos una Asociación de Amigos de los Castillo para solaz de todos.
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