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Leyes y jueces en defensa del arte

El arte contemporáneo, de orientación vanguardista, ha tenido que vérselas con la ley en más de una ocasión, y no sólo como alguien quizá se suponga, por haberla infringido, pensando en las ansias de cambios revolucionarios que espolean la mente del creador más allá de los prejuicios sociales. Además de soportar la persecución de la justicia, los artistas también han tenido ciertamente que ampararse en ella para defenderse, a su vez, de ciertos tipos de agresión, cuyo origen no ha sido distinto que el de esos mismos prejuicios sociales. Entre otros muchos, quizá sea bueno recordar un par de casos históricos sonados que pueden servirnos de ilustración.Me refiero a los procesos legales emprendidos contra el escultor Brancusi y el pintor Salvador Dalí en tribunales norteamericanos, el primero de los cuales fue promovido en 1926 por los servicios aduaneros neoyorquinos, que acusaban al artista rumano de importar metal de contrabando en forma de una supuesta escultura, la titulada El pájaro de oro; el segundo, en 1939, se produjo a instancias de los almacenes Bonwit Teller por haber destrozado Dalí el escaparate que él mismo había diseñado para dicha firma, pero que fue alterado contra la voluntad del artista.

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Ambos casos, cuya sentencia, dicho sea de paso, absolvió a los artistas demandados, nos plantean sendos conflictos jurídicos bastante peliagudos, como lo son siempre todos aquellos en los que intervienen, de forma decisiva, valoraciones subjetivas. Hoy, Brancusi es considerado como uno de los escultores más importantes del siglo XX; mas en 1926, cuando no sólo era prácticamente un desconocido sino que su forma de entender el arte era -Impugnada por los más respetables profesores universitarios, ¿cómo demostrar, en efecto, que su obra era objetivamente -según los criterios sociales imperantes- arte? Con Dalí ocurrió otro tanto de lo mismo, aunque su caso plantea un aspecto diferente: el de si el eventual comprador de una obra de arte puede hacer con ella lo que le venga en gana, desde manipularla hasta destruirla.

Evidentemente, para que haya conflicto legal también hace falta en este caso que sea reconocida la naturaleza artística del objeto en cuestión, que es lo complicado con obras polémicas del presente, porque nadie es encausado por romper o estropear su televisor, este último un caso en el que seguramente cualquier juez sensato apreciaría, además, el eximente de trastorno pasajero o legítima defensa.

El paso del tiempo

No soy precisamente un experto en leyes, pero si un juez reclamase hipotéticamente mi opinión, como historiador y crítico de arte, para revalidar la naturaleza artística objetiva de cualquier objeto actual, me pondría en un aprieto. Claro que, desde un punto de vista subjetivo, puedo estar apasionadamente persuadido de ello, pero sólo el paso del tiempo es capaz de filtrar cualquier error al respecto; sólo en la historia el arte llega a ser arte.

¿Problema, pues, irresoluble? En la realidad diaria, por de pronto, las cosas, no presentan unos perfiles tan radicales y abstractos como yo los he descrito para hacerme entender mejor. Por otra parte, experiencias escandalosas, como las sufridas por Brancusi y Dalí, han obligado a los órganos legislativos de los países culturalmente más desarrollados, que son siempre los regímenes democráticos, a dictar normas tutelares aplicables también a la creación artística atual. Con todo, no hay que dejarse llevar por ningún exceso imaginativo para comprender que el derecho por sí solo jamás podrá disipar todas las lagunas y dudas que se generan en tomo a cuestiones de valoración subjetiva.

Por eso, ante asuntos semejantes, personalmente confío más en la eficacia de un buen juez, entendiendo por tal alguien razonablemente culto, liberal y sensible ante los problemas de actualidad, que en el mejor reglamento. Porque, en definitiva, los razonables magistrados americanos que absolvieron a Brancusi y a Dalí no tuvieron que consultar el código ni seguir un curso de arte acelerado para sentenciar que no eran respectivamente ni contrabandistas ni maleantes que atentaran contra la propiedad ajena con la intención de destruirla. Acertaron.

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