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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

El hambre y las armas

LAS IMÁGENES de poblaciones ingentes que se están muriendo de hambre en Etiopía y en otros países del África subsahariana han conmovido a la opinión públi ca mundial. Una serie de Gobiernos ha tomado medi das de urgencia para enviar alimentos y medios de transporte, pero todo indica que serán remedios muy insuficientes ante la magnitud del desastre. El estremecimiento que producen esas informaciones incita a hacer algunas preguntas sobre las causas que han llevado a esa situación límite, porque no se trata de un cataclismo natural. Sin duda, una terrible sequía ha agravado las condiciones; pero no es la causa única, ni siquiera la decisiva. Las muertes de Etiopía son muertes anunciadas. Ya en mayo de 1984, el director de un organismo intergubernamental, la Comisión de Socorro y Rehabilitación, anunció en Ginebra la muerte por hambre de seis millones de personas para finales de año. Pero no es posible limitarse a un análisis de lo ocurrido en 1984, ya que las causas son más lejanas; estamos ante un caso, sin duda extremo, que refleja un fenómeno decisivo del mundo contemporáneo: el abismo cada vez mayor entre el Norte y el Sur, entre el mundo desarrollado y la gran mayoría de la humanidad, condenada al subdesarrollo. En el Congreso Mundial sobre Alimentación celebrado en Washington en 1963 ya se comprobó que "1.000 millones de personas están condenadas, en diverso grado, a una situación permanente de subalimentación". Y se dijo incluso que era "el principal problema de la actual generación". Palabras sin efecto. En los años ulteriores se han venido celebrando numerosas reuniones internacionales sobre esta cuestión. La ONU y sus organizaciones especializadas, como la Organización para la Alimentación y la Agricultura (FAO) y la Conferencia de las Naciones Unidas sobre Comercio y Desarrollo (UNCTAD), han discutido numerosas propuestas para abordar el angustioso problema del subdesarrollo. Siempre han chocado con la negativa de los países ricos a asumir los compromisos demandados por el Tercer Mundo. La realidad es que el abismo Norte-Sur, lejos de disminuir, se ensancha. En 1980, una comisión de personalidades independientes, encabezada por Willy Brandt, hizo público un informe alertando a los Gobiernos sobre las gravísimas consecuencias que tendría dejar que la situación se deteriore más y más; hablaba con dramatismo de la cercanía de una catástrofe; proponía, entre las medidas más urgentes, un programa global para hacer frente al hambre. Pero los efectos del informe Brandt, incluso en la política de Gobiernos encabezados por socialistas, han sido prácticamente nulos.

Un caso específico es el de los países productores de petróleo, que han podido, durante un período, enriquecerse aumentando los precios de los crudos. Pero este hecho no puede disminuir la responsabilidad indiscutible que tiene la política seguida por los Estados industrializados, en términos generales, corno causante del subdesarrollo. Sin remontarse al colonialismo y sus consecuencias, la reacción actual ante las desigualdades más escandalosas es de indiferencia y pasividad. La ONU decidió pedir que el 1% del producto industrial bruto de estos países fuese dedicado a la ayuda al Tercer Mundo. Ese 1 % fue luego reducido a un 0,7%. Prácticamente ningún país, salvo los escandinavos, cumple esa decisión. El promedio de ayuda es solamente del 0,38%. Mientras tanto, la caída de los precios de las materias primas, principal fuente de divisas para los países del Tercer Mundo, hace que las deudas de éstos sean cada vez más insoportables. Un intercambio radicalmente desigual determina que muchos países entre los más pobres de la Tierra tengan que dedicar gran parte de sus recursos y del trabajo de sus ciudadanos a pagar los intereses de sus deudas.

Un aspecto muy importante del informe Brandt es la relación que establece entre la carrera armamentista en el mundo y la agravación de la miseria y del hambre. En efecto, las sumas dedicadas a armamentos son cada vez más astronómicas. En una reciente conferencia pronunciada en Ginebra, Olof Palme dijo que la cifra global al año alcanza los 800.000 millones de dólares, lo que significaría que cada minuto se gastan en el mundo en armamentos unos 250 millones de pesetas. La mayor parte de esta cifra corresponde sin duda a las dos superpotencias y a sus aliados. Pero simultáneamente aumenta el comercio de armas entre los países industrializados y los del Tercer Mundo. La URSS y EE UU son los principales vendedores de armas, pero casi todos los países europeos hacen lo mismo. España sigue esta corriente y aumenta sus exportaciones de armas; éstas han superado en 1984 los 130.000 millones de pesetas, lo que representa un incremento de 20.000 millones más que el año anterior.

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Esta prioridad a la producción de armamentos, lejos de contribuir al desarrollo económico, es generadora de crisis a medio y largo plazo, y es, sobre todo, una de las causas decisivas de que el subdesarrollo se prolongue y se agrave en una gran parte del planeta. Por eso, la necesidad objetiva de colocar la relación Norte-Sur en el centro de la vida internacional está muy ligada a la lucha por la paz y el desarme, a la distensión entre el Este y el Oeste.

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