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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

La ONU y la tortura

LA PRÁCTICA de la tortura es un cáncer de la época contemporánea. Como ha puesto de relieve el informe de Amnesty International, la tortura es utilizada, en mayor o menor medida, en un tercio de los Estados del mundo, incluidos no pocos que tienen sistemas políticos parlamentarios. En España también se siguen dando casos de tortura, a pesar de que la Constitución lo prohíba de modo clarísimo. Dos hechos recientes, uno en la vida internacional, otro en el ordenamiento jurídico interior, vuelven a colocar en un primer plano de la actualidad la lucha contra la tortura.La réciente Asamblea de las Naciones Unidas ha aprobado la Convención contra la Tortura y otros Tratos y Penas Crueles, Inhumanos o Degradantes. Su texto se venía elaborando, en medio de discusiones bastante enconadas, desde 1977. Por fin ha sido aprobada unánimemente el 10 de diciembre último en la Asamblea, sin votación, es decir que, ningún Estado se ha atrevido a manifestar desacuerdo. Las disposiciones de dicha Convención son muy positivas; no es exagerado decir que muchas cosas cambiarían si, de pronto, sus principales artículos entrasen en vigor y fuesen aplicados de modo efectivo. Contiene una definición de tortura precisa y extensa:"todo acto por el cual se inflija intencionadamente a una persona dolores o sufrimientos, ya sean físicos o mentales", tanto para arrancarle una información o una confesión, como para castigarla, coaccionarla o intimidarla, "siempre que dichos dolores o sufrimientos sean infligidos por un funcionario público... o con su consentimiento o aquiescencia". La Convención obliga a los Estados a tomar todas las medidas legales, administrativas y jurídicas para garantizar que no se aplique la tortura; a educar a sus fuerzas de orden público, civiles o militares, para que cumplan esa prohibición de la tortura. El artículo 2 especifica que no se podrá invocar ninguna circunstancia excepcional como justificación de la tortura, ni siquiera la existencia de un estado de guerra o una amenaza de guerra; ni tampoco, por supuesto, la orden de un superior. La Convención convierte a los torturadores en delincuentes internacionales; deberán ser perseguidos y juzgados incluso fuera del país en el que han cometido sus crímenes. Por primera vez se crea un órgano supranacional, un Comité contra la Tortura, formado por 10 expertos de prestigio elegidos cada cuatro años por los Estados, y encargado de hacer encuestas sobre casos de tortura; aunque sus competencias han quedado muy recortadas.

El valor de lo expuesto más arriba queda relativizado por lo siguiente: la Convención, si bien ha sido votada por la Asamblea de la ONU, sólo tendrá vigencia con respecto a los Estados que la ratifiquen; y empezará a aplicarse cuando los 20 primeros Estados entreguen los instrumentos de ratificación. Hay que decir que España ha desempeñado un papel muy activo y positivo en el proceso que ha llevado a que la Convención sea aprobada por la ONU. Ahora se trata, asimismo, de que España la ratifique sin demora. Es una obligación moral evidente, después del papel que nuestra delegación ha de sempeñado en la Asamblea. Se entra en una fase en la que la opinión pública puede y debe ejercer una presión eficaz, para que ese texto tan fundamental, una vez adoptado en la ONU, no quede arrinconado, como ha ocurrido en otras ocasiones.

Casi simultáneamente con lo sucedido en la Asamblea de la ONU, el Tribunal Constitucional ha dictado una sentencia (ver EL PAÍS, 27 de diciembre de 1984) que contiene un principio fundamental, con una incidencia directa en la cuestión de la tortura. Establece la "nulidad radical" de todo acto obtenido como consecuencia de una violación de las libertades y derechos fundamentales definidos en la Constitución. Entre la necesidad de obtener la verdad y la obligación de respetar los derechos fundamentales de los ciudadanos, esta segunda es la "exigencia prioritaria". En resumen, ninguna prueba obtenida mediante la aplicación de la tortura, aunque con ello se hubiese podido descubrir la verdad de un hecho delictivo, puede ser tenida en cuenta por la justicia. Es significativo que la Convención aprobada por la ONU, en su artículo 15, diga casi exactamente lo mismo: todo Estado deberá asegurarse de que ninguna declaración hecha como resultado de la tortura pueda ser invocada como prueba en ningún procedimiento.

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No parece discutible que la Convención adoptada en la Asamblea de la ONU tiene un alcance político en la actual situación española. Eleva la obligación que tiene el Gobierno de adoptar todas las medidas para que de verdad desaparezca la tortura, para acabar con esa mancha de nuestra democracia. Eso no se logra con declaraciones autosuficientes. Se han producido hechos tan vergonzosos como la condecoración de números de la Guardia Civil cuando estaban procesados por sospecha fundada de haber aplicado torturas. Se necesita una voluntad política decidida a descontaminar las zonas de las fuerzas de orden público en las que se sigue considerando la tortura como un procedimiento viable; a lograr que los torturadores sean tratados, juzgados y condenados como lo que son, como criminales sin paliativos. Es lo que pide la Convención aprobada por la ONU y votada por España.

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