Desocupado lector
El 23 de abril del presente año, 368º aniversario de la muerte de Miguel de Cervantes, en Alcalá de Henares, donde nació el 9 de octubre de 1547, el rey Juan Carlos concedía a Rafael Alberti el máximo premio literario español, que se llama precisamente Premio Cervantes. En los discursos del Rey y del galardonado apareció el tema del exilio: y se consideró que también Cervantes lo había sufrido, como prisionero de los piratas argelinos. Pero hay exilio y exilio: y el de Alberti y el de los poetas de su generación fue muy distinto. A Cervantes le habría bastado, para volver, pagar el precio del rescate. Pero Alberti, Salinas, Guillén, Cernuda y otros no podían volver: en efecto, la mayoría de ellos no volvió, muriendo en tierras extranjeras antes de que en España muriese Franco.Pero en Madrid, el mismo día, y ante el monumento a Cervantes, el escritor Gonzalo Torrente Ballester lanzaba un grito de dolor: "España es el país donde se lee menos a Cervantes". Pero es dudoso que así sea. Al menos en las escuelas, como ocurre con Los novios, de Manzoni, en Italia, el Quijote será todavía lectura obligatoria. Y podemos admitir, sin más, que leer por obligación es peor que no leer, al menos de momento. Pero a veces queda por lo menos un recuerdo de las molestas lecturas escolares, que con los años va depurándose de su desagradable obligatoriedad. Entonces, el recuerdo se convierte en llamada, en libre y gozosa vuelta a aquella lectura. Así, hemos visto volver a personas conocidas por nosotros, al muy
odiado Manzoni de los años escolares, redescubierto felizmente en los años de la madurez. Podemos imaginar que ocurre otro tanto en España, en cuyas escuelas la obligatoriedad del Don Quijote fue decidida por real decreto en 1921, levantando una polémica cuya intensidad podemos comprobar por el ensayo de Ortega, que se titula precisamente Don Quijote en la escuela, y en el que, en verdad, y al contrario de lo que era habitual, están poco claras las razones por las que no estaba de acuerdo con la medida. Son muy claras, en cambio, las de un Antonio Zozaya, que afirmaba que el Quijote no era lectura para niños ni para adolescentes, y que la escuela no tenía necesidad de Don Quijote ni de Hamlet, ya que ni Don Quijote ni Hamlet "preparan para la vida". Zozaya pensaba, en resumidas cuentas, como aquellos que quieren introducir los diarios en las escuelas italianas, el diario para leer y el diario para hacer: que más que una preparación para la vida lo es, más bien, para la efímera y lábil mentira cotidiana.Pero, dejando a un lado la escuela y la aversión que consigue provocar hacia una gran obra cuando establece su obligatoriedad, es creíble que entre los 10 o 20 grandes libros que, en unos lugares más y en otros menos, constituyen un duradero patrimonio humano, el Quijote sea en todas partes, incluida España, uno de los menos leídos. Y la razón es muy simple: que todos creen saber de qué se trata, como si se hubiese leído en una vida anterior o como si se hubiese soñado. O como si continuamente fuese transmitido por medio de señales, símbolos, figuras y situaciones, al igual que los proverbios y mimos de una tradición local en la que cada uno de nosotros tiene raíces (y peor para quien no las tenga). De modo que, creyendo saber qué es el Don Quijote -y sobre todo qué es Don Quijote-, no son demasiados a quienes les entran ganas de descubrir lo que no es el libro y lo que no es el personaje, es decir, qué puede ser nuevo y distinto para cada lector y en cada lectura.
Pero ésta no es la única razón, si bien es la primera. Hay otras. Y podemos buscarlas jugando sobre las dos primeras palabras del prólogo, en las que Cervantes se dirige, bromeando, al tipo de lector al que ha destinado el libro. Lo llama "desocupado lector". Y estas dos palabras constituyen, para los traductores e intérpretes, el primer problema del libro.
Veamos qué ocurre en las dos traducciones italianas que tengo a mano. Ferdinando Carlesi traduce: "Lettore beato, che non hai nulla da fare", pero se da cuenta, y lo dice en una nota, que ocho palabras para traducir dos son demasiadas. Pero tenemos 10 en la traducción de Vittorio Bodini: "lettore mio, che non hai nulla di meglio da fare". Ahora bien, admito que yo soy un fanático de la traducción interlineal o, por así decir, calcada. Por eso traduciría, ateniéndome lo más posible al texto, "disoccupato lettore" o, si queremos ser un poco más rebuscados, "ozieggiante lettore", pues el ocio será quizá el padre de todos los vicios (en realidad, no de todos), pero también, parece, de alguna virtud. Cervantes se dirige a un lector que sepa leer con alegría. Desocupado: es decir, capaz de dejarse ocupar por la alegría de la lectura, y de dejarse ocupar en gran medida, pues la alegría que proporciona la lectura del Quíjote está impregnada de misterio, de un misterio que aumenta la alegría. ¿Acaso Cervantes no sabía que había escrito un libro alegre y misterioso?
Y llegando a la segunda, y en sí doble, razón por la que el libro no tiene hoy muchos lectores: el "desocupado lector" se da hoy raras veces. Desde un punto de vista que engloba a la generalidad de los lectores, bien puede decirse que son muy pocos hoy los que son capaces de leer con alegría. Hoy se lee por imposición de las ideologías o de las modas, para cumplir una obligación, para poder hablar del libro del que se habla, o bien, para poder decir únicamente "lo he leído". Se lee sufriendo. Y para sufrir se va al teatro, al cine, a una convención cultural. Hay una especie de masoquismo que preside, hoy día, estas cosas. Para limitarnos a la obra de Cervantes se puede decir además que quien se acerca al Don Quijote ya no está, precisamente con relación al libro, desocupado, sino que ya está ocupado por todas las interpretaciones que se han llevado a cabo del libro.
El Quijote es, pues, un libro que proporciona una alegría especial a los pocos que todavía lo leen, y forma parte de los conocimientos de los muchos que no lo leen. Pero para aquellos que lo leen y lo aman es un libro único. El gozo que produce, sobre todo cuando se relee, es el que proporcionan, inextinguiblemente, todos los grandes libros. Pero además transcurre en él el gozo de las ilusiones que toda época desilusionada (todas las épocas lo son, pero la nuestra de manera aún más grave) consigue saborerar en él y, asimismo, la idea que se le añade de la literatura, casi como si fuese su espejo y su signo más alto. Hasta tal punto esto es así que cuando un poeta está obsesionado con el fin del arte, con el fin de la literatura a causa de un nuevo diluvio, la imagen última, la más persistente en el momento final de todo, es la de Don Quijote. Y vale la pena detenernos sobre esta obsesión, por cómo Borges nos lo cuenta en una conversación suya sobre los sueños y las pesadillas.
Este terrible sueño es del poeta inglés William Wordsworth, y se halla en el segundo libro del poema The prelude -poema
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autobiográfico, como dice el subtítulo- Fue publicado en 1850, el mismo año de la muerte del poeta. Entonces no se pensaba, como pensamos hoy, en un posible cataclismo cósmico que aniquile toda obra humana, o incluso la humanidad entera. Pero Wordsworth tuvo ya esta preocupación, y, en sueños, la visión de ello. He aquí cómo Borges la asume y la resume en su discurso: "En el sueño la arena lo rodea, un sáhara de arena negra. No hay agua, no hay mar. Está en el centro del desierto -en el desierto se está siempre en el centro- y está obsesionado por la. idea de qué hacer para huir del desierto, cuando ve a alguien junto a él. Extrañamente, es un árabe de la tribu de los beduinos, que cabalga un camello y en la mano derecha porta una lanza. Bajo el brazo izquierdo lleva una piedra. En la mano, una concha. El árabe le dice que tiene la misión de salvar las artes y las ciencias, y le acerca la concha al oído. La concha es de belleza extraordinaria. Wordsworth nos dice que escuchó la profecía ("en una lengua que yo no conocía, pero que pude comprender"): una especie de oda apasionada, que profetizaba que la Tierra estaba a punto de ser destruida por el diluvio que enviaba la ira de Dios. El árabe dice que es cierto, que el diluvio se aproxima, pero que él tiene una misión: salvar el arte y la ciencia. Le enseña la piedra, La piedra, extrañamente, es la geometría de Euclides, aunque siga siendo una piedra. Luego le acerca la concha, que es también un libro: es el que le ha dicho esas cosas tan terribles. La concha es también toda la poesía del mundo, incluido, ¿por qué no?, el poema de Wordsworth. El beduino le dice: "Debo salvar estas dos cosas, la piedra y la concha, libros ambos". Vuelve la mirada hacia atrás, y hay un momento en el que Wordsworth ve que el rostro del beduino cambia, se llena de horror. También él se vuelve y ve una fuerte luz, una luz que inunda la mitad del desierto. La luz es la del agua del diluvio que está a punto de sumergir a la Tierra. El beduino se aleja y Wordsworth ve que es también Don Quijote, que el camello es también Rocinante y que al igual que la piedra es el libro y la concha es el libro, el beduino es Don Quijote y ninguna de las dos cosas y ambas a un mismo tiempo".
Borges se detiene en la pesadilla, que considera una de las más. bellas de la literatura mundial. No saca de ella, sin embargo, las sugerencias y los significados que podrían ser calificados, tout court, borgesianos. No se pregunta por qué la vida última de un mundo que está a punto de ser sumergido y de un libro que está a punto de ser salvado se resuma, en Wordsworth, en Don Quijote y en el Quijote. Quizá porque Borges ha dado la respuesta todas las veces que ha hablado de la obra de Cervantes, y particularmente en el cuento que se titula Pierre Ménard, autor del Quijote. Cuento que podemos considerar un apólogo sobre la "eternidad" del Quijote (y escribamos entre comillas la palabra eternidad, para quitarle, precisamente, eternidad: pues todo es relativo, y lo es también la eternidad), sobre las "infinitas" (relativamente infinitas) posibilidades de lectura que el libro ofrece a cada época, a cada generación, a cada lector. Y también a quien lo ha leído sin haberlo leído.
Sobre el sueño de Wordsworth, podemos continuar con el juego de las coincidencias, de las llamadas. Y vayamos a la concha: para colocar junto a ella la que hay en un cuento de Edward Morgan Forster, que se titula El método coordinado. El "método coordenado" es el adoptado por un colegio femenino inglés, por el que se coordina la enseñanza de todas las asignaturas alrededor de lo que en pedagogía se llaman centros de interés. Y henos llegados a Napoleón: así, pues, además de lo que se decía en los cursos de historia y de francés, se recitaban poemas de Wordsworth, se leía Guerra y paz, de Tolstoi, se copiaban las pinturas de David, se cosían túnicas estilo imperio y se tocaba en el piano la Heroica, de Beethoven. En el ocio del empíreo cielo, Napoleón y Beethoven se extasiaban con tan graciosas atenciones. Por ello deciden enviar un premio a las muchachas: Napoleón, que participen en la victoria de Austerlitz; Beethoven, que escuchen una ejecución perfecta de su cuarteto en la menor. Pero las muchachas no ven más que un desfile de un regimiento de caballería y solamente escuchan el murmurar de una concha. Mefistófeles se alegra de ello, como si se tratase de un engaño, de una burla de los dos grandes: que creen ser comprendidos y no lo son, y que los hombres creen comprender, pero que no comprenden. Pero el ángel Rafael, que afirma que la coordinación es el fundamento del universo y que cada criatura participa en él según su capacidad, le responde triunfalmente que la coordinación se ha efectuado, que ante la obra del genio, las muchachas se han coordinado "a través dé las fuentes primeras de la melodía y de la victoria".
Se trata de un breve cuento que vale tanto como un tratado de estética, y también por lo que no dice, pero que va exigiendo del lector, de pensamiento en pensamiento, lo que ha de añadir.
Pero detengámonos en lo que sí está: una gran obra de arte, lo mismo que un gran acontecimiento, vive a través de una infinita variedad de puntos de vista y en distintos y variables niveles de comprensión: en el tiempo, en el espacio, de un individuo a otro, en el variar de las condiciones en las que el individuo mismo se acerca a aquélla. Y puede vivir, por decirlo así, en el aire, sin que se la conozca directamente. Y ésta es la suerte que ha corrido, más que a otras obras, al Quijote.
Es posible, pues, que en España el libro se lea menos que en otros lugares, en proporción inversa a lo mucho que se había de él, a la presencia del nombre y de la figura del personaje y de su autor por doquier: monumentos, lápidas, nombres de mesones y de tiendas, marcas de productos, etcétera. Especialmente, La Mancha está llena de ellos: en la retícula de sus calles rurales, en los pueblos, en las etiquetas de los vinos. La Mancha, con su tierra roja, las vides bajas, los blancos molinos de viento en la cima de las colinas, los mesones en los que se encuentran sabores que pertenecen a lejanas infancias (como la nuestra), y que hacen que nos ilusionemos con la infancia del mundo, que nos devuelven a las paradas reconfortantes de Don Quijote y Sancho.
Quizá el libro continúa siendo, entre los grandes, uno de los menos leídos. Pero posee una vitalidad que va más allá de sus páginas, que se ha incorporado a una manera de existir, a la existencia misma por lo que tiene de nobleza, de poesía. Es lo que sentimos en Alcalá de Henares, ciudad en la que Cervantes nació y que conserva, improbable pero sugestiva, su casa natal. En la amplia y armoniosa plaza en la que se alza el monumento a él dedicado, cruzada de cuando en cuando por el vuelo lento de las cigüeñas, vemos que van llegando familias enteras gracias a la tarde primaveral. Los niños juegan y corren. Los adultos reposan, como absortos. No es domingo, pero hay aire de domingo. Las dos primeras palabras del prólogo afloran casi automáticamente: "Desocupado lector". He ahí lectores desocupados, desocupados en tal medida que nunca leerán el libro. Puesto que -reposo, esperanza y otras cosas- lo están viviendo.
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