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Reportaje:

En la ciudad de las columnas

Fidel Castro no tiene en Cuba ni un monumento, ni un miserable busto, ni una calle dedicada, ni da su nombre a un solo hospital, a un grupo escolar, ni su efigie aparece en los billetes ni en las monedas. Como dijo el teórico político Weinberger, se limita a hacer la revolución "y la hace bien". La Habana va saliendo lenta y trabajosamente de su estado de desmoronamiento general tras 25 años de una revolución aislada y bloqueada desde el principio, donde, cuando Estados Unidos se marchó, no dejó, al lado de algunos de los hoteles más rutilantes y hollywoodenses del Caribe, ni una miserable fábrica de cemento.Los años sesenta fueron los de la esperanza, los setenta los de la depresión y penuria, y los ochenta contemplan el principio de la recuperación. El cubano, mientras tanto, estudia, trabaja a ritmo lento y canta. Algunos -la minoría en desacuerdo- se exilian, si legalmente pueden, y en las condiciones de esta legafidád aparecen los problemas. Pero Cuba no es una cárcel, desde luego, o al menos ni lo parece ni así lo he visto.

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Homenaje internacional a Carpentier en Cuba

Álejo Carpentier es uno de los tres monumentos literarios de la Cuba de este siglo, junto con José Lezama Lima y Nicolás Guillén, que por cierto también acaba de cumplir 80 años, de lo que hablaré otro día. Guillén estuvo con la revolución desde el principio, en el interior, y en ella sigue. Carpentier hizo lo mismo, aunque residió mucho tiempo en su amado París y allí murió. Lezama Lima fue católico y en Cuba se quedó hasta el final, y su nombre es hoy considerado con fervor y respeto por los cubanos. Como los de otros católicos fervientes, que allí siguen, como Cintio Vitier y Eliseo Diego.

Contrasta la absoluta libertad existente en algunos terrenos artísticos, como en la música y las artes plásticas, con las limitaciones impuestas en lo literario, donde siguen vetados nombres como los de Borges o Vargas

Llosa, al lado de la admiración resuelta que despiertan otros, como los de Cortázar o García Márquez. "¿Por qué vamos a pagar derechos a los enemigos de la revolución?", me decía un joven diplomático cubano. Tal vez ya sea lo suficientementerica para hacerlo algún día.

El nombre de Vargas Llosa fue citado de manera neutral y literaria por Klaus Müller-Bergh, alemán occidental profesor en Chicago, y fue mal recibido por algunos participantes, pero la sangre no llegó al Almendares. El debate principal enfrentó al venezolano Alexis Márquez -autor de una monumental monografía sobre Carpentier- y al joven búlgaro Venko Asenov: ¿Qué es lo real maravilloso, una poética, un método o una teoría? Las espadas seguirán en alto durante mucho tiempo, pues en principio tal vez sólo fuera una práctica: la de la obra creadora de Carpentier. El italiano Dario Puccini sonreía suavemente tras revelar el enfrentamiento.

La Habana sigue siendo ese emporio de columnas, esa selva de columnas que señalaba Alejo Carpentier. No tienen pintura en Cuba, pues carecen de resina para fabricarla, y muchas de esas columnas otrora multicolores necesitan una mano urgente. No hay bolsas de miseria -al menos no las vi- y los cubanos gozan de vivienda, cuidados médicos gratuitos y enseñanza hasta los máximos niveles. Ahora consiguen divisas alquilando sus técnicos a otros países, mientras siguen viviendo de la zafra, ya mecanizada en un 60%, Y no paran.

Varios simposios

En una semana coincidieron, al lado del simposio sobre Carpentier, otro sobre minorías étnicas en Estados Unidos, otro más sobre energía, otro de psicología, y el principio del VI Festival Latinoamericano de Cine, y seguro que me olvido de alguno. Fidel apareció dos veces en cinco días en la televisión -que es sobre todo didáctica, musical, deportiva, revolucionaria y sin publicidad- con sendos discursos de más de tres horas. En el primero impulsó a los cubanos al ahorro de energía, mientras les explicaba lo que es un megawatio. Está más viejo, con la barba asediada por las canas, y es como la representación del padre.

Enamorados del socialismo

A los cubanos no les gusta la palabra democracia, están enamorados del socialismo, y pagan el precio de parte de su libertad para obtener la justicia. Tienen poca ropa, muchas librerías, poco surtido en las tiendas, pero van dignamente vestidos, pueden comer por un peso, fuman el mejor tabaco del mundo y saborean uno de los mejores cafés. El socialismo cubano es atípico y alegre, desde luego. Pero lo, es. Los turistas soviéticos que visitan la isla se van cargados de paquetes, de compras y regalos de todo tipo. Se les van los ojos tras las marchosas caderas mulatas que cantan al andar. La sombra del admirado y querido Hemingway planea todavía sobre los mojitos de la Bodeguita de El Medio y los daiquiríes del Floridita. Tropicana, como el Riviera, son espectáculos horteras. Puros años cincuenta, con piscina a lo Esther Williams y todo. Ya es difícil encontrar este estilo tan puro y tan bien conservado. Pero mejor lo han hecho con los monumentos coloniales de La Habana vieja, perfectamente redescubiertos y conservados. La historia recibe sus derechos, y hasta hay el retrato de un norteamericano querido en el fascinante Museo de la Ciudad: el del presidente Abraham Lincoln, colocado al lado de la corriente de la historia, como esperando entrar en ella cualquier día de una vez. Los cubanos tienen la palabra.

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