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Pecados literarios

Hermenegildo Ventura, el juez de Ayacucho que acaba de interrogar a Mario Vargas Llosa como testigo en el proceso por el asesinato de un grupo de periodistas peruanos y que lo mantuvo incomunicado durante 24 horas, no era propiamente un juez. Era parte, más bien, en una querella muy antigua, muy nuestra, en la que uno de los lados está representado por los defensores furibundos del rencor y de la intolerancia. El pecado que no le perdonan a Vargas Llosa, y que no estarán en condiciones de perdonarle nunca, es el de su talento, unido a su éxito. Si fuera la suya una creatividad más o menos ignorada o aclamada en cenáculos y en ateneos de provincia, nadie se molestaría demasiado. Pero un talento reconocido en todas partes, consagrado, celebrado, es, para nuestras sociedades, aisladas, asustadas, cultivadoras de la mediocridad como sistema, una especie de ofensa pública.La cultura de nuestro idioma pudo tener a un Cervantes ganándose la vida como alcabalero escribiendo en la cárcel, pero difícilmente admitiría a un Víctor Hugo teatral y triunfal, a un Goethe olímpico o a un Dickens que obliga a toda Inglaterra a llorar la muerte de un personaje de ficción. ¡Eso sería ofensivo!

Cuando Blasco Ibáñez, después de ganar dinero como novelista y como guionista de Hollywood, en la época de Rodolfo Valentino y de Los cuatro jinetes del Apocalipsis, llegó a su Valencia natal en su yate, fue acusado por la Prensa de la época de traidor. Neruda, en 1967, en la famosa carta contra él de los intelectuales cubanos, recibió acusaciones bastantes parecidas.

¿Traidores a qué? Traidores a nuestra cultura de la pobreza, de la mezquindad, de la envidia. José Ortega y Gasset, en sus juveniles Meditaciones del Quijote, cita a un pensador del siglo XVIII, descubierto por Azorín, que se llamaba Ramón Campos. En las culturas hispánicas, los pensadores son bastante escasos, como lo sabía muy bien el propio Ortega. De ahí la necesidad, precisamente, de andar con una linterna encendida, como Diógenes, para descubrirlos Este Ramón Campos del siglo XVIII escribió: "Las virtudes de condescendencia son escasas en los pueblos pobres".

¡Gran verdad! Por ejemplo, no cabe la menor duda de que ese juez de Ayacucho no conocía la condescendencia ni de vista. En su interrogatorio se reveló preocupado, obsesionado, enfurecido, por los derechos de autor que había ganado Vargas Llosa en el último tiempo. Uno llega a sospechar que tenía algún pecado literario oculto que no le había reportado las satisfacciones y las ganancias esperadas.

No conocían la condescendencia tampoco los sujetos anónimos que entraron en estos días en la librería del novelista chileno Enrique Lafourcade, zamarrearon al librero y se llevaron todos los ejemplares de El Gran Taimado, la novela recién publicada del escritor, apoderándose, de paso, de la caja. Lafourcade había hecho incursiones, una vez más en su carrera, en un género por definición conflictivo: el de la novela satírica y en clave, que exige lectores y hasta víctimas condescendientes. Eso sí, uno de los problemas de la novela satírica, como forma literaria, consiste en que no permite la creación de mundos autónomos: es un género tributario de las realidades que satiriza, que son a menudo realidades miserables o siniestras, y limitado, en consecuencia, por ellas, salvo cuando desemboca en sublimaciones alegóricas o simbólicas. Esto está lejos de ocurrir en El Gran Taimado, una novela que los chilenos estaremos condenados a leer en fotocopias manchadas y clandestinas. En Chile, desde que se proclamó el estado de sitio hace algunas semanas, renació la época del samizdat y de aquello que los chilenos llaman correo de las brujas.

¿Qué habría pensado, frente a este caso, don Ramón Campos, el pensador dieciochesco descubierto por Azorín y que uno tiende a pensar que fue una invención azoriniana, imaginación pura, como pretende Lafourcade en su nota preliminar que sea su Gran Taimado, a pesar de que muchos declaran poseer pruebas tangibles de su existencia? Don Ramón Campos habría sostenido quizá que la impertinencia en determinadas circunstancias aunque no esté elaborada con el debido reposo literario y aunque esté dirigida contra los poderosos de este mundo, puede ser más saludable y menos impertinente de lo que en general se cree. Lafourcade, entre tanto, al comprobar los riesgos de la literatura satírica, no ha tenido más remedio que tomarse unas vacaciones en Buenos Aires. Son mucho mejores y más seguros ahora los aires de Buenos Aires.

Existen pocos pensadores, por desgracia, en nuestros historiales criollos. Pocos pensadores y demasiados activistas. El juez Hermenegildo Ventura, que tiene nombre de personaje de novela de Vargas Llosa, parece haber escuchado en alguna parte el grito de Millán Astray. Escuchó el ¡muera la inteligencia! sin saber muy bien de dónde venía, y decidió entrar en campaña, lanza en ristre, con la esperanza secreta, probablemente, de convertirse en caudillo ayacuchano. ¡Como si nos faltaran caudillos! Ya se sabe que somos pobres, pero acentuamos los males de la pobreza con la sabiduría escasa y la condescendencia nula. Argentina y Uruguay empiezan a salvarse, Brasil también, y nosotros, los chilenos, que ya ni siquiera somos los sobrinos de Occidente, como pensaba Neruda, nos quedamos pataleando en nuestro barro, en nuestras aguas chirles.

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