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Tribuna:La muerte del autor de 'La destrucción o el amor'
Tribuna
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El mejor homenaje y lo que verán los otros

Se ha repetido hasta la saciedad, pero hay que insistir una vez más, como ocurre con todo lo que importa: el mejor homenaje a un escritor, en vida o con ocasión de su muerte, siempre consistirá en leerlo.Y, no obstante, Vicente Aleixandre fue de los no muy abundantes hombres de letras en que su palabra y su contacto personal en absoluto desdecían de su obra diamantina. Diría más: el verbo físico, la dicción de Aleixandre igualaba en calidez, profundidad y belleza a su poesía y a su prosa es critas.

Lo que significa que en toda ocasión fue poeta, aunque, y aquí está el matiz diferencial, se prohibiese desde el principio, para siempre y como pecado máximo, posar de ello: su curiosidad, su sentido del humor, su exquisito respeto para los otros y su generosidad, sobre todo su generosidad, se lo vedaban.

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Con lo que el visitante, como yo y tantísimos, más o menos asiduo a Velintonia, 3, tenía delante de sí el bulto, la presencia del hombre y aquel "maravilloso silencio" do méstico que le rodeaba, pero además, el fascinante decir del poeta, el cual cuando se decidía a hablar de él mismo, de sus amistades vivas o desaparecidas o de sus más comunes inquietudes, una vez vertido el caudal de su interés por la vida, milagros y sobre todo proyectos literarios de su visitante, dibujaba una variación, en sentido musical, tal vez una addenda más, de aquel su gran libro autobiográfico que se llama Los encuentros.

Todavía me estremezco ante el quiebro de la voz del gran poeta y amigo y aún me parece ver su grácil sesgo de tronco y manos, cuando rememoraba el rato pasado en soledad al pie de la lápida que, en el cementerio de Alicante, guardaba las cenizas de aquel incendio que un día fuera Miguel Hernández, el mayor amigo entre sus coetáneos, según le oí decir más de una vez, junto a Federico García Lorca y Manuel Altolaguirre.

O del gesto que también mimaba del propio Miguel, al lanzarle en su tumbona de reposo un puñado de naranjas recién recolectadas en las huertas del sureste, "que alumbraban como soles", en la primera o segunda visita que el oriolano le hiciera antes de la hecatombe de 1936.

De toda la obra de Vicente Aleixandre, que se va abriendo en círculos cada vez más abarcadores, tengo la sospecha de que a los poetas que comenzamos a publicar en los 60, nos impresionó muy especialmente un libro.En un vaso dominio, y, dentro de él, su capítulo III, titulado Ciudad viva, ciudad muerta. Tal vez porque en esa parte, se aunaban de forma inédita y felicísima el compromiso del poeta con el hombre común y, soterradamente, con su lucha orientada a la dignidad y a la libertad frente a potencias, ya nada telúricas, sino humanas, demasiado humanas y, de otro lado, ciertos acentos proustianos, para entendernos, de escritor fascinado por lo que la decadencia de una clase y quizá toda decadencia bien llevada posee de deslumbrante.

Curiosidad, belleza, generosidad: he aquí los arcos. de bóveda del hombre y de la obra.

Curiosidad por las más extremadas latitudes de ese enigma que es el ser humano, desde sus más secretas fusiones con las potencias oscuras hasta las más engañosamente triviales tareas, que forman el entramado de los oficios y de los días.

Belleza, por medio de una escritura en que la alerta desvelada cortaba cual espada para sanar acto seguido como el más indoloro labio cauterizante.

Generosidad en diferentes y sostenidas actitudes: desde la que le llevó a sufrir con su pueblo la inicua derrota y la brutal dictadura, a la que siempre repudió privada y públicamente, hasta el gesto de sus firmes manos de hermano mayor que guiaban los titubeantes pasos de los que seríamos o nos creímos poetas, que de todo pasó por las siempre abiertas puertas de su casa.

Y generosidad, al fin, en la cúspide de su oficio y de su vida, cuando tras una obra que se fue abriendo progresiva, serena, sabiamente hasta ese Non Plus Ultra que supone asumir la alta condición del solitario-solidario, en el sentido que a la frase le confirió un Albert Camus, nos regala o dona a la lengua que hablamos más de 300 millones de seres, esas dos sobrecogedoras codas testamentarias que son Diálogos del conocimiento y Poemas de la consumación. De este último volumen quiero recitarme en voz baja y de paso recordar para todos los que amaron, para los que, incluso nonatos en este día de diciembre, amarán un día a Vicente Aleixandre, los dos últimos versos de un poema sobre el motivo del Moisés bíblico, ante un país o libertad, que él ya no podrá pisar: "y allá la sucesión, la tierra: el límite. / Lo que verán los otros".

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