La casa de la poesía
No es al escritor a quien despedimos ahora con tristeza, sino al hombre que lo hizo. Aquél sigue en donde estaba, secreto y a la vez ofrecido, siempre naciendo por vez primera en los ojos de cada nuevo y deslumbrado lector, y desde ahora con la pureza sagrada de quien se ha desprendido del tiempo.Algunos, creo que somos muchos, despedimos hoy al amigo. Cuántos poetas entre ellos, y todos volviendo ahora en nuestro recuerdo a nuestra perdida y temprana juventud, cuando a la puerta de la casa de Velintonia (así nos enseñó Vicente a escribir con sencillez Welingtonia) llevábamos un puñado gozoso de temblorosos y tímidos poemas.
Él nos escuchaba con tanta atención que ya nos parecían otros, y cuando él los repetía en voz alta experimentábamos en nosotros, grabado ya a fuego, el sello de nuestra condición: qué cerca nos sentíamos entonces de nuestro ser de poetas.
Y así ¿desde cuándo? Desde que allí llegara Miguel Hernández, ¿cuántas generaciones de adolescentes? Se franqueaba la entrada con el sentimiento anhelante y retraído que acompaña a la admiración, se salía por aquella puerta con el sentimiento maravillado y agradecido del afecto. Muy pocas personas conozco que hayan vivido tanto en los demás. Hay en este siglo algunos poetas que han obtenido, a través de su obra, una mayor influencia literaria: Juan Ramón Jiménez, Antonio Machado, Cernuda, pero ninguno ha estimulado, ha ayudado a más poetas, desde su contacto humano, que Vicente Aleixandre. Probablemente, en toda la historia de la poesía española no pueda encontrarse a otro que en esto pueda emularle.
La orfandad poética que en España sobrevino tras la guerra civil tuvo en él al inagotable padre que nos adoptaba.
Su generosidad humana fue excepcional. Al cabo de poco tiempo ya era, ante todo, el amigo. En aquella casa, el importante no era él, sino el que llegaba a él. Le interesaba la vida concreta que tenía ante sí, hasta en las íntimas menudencias. Ninguna plaza tan ancha y aireada como aquel pequeño y descuidado jardín, ninguna calle Mayor más concurrida de experiencias ajenas que aquella sala en penumbra.
Todo ello logró, también para Vicente, muy señalados frutos. El primero, y el que quizá más estimara, la correspondencia del amor. El segundo, el beneficio que alcanzaría así su propia poesía. Marchó ésta, siempre con su irreductible sello personalísimo, al paso natural de la que hacían las sucesivas generaciones jóvenes, con una sabiduría y plenitud que nos la mostraban magistral. Podrán los gustos estéticos personales, como siempre ocurre, acercarnos más o menos a su poesía, pero nadie podrá encontrar en la voz aleixandrina aquel punto en el que comienza irreparable la fatigada declinación. Sus libros de la vejez, tan poco interesantes en la mayoría de los poetas, son quizá los más emocionantes de los suyos.
Posiblemente, bastantes de aquellos jóvenes que se acercaron, con remota emoción, a esta casa grande de la poesía dejaron abandonado en el largo camino el sueño creador de las palabras, pues acaso no fue lo firme que debiera la vocación o los resultados demasiado escasos.
Mas es seguro que hoy habrán vuelto, desde cualquier lugar de España, al recuerdo de ella, acogedora como entonces, y habrán recobrado la hermosa juventud y un poco de pureza. La casa ya está definitivamente cerrada, y conclusa tanta bondad como aquella vida contenía. Sólo queda ya el íntimo consuelo del quevediano conversar con los difuntos, pero a éste lo queríamos tanto que no se nos va a acabar nunca de morir.
Babelia
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