Beowulf, un manifiesto / 2
La lucha política en un sistema consolidado -en el que tal lucha es acaso la mayor garantía de su continuidad y su progreso- atiende de manera prioritaria a su prolongación en el tiempo. El gobernante más ambicioso y pagado de sí mismo nunca pretenderá dominarla para terminar con ella e inaugurar un ilimitado período de silencio público en el que no se oiga otra voz que la suya, y si así lo intenta (y a veces en apariencia lo consigue), si todavía conserva algunas luces que le alumbren en un momento de tanta confusión, tendrá que prepararse a proseguir la contienda en otras áreas distintas al foro, con otros métodos y leyes, con otras armas distintas de la palabra y las reglas de la ciudadanía. Tal vez la democracia (de la que tantas definiciones se han dado, las más de ellas de carácter asertórico dual, es decir, que afirman una negación) sea poco más que eso: el sistema que mejor garantiza el respeto al sistema. Una suerte de servomecanismo que actúa en el sentido de crear un desequilibrio tal, cuando se abandona el régimen, que sólo puede concluir con la vuelta al régimen. El sistema de partidos es un procedimiento -quizá, por obvio, el más simple y eficaz- que garantiza la prolongación de la lucha, y por consiguiente, la extinción de uno de sus contrincantes no entra en sus cálculos; tampoco su permanente alejamiento del poder y su función como mero comparsa, y si su ejercicio como aspirante no resulta eficaz, ya se encargarán el desgaste que sufre el gobernante y el cansancio que produce en su electorado su largo monopolio de llevar a otro al poder, aunque sólo sea para mantener el péndulo en movimiento.Pero el combate con la bestia no es así, ni mucho menos, porque la bestia no está en la oposición al Gobierno, sino en guerra con los Geats; porque la bestia no descansa y no puede, en principio, ser vencida. Acaso un día el gobernante se entere de que la crisis económica ha sido superada; sin duda que su gestión puede haber contribuido a ello, con sus pequeñas medidas de recta economía y buena administración, pero si un día el monstruo desaparece para dar paso a un período de prosperidad -sin paro, sin inflación, sin alza de precios, con una ciudadanía día a día más pudiente y una riqueza más uniformemente repartida-, sería como consecuencia de un fenómeno ecuménico del que nunca llegaría a conocer las causas, como la llegada de una imprevista y no periódica primavera para quien ignorase la influencia del Sol y las leyes del movimiento de su sistema. Una solución venida del más allá, como del más allá puede regresar el monstruo, por fuerza tiene que engendrar un Beowulf tan perplejo como responsable, tan inseguro como decidido, resuelto siempre a aplicar medidas de buena administración, aun cuando nunca llegue a saber cabalmente a qué conducen.
En el clima de incertidumbre que actualmente domina a nuestro país, el espectador más angustiado puede vislumbrar ciertos aspectos que -a poco que lo piense- reconocerá como firmes, como circunstancias que con pocas variaciones permanecerán tal como hoy son y que apenas se verán afectadas por los cambios del futuro. No me parece de buen tono -aunque sea obligado hacerlo- mencionar la firmeza de la Corona, asentada como no lo ha estado en los dos últimos siglos, violentados por toda clase de luchas por la ocupación de la jefatura del Estado. En el otro polo -y por ahora con la misma firmeza- se sienta Grendel, en modo alguno, dispuesto a abandonar su sitial. Pero la crisis económica, de tan gran poder estabilizador, es otra de las garantías para el funcionamiento de ese servomecanismo antes mencionado. En tanto Grendel esté donde está, los Geats se hallarán en guerra con él, y un enemigo común es el mayor aglutinante de un pueblo. Repito: la división se producirá para la elección de Beowulf, que una vez elegido contará con una unanimidad en la expectativa, aunque no confesada y, desde luego, contestada -por razones obvias- desde las filas de la oposición, necesariamente dividida en dos conciencias, la expectante y la censora. La agudeza e intensidad con que la segunda expresa sus dudas da la medida de la confianza que en secreto concede a la primera.
La tercera circunstancia, muy digna de tener en cuenta, es la consolidación del partido socialista como primera fuerza política del país; por supuesto que lo de primera puede ser una eventualidad, despejada o desmentida dentro de dos, seis, diez o veintitantos años. Pero cualesquiera que sean los avatares electorales futuros, lo que parece fuera de toda duda es que para mucho tiempo por delante -para mucho más del que soy capaz de prever- el partido socialista será el primero o el segundo de nuestro país, más aún cuando se piensa que, gozando de una entidad susceptible de desgaste (la piedra es lo que se desgasta, el barro se deslíe), todavía está por ver cuál será el partido que puede hacerle sombra pasado mañana: tal vez el de su derecha, o tal vez el de su izquierda, si sigue por la senda que ha emprendido.
En cierto modo, todavía estamos viviendo un período de formaciones lito-políticas, como consecuencia de la inmersión de nuestro país en el océano de la democracia, tras toda una era de sequía continental, y no deja de ser significativo que el primer depósito que bajo esa influencia ha logrado cementarse para formar una unidad sólida sea el partido socialista, sobre cuyo zócalo vendrán a formarse otras unidades que todavía hoy, aun teniendo en suspensión los elementos necesarios, no han encontrado el aglomerante que los consolide en cuanto estrato resistente y autóctono. Así que no puede resultar paradójico, sino en apariencia, afirmar que el actual partido socialista ha de ser el estrato inferior de apoyo sobre el que ha de formarse el partido o los partidos que le den la réplica y se turnen con él en el poder para luchar contra Grendel.
Desde la muerte del general Franco, todos los demás partidos que en un momento u otro han pasado por la escena política han sido sólo apariencias de partido. Despejar esas apariencias y formar la base sólida para la formación de nuevos y duraderos partidos es una de tantas misiones que ante sí tienen los socialistas. Pues la prioridad no es una casualidad ni obedece a leyes azarosas; los primeros elementos que se han depositado y aglomerado son los más pesados y estáticos, los que -por decirlo de una manera un tanto espiritualista- más necesitados estaban de equilibrio y resistencia y, por tanto, más formáceos. La aptitud que los socialistas han demostrado para aglomerarse, la extensión con que han cubierto el mapa -tanto geográfico como político- y la prontitud y afán que han tomado el poder y replicado a aquellos que los consideraban inexpertos, poco profesionales y casi inermes frente a las trampas que podían tenderles todos aquellos que llevaban años moviendo los resortes del tablado son pruebas bastante concluyentes de que representan a una gran masa, decidida a constituir un estrato permanente, sólido y dispuesto a todo, menos a su disolución y pérdida de entidad.
Si a estas condiciones que por el fallecimiento de unos y la inconsistencia e incapacidad de otros han investido al partido socialista con todos los derechos de la primogenitura dentro de la familia política -que, mucho me temo, a la hora del reparto del patrimonio funciona de acuerdo con códigos medievales- se añaden determinados caracteres psicológicos, que en los dos años que lleva en el poder se han puesto de manifiesto de forma cada día más acusada, y que definen una personalidad más enérgica que doctrinaria, más atenta a los hechos que a las ideas, fácil es pronosticar sin caer en graves riesgos que los socialistas constituyen hoy por hoy el órgano -por más consolidado- más conservador del cuerpo político.
Con la afirmación anterior no pretendo, por el momento, introducir una acepción ideológica de la que en buena medida me exime la confusión topográfica; quiero limitar el sentido del calificativo al derivado del verbo conservar y prescindir si se puede de la ecuación conservador igual a derecha para insinuar que el esfuerzo conservador se ha de dirigir en primer lugar al edificio democrático, y en segundo, a la posición más progresista que el país ha adoptado en relación a cualquier otra de su historia anterior.
Soy de la opinión de que en España todavía no hemos beneficiado los 40 años de dictadura del general Franco. Los más optimistas -los que siempre tienen los ojos puestos en la Europa vecina- acostumbran a pensar que tal dictadura y la guerra civil que la precedió fueron el precio que nuestro pueblo tuvo que pagar -un baño de sangre y una prolongada lustración- para, partiendo de un estadio mucho más atrasado, llegar a ser una democracia moderna, homologable con las occidentales. Y esa opinión, para ser consecuente consigo misma, se conforma por ende con semejante parecido, pues lo único que teme es un nuevo retroceso, como consecuencia de cualquiera de los brutales imprevistos con que cierta gente acostumbra a pautar y condimentar nuestra historia. Como refuerzo de sí misma y como conjura contra esos imprevistos, esa opinión -que en su día fue la más progresista- no ve mejor política para España que su vinculación a la Europa vecina, con todos los lazos posibles. Pero realmente si desde la Reforma nuestro paso político es más lento que el de nuestros vecinos, y a causa de ello, al cabo de un cierto tiempo, nos encontramos siempre retrasados y no hay otra forma de superar ese atraso que mediante una convulsión -casi siempre sangrienta-, cabe pensar que esa atroz maldición histórica no dejará de seguir funcionando en los períodos de homologación y que el parecido del que ahora estamos tan ufanos no será tal dentro de 20 o 30 años. Tanto por eso cuanto porque ninguna de las democracias europeas ha pasado por una prueba semejante a la sufrida por este país con el general Franco, ese parecido no me satisface plenamente. Intentaré ilustrar la raíz de esa insatisfacción con un ejemplo. Hace unos 30 años me vi envuelto en el estudio de una vía férrea en Mauritania de la entonces más moderna técnica del carril soldado. Viajé a Suiza, donde se fabricaban los equipos más especializados, y cuando en las diversas firmas interesadas
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insistí en mi deseo de inspeccionar de visu una vía nueva ejecutada con aquella técnica me dijeron que para eso tenía que dirigirme a Francia o Alemania, a la SNCF o la Bundesbahn, puesto que en Suiza no se hacía nada parecido. Suiza contaba, como ahora, con una de las más competentes redes ferroviarias del continente, y el tradicional buen estado de sus intalaciones fijas no permitía el gasto de sustitución con una vía más moderna pero mucho más cara. Solamente los países que habían sufrido en sus redes la intensa devastación de la guerra mundial podían servirse de ella para llevar a cabo una modernización de tal índole. Era un ejemplo más del porqué de la radical modernización de la industria europea en la década de los cincuenta, que en muchos casos, a partir de un desmantelamiento casi total, abandonó los esquemas, métodos y equipos de preguerra para implantar de una vez y en un momento de excepción todo aquello que habría requerido un lento proceso evolutivo de sucesivas sustituciones.
Pues bien, la devastación política que provocó el régimen de Franco fue completa, y ese momento de excepción para llevar a cabo la modernización está ocurriendo hoy en España. A la muerte del general no quedaba vigente ningún resto político anterior a él, lo que él dejó no servía para nada, y fue preciso montar una democracia de fortuna con unos cuantos residuos. Incluso la Monarquía, que tan buenos frutos está dando, fue más producto de una instauración que de una restauración, pues poco o nada debe la Corona a su pasado, sino a su ejecutoria presente, para ser aceptada por los españoles. En tales condiciones, el aparato político podía optar por inventar un modelo o por copiar uno ya sancionado; en ese momento la solución más prudente era poco menos que obligada, pues cualquier aventura podía provocar -como se pudo comprobar en varias ocasiones- la vuelta hacia atrás. No se trataba de modernizar una red, sino de ponerla en marcha con todos los materiales aprovechables.
Pero una vez puesta en marcha y demostrado que funciona, se trata de saber si hay que optar por una modernización a la manera de la SNCF o la Bundesbahn o por una conservación a la manera suiza. Supongo que el tan cacareado cambio quiere decir lo primero, y no sólo la limpieza a fondo de los polvorientos pasillos de la Administración pública. Por eso sostengo que la devastación franquista -que ningún país occidental ha sufrido en escala parecida- no ha sido aprovechada para una renovación técnica de la política que ninguna vecina democracia se ha visto en la necesidad de llevar a cabo gracias al buen estado en que conservan sus constituciones, anticuadas pero firmes. Lo más paradójico, a mi parecer, es que tras los sensibles desplazamientos del poder y los movimientos de las masas en busca de una nueva isostasis, la topografía apenas aparezca alterada y sólo asomen a la superficie los mismos accidentes de antaño y en la misma posición que hace medio siglo. Como en 1900 o antes, de nuevo está la escena ocupada por derechas e izquierdas, por partidarios de la Constitución y subversivos, por centralistas de ventanilla y nacionalistas de campanario, por el gran capital, de un lado, y de otro un programa de reformas. El único que por defunción no está presente en el elenco (y no parece relevante constatar la desaparición de la Iglesia como vector en acción) es el espíritu revolucionario de las masas proletarias, que, domesticadas por la larga y sostenida crisis, sólo aspiran a no ser desalojadas del orden capitalista.
Me parece que lo más ridículo de todo ello es que se siga considerando a los socialistas como un partido de izquierda, dicha esta vez la palabra con significación ideológica. Resulta poco menos que un insulto al siglo XX que, pese a haber ensayado -con éxito o sin él- casi todas las doctrinas nacidas en el XIX, pese a haber pagado con mucha sangre la tortuosa e hipocondriaca marcha del espíritu universal, pese a haber aceptado y asimilado todas las transformaciones sociales impuestas por el progreso, aún debe vestir los mismos trajes y libreas de aquel doctrinario siglo pasado, como si nada importante hubiera pasado en éste y aún tengan que seguir siendo vigentes las clasificaciones inventadas en aquél, casi con carácter imperecedero. La mayoría de los europeos, como los suizos su red ferroviaria, han sabido conservar ese traje, pero los españoles no, y cuando, despojados de toda vestimenta, decidieron acudir al sastre, aceptaron sin más ni más el modelo de levita de hace 100 años.
Sostengo con toda mi fuerza de convicción que los socialistas son los tories de 1984; los que, despejadas las brumas de la transición, no sólo representan a la mayor masa de poder social, económico, industrial y laboral del país, sino los que saben aglomerarla. El conservador, frente al whig, será el que tiende a mantener las cosas como están, apoyado en el movimiento de inercia de una mayoría del país que, conforme con su situación, sólo aspira a mejorar con el progreso, es decir, a una mayor prosperidad conseguida poco a poco, sin traumas y gracias al trabajo. Y que sólo lucha cuando se ve amenazado porque -esencialmente- aspira a vivir en paz. Frente a él, el whig será el representante de una minoría descontenta e impaciente, cuya fuerza reside más en lo que cree que será que en lo que es y que admite la lucha como forma de instalación ciudadana.
¿Qué es lo que ha de ser prioritariamente conservado en la España de hoy, al decir unánime de todos los portavoces? ¿El Estado de las autonomías? ¿Los intereses del gran capital y las clases privilegiadas? ¿El estatuto del trabajador? ¿La soldadura con Europa y la alianza militar con Occidente? Por supuesto que todas esas cuestiones -y todas aquellas que asoman a los titulares de la Prensa- forman un sistema entreverado, pero al decir de todos, con una excepción que apenas cuenta, lo más prioritario es la conservación de la democracia, que, hoy por hoy, y en tanto no nazca el partido que pueda darle réplica, está en manos de los socialistas. Pues, y aunque parezca absurdo formular tal despropósito, ¿qué ocurriría si a los socialistas les diera un día la ventolera de constituirse en partido único? Por supuesto que ese día firmarían su acta de defunción, pero, ¿cuántas cosas no sucumbirían con ellos? Otro sería el caso si el actual Estado contara con una larga tradición o albergara en su seno otros partidos que, nacidos y desarrollados en él, no tuvieran que preocuparse de su conservación, como algo incuestionable; pero su firme instalación para un largo futuro y la debilidad de sus adversarios convierten a los socialistas en los tories, y tanto más fuertes se hagan, tanto más tories tendrán que devenir.
Poca cosa sería tal deber si no les acompañara el carácter y la vocación de cumplirlo. A mi parecer, la actual generación de socialistas se acomoda a la perfección al papel de partido tory. Se ha dicho siempre -sobre todo en Inglaterra- que entre los tories y los doctrinarios -whigs, liberales o laboristas) existe, mutatis mutandis, la misma oposición que entre hombres e ideas, que a la más o menos rectilínea obediencia a una doctrina más nítida y racional que la simple conservación evolutiva de un status quo un tanto arbitrario y heredado, los tories siempre sabrían oponer hombres capaces, dotados del arte de gobernar aun cuando estén carentes de una guía espiritual. Los socialistas españoles de hoy han demostrado, con numerosos y algunos pintorescos ejemplos, que están dispuestos a aprender el arte de gobernar como sea, a incluir entre sus filas nombres muy atractivos y, si es preciso, a abandonar todo catecismo.
El caso de la adhesión de España a la OTAN es el ejemplo más demostrativo de ese estilo. Cualesquiera que sean las razones que aduzca un amplio sector del partido socialista -y que incluye a su cabeza- para promover esa adhesión es evidente que no las suscribía ni manejaba antes de llegar al poder. Es posible que lo hiciera en secreto y que para ganar votos aireara las razones contrarias, pero lo más probable es que ni siquiera las conociera en su verdadera dimensión; podía contar con un atisbo de ellas, pero no con el instrumento -el poder- con que medirlas. Posiblemente antes de llegar al poder tenía el señor González una idea acerca de él más ingenua, y creía que el catecismo era de aplicación. Una vez en su nuevo despacho se enteré de que no (y también es posible que sus antecesores fueran algo responsables de su talante naïf, de que el poder está limitado -sobre todo en asuntos exteriores- por otro u otros de mayor cuantía y que, no siendo en ese terreno el catecismo de aplicación, mejor era guardárselo. ¿Pero cómo hacerlo sin faltar al público, cuando tanta ostentación había hecho de él y de su obediencia al credo? Podía optar por dos soluciones: o bien confesar públicamente su vasallaje -ciertamente cosa poco agradable- o iniciar la campaña donde dije digo digo Diego, cosa también ingrata, pero más tolerable que anunciar a su pueblo su parcial pero insuperable falta de soberanía. Y sobre todo, es la solución más factible cuando se cuenta con prestigio, un partido unido "y con voluntad de Estado" y apenas enemigos a la izquierda. ¿Existe un más contundente despliegue del estilo tory? Es pocos menos que el barroco, en su segundo esplendor, al servicio de la eccIesia triunfans. Un hombre de la izquierda iluminada, un fiel observador de la doctrina socialista, un papanatas de la estirpe Largo Caballero, ¿habría seguido esa línea o habría preferido hundirse antes que mancillar su fe? Y en contraste, ¿qué buen tory no la secundaría, y no tanto por atlantista o por derecha cuanto por tory?
Todo lo anterior ha sido dicho más con propósito de retrato que de censura, y no porque yo simpatice con el espíritu conservador, sino a fuer de conceder al socialista español de hoy un sentido de la actualidad del que tal vez carecían sus correligionarios de ayer tarde. Ese sentido se agudiza cuando no se tiene una utopía delante -cuya visión lo desenfoca todo- y acaso la cortedad de miras se recompensa con el aplomo. Sin aplomo no se explica que este Beowulf, que no ha cumplido sus promesas respecto a la OTAN ni a la creación de nuevo empleo, dos de sus más importantes compromisos, no se tambalee. Pues el público sabe -o mejor, intuye- que si no las cumple es porque no puede, y la desconfianza con que debía cobrarse tal desacato la destina en secreto a aquel otro que, utilizando la censura más elemental para su propio provecho, renueva la promesa para ganarse un voto. En tanto Beowulf siga luchando con denuedo, aunque sin grandes resultados, contra Grendel, no será Unferth quien le sustituya. Tendrá que esperar a su agotamiento.
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