Las películas, como trenes en la noche
"Yo sé que existe la vida privada, pero la vida privada tiene altibajos para todos. Las películas son más armoniosas que la vida, Alphonse. En ellas no hay atascos, ni tiempos muertos. Las películas avanzan como trenes ¿comprendes?, como trenes en la noche". Ese fragmento de monólogo es con el que Ferrand, el director de La noche americana, interpretado por el propio Truffaut, intenta tranquilizar a Alphonse, nada más y nada menos que Jean-Pierre Leaud, el alter ego del director parisino.En él está contenido todo el cine de Truffaut, su sencillez y dificultad, el atrevimiento con que se hace esta pregunta bárbara de cinéfilo apasionado: "¿Es el cine superior a la vida?". En cualquier caso la trayectoria cinematográfica de Truffaut comenzó antes de que dirigiera su primer cortometraje.
Hitchcock y Renoir
En 1954, en el número 31 de Cahiers du Cinema, publica un artículo titulado Une certaine tendance du cinema français (Una cierta tendencia en el cine francés), que servirá de manifiesto para la futura nouvelle vague. En él se ataca el llamado cinema de qualité -el de los Duvivier, Autant-Lara, etc- y se contrapone su academicismo a la vitalidad de un cine de autor. Y el escándalo o la sorpresa, la inmolación en definitiva, estriba en que los autores eran Alfred Hitchcock o Nicholas Ray, Jean Renoir o Max Ophuls, en que los Truffaut, Godard, Rivette o Chabrol hablaban de "puesta en escena" como de un concepto clave, que preferían el estilo a las ideas, despreciando el cine de origen literario.
Hará unos dos años tuve la ocasión de entrevistar a Autant-Lara, encarnación perfecta del cine de qualité que Truffaut desacreditó, el veterano cineasta seguía muy dolido con la generación que, a principios del sesenta, les desplazara del primer plano de la industria, y más concretamente con François Truffaut. Si poco antes se había visto Le demier metro, era difícil sustraerse a ciertas consideraciones sobre el cómo determinadas cosas pueden ser detestables en un momento y pocos años después resultan perfectamente modernas. Truffaut, que renegaba de los rodajes en estudio, del teatro filmado, había acabado por rodar un filme sobre el teatro, de intriga perfectamente académica y de decorados íntegramente construidos en estudio. Treinta años después, ser un auténtico cineasta, una persona amante de su oficio, consistía en defender la artesarda cinematográfica, la magia de los carpinteros e iluminadores para crear castillos de piedra con unos tabiques de madera.
Habían pasado muchas cosas en este tiempo, entre ellas la consagración internacional de Truffaut, el único director europeo -junto con Fellini- conocido popularmente en los Estados Unidos, el hombre cuya colaboración como actor reclamó Steven Spielberg para la que sigue siendo su mejor película Encuentros en la tercera fase. Truffaut rodaba continuamente, como si quisiera reencontrar el secreto de aquellos grandes directores americanos, que encadenaban un filme tras otro. Para él un rodaje era algo mágico, un microcosmos en el que cabía todo y en el que el director mandaba. Los "atascos y tiempos muertos" después, durante la proyección, no se notarían.
Libertad del autor
Empezó con actores desconocidos y decorados naturales y, en sus últimos filmes -protagonizados por Fanny Ardant, de quien se enamoró y con quien vivía; hubiera sido extraño que un director como él no se enamorara de sus actrices- trabajaba con las grandes estrellas del cine francés y en espacios creados artificialmente. Queda dicho que el cambio es coherente, significa evolucionar para casi no moverse de sitio. Él defendía la libertad del autor y ahora ésta ya no consistía en el derecho a coger una cámara y contar una historia cotidiana. Había empezado admirando a Hitchcock para luego, a raíz de una entrevista con el rey del suspense, escribir un libro maravilloso -El cine según Hitchcock- en el que se explica mucho mejor en qué consiste el oficio de cineasta que en cualquier escuela oficial. Finalmente, Vivamente el domingo, la que ha resultado ser su última película era un homenaje explícito al director inglés.
Pero no fue el hombre de Vértigo la única pasión confesa de Truffaut, entre otras cosas porque entonces su cine resultaría incomprensible. Escribió también mucho y bieri. sobre Jean Renoir, a quien consideraba un maestro en su capacidad para rodar como documental cualquier ficción a partir de su talento para la creación de personajes. Si del británico extrajo el gusto por los trucos del oficio, de su colega francés sacó el amor por los actores. Cuando había logrado el equilibrio entre una cosa y la otra, entonces teníamos un gran filme de Truffaut.
Jacques Demy, miembro destacado también, aunque menos afortunado, de la nouvelle vague, habló, en una reciente visita a Barcelona, de la "coherencia personal" como el rasgo distintivo del movimiento.
El propio Truffaut, en 1981, cuando rememoraba lo que significaron sus primeras películas -o las de Godard, o las de Rivette, o las de Chabrol, o...- y los artículos incendiarios que publicaron en Cahiers lo hacía también en términos de gusto personal: "La nouvelle vague no era un grupo dejóvenes ambiciosos preocupados por apuñalar a sus predecesores para quitarles el puesto, sino todo lo contrario. Los jóvenes redactores de Cahiers rehabilitamos a Abel Gance, Jean Cocteau, Jean Renoir, Robert Bresson, Max Ophuls, vilipendiados por las críticas de la prensa más importante. Lo más difícil fue lograr que se aceptara Marcel Pagnol y Sacha Guitry como directores completos, grandes personalidades que se expresaban a través del cine".
Babelia
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