Contra las siglas y el lenguaje críptico
El gigantismo expresivo, la jerga técnica y el lenguaje especializado proliferan de tal manera, dice el autor de este trabajo, que aumenta la ceremonia de la confusión, como si la palabra ocultara el pensamiento. Frente a ello, el autor cita algunas iniciativas anglosajonas donde se pide la claridad y sencillez en el lenguaje, que es bueno recordar antes de que el mundo se convierta en verdadero diálogo de sordos.
El mundo parece vivir la hora más dorada, el máximo esplendor de la ceremonia de la confusión. Hace ya tiempo que se anunciaba esta epifanía, este rito casi litúrgico de la nebulosidad y el camelismo verbales, pero tengo la sospecha de que nadie llegó a imaginar ni la perfección ni las dimensiones un tanto alucinantes que han alcanzado. ¿Pensamos acaso, con Talleyrand, que la palabra le ha sido dada al hombre para ocultar sus pensamientos? Hay textos que por lo confusos me resultan casi fascinantes, y que he tenido que leer dos o tres veces para adquirir al menos una vaga idea de lo que significaban. Parece que a media humanidad le ha dado por expresarse en un estilo neblinoso y críptico que no sorprende en obras literarias y filosóficas (poemas de Góngora; Ser y tiempo, de Heidegger; Ulises, de Joyce, etcétera), pero que, trasladado al plano de lo cotidiano, dirigido al gran público, resulta casi siempre ineficaz, irritante y, muchas veces, ofensivo. No nos vendría mal, me parece, un movimiento como el surgido en el Reino Unido, The Plain English Campaign ("Campaña por un inglés sencillo"), que cada año otorga premios a las personas y organismos que emplean un lenguaje claro y sencillo y da también otros, de carácter burlesco, a quienes usan y abusan del lenguaje confuso y la verborrea vacía.Escucha uno la radio o ve la televisión y se queda a veces estupefacto al oír las largas parrafadas llenas de nada que exhalan como burbujas de humo algunos bustos parlantes. Y lo mismo ocurre con diversas informaciones que aparecen en periódicos o revistas dirigidos al lector normal y corriente. Son muchas las personas capaces de hablar durante varios minutos o de redactar frases y frases sin que apenas se les entienda lo que quieren decir. Proliferan de tal modo el gigantismo expresivo, el argot técnico y la jerga especializada, que a veces va siendo difícil para el ciudadano medio comprender lo que se le dice. Y, para que no falte nada, aún queda el lenguaje de las siglas, de las que habría que ir pensando en publicar un diccionario, si es que no se ha publicado ya, para estar al tanto de lo que se lee y se oye cada día: está en COU, trabaja de ATS, es del pecé, han retocado la LAU, es cosa del EMT, a ver qué decide hoy día CEOE, hay polémica en el CSD, esperan un préstamo del ICO. Parece que hemos hecho realidad aquella famosa frase de Eugenio d'Ors: "¿Está clara la cosa? Pues oscurezcámosla". Existe una serie de acuerdos, pactos, contratos y documentos redactados con tal ambigüedad (a veces con una especie de bandolerismo dialéctico agazapado tras los matorrales de la letra pequeña) que provocan tarde o temprano un llameante sentimiento de exasperación y una inevitable polémica. Rendimos culto al galimatías y al elefantismo verbal. Somos además destinatarios de una avalancha de informaciones que se nos dirigen desde las más diversas procedencias y que con frecuencia adolecen de una redacción tan inepta, tan olímpicamente inepta, que su mensaje resulta casi criptográfico.
En Nueva York existe una ley, la ley Sullivan, que exige que los contratos de alquiler, por ejemplo, estén redactados "de manera clara y coherente y empleando palabras cotidianas". (Se ha dado más de una vez el caso de que un contrato que no cumplía estas condiciones ha sido anulado en varios Estados.) En el Reino Unido hay un libro, publicado por el Gobierno, que se titula Plain words (Palabras sencillas) y que sirve para que los funcionarios puedan redactar, cualquier texto con un lenguaje comprensible para las personas de cultura media. Entre nosotros son innumerables los organismos, sociedades y empresas de todo tipo que se dirigen a la colectividad a través de comunicados, prospectos, impresos a rellenar, recibos, etcétera, redactados frecuentemente con un lenguaje tan alambicado y confuso que uno se siente inmerso en una pesadilla kafkiana, perdido entre los laberintos de las palabras. Vivimos en un alucinante ejercicio de egiptología. Va desapareciendo una de las cortesías más elementales que cualquier redactor debe al público: la cortesía de la claridad. Cada cual emplea la jerga de su profesión o especialidad al máximo (no sé hasta qué punto sería lícito hablar de un cierto talante sofisticado y, en ocasiones, quizá discriminatorio), y el lector o el oyente medio parecen vivir en un mundo de comic en el que no comprenden nada o casi nada, y acaban refugiándose en el escepticismo o yendo al abogado para que les explique qué dice este contrato o cómo hay que rellenar aquel impreso. Al mismo tiempo, en una cierta actitud compensatoria, de una manera que quiere ser -y no siempre lo consigue- suelta y conversacional, se ha puesto de moda una serie de palabras y expresiones que todo lo inundan y a todos nos contagian.
-Aquello estaba a tope.
-Y punto.
-Bueno, a nivel de...
-Yo creo que, de alguna manera.
En nuestras conversaciones somos maestros empleando tacos y expresiones de moda uniéndolas a un estilo oral pretencioso y laberíntico. Hemos conseguido combinar como nadie lo que parecía imposible de combinar: la palabrota y la nebulosidad. Estamos plantando olmos que dan peras y hemos creado el círculo cuadrado con una naturalidad que resulta realmente conmovedora. Estamos rizando el rizo, estamos llegando a lo más hondo de la ceremonia de la confusión. Hemos adquirido la libertad de expresión, que es la libertad más noble y básica del ser humano en su convivencia con los demás, y la empleamos muchas veces, con excesiva frecuencia, creando cortinas de humo y dédalos infranqueables con las palabras. Cada día el mundo se va pareciendo más y más a un inmenso diálogo entre sordos. Y, sin embargo, lector, a pesar de todos los pesares, yo creo que sí, yo creo que es hablando, precisamente hablando, y escribiendo/leyendo, como se entiende la gente. Por eso creo que es importante volver al lenguaje claro y sencillo. Malas son las palabras que se arrojan como si fueran piedras; pero tan malas (o quizá, a la larga, peores) resultan las palabras anestesiantes, las palabras-laberinto. Creo que, sobre todo, habría que ir desterrando de nuestra vida de cada día toda esa egiptología que supone el dirigirse al gran público con un estilo críptico y neblinoso. Hace falta luz, más luz.
es periodista y novelista. Autor de El otro árbol de Guernica.
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